A veces los relatos se cruzan sin quererlo, sus historias se mezclan y sus personajes sufren los caprichos del amor y el deseo. Cinco corazones que forman una escalera de color. Si les gustó el giro que 'Qué pena ser un cobarde' y '25 de septiembre' dieron en 'Viejas amistades', a partir de ahora podrán saber cómo continua la historia con 'La última cena', que inaugura el título de la colección: 'Escalera de corazones'.
Que lo disfruten.
Aquella
galleta dijo basta.
Resultaba
imposible saber con exactitud cuántas veces la había introducido en la leche
Carlos. La mojaba, la sacaba de la taza, la volvía a meter. Así una y otra vez.
Jugueteaba con ella distraído, sin llevársela a la boca. Probablemente, ni
siquiera fuera consciente de que tenía una galleta de la mano, ni de que estaba
desayunando, ni de que estaba en un planeta llamado Tierra. Su mirada se
perdía, quizá estuviera viendo lejanas galaxias, más allá de la Vía Láctea formada
por el reguero de leche que había escurrido la galleta sobre la mesa. En
realidad, sus ojos y su mente no estaban tan lejos. Tenían un destino mucho más
cercano, pero también mucho más triste. En lo único en que pensaba y lo único
que era capaz de ver se llamaba Margarita.
Su
distanciamiento se había alargado de una manera inaceptable. No era capaz de
comprenderlo. Habían discutido por una bobada, y hacía ya más de un mes de eso.
Él se había arrepentido enseguida pero, cobarde y altanero como ninguno, había
sido incapaz de disculparse en todo ese tiempo. En realidad no. Cuando al fin
se decidió a aceptar su derrota, pues sospechaba que Margarita no le guardaba
rencor y sólo quería sentirse ganadora moral, se encontró con una chica
distante, irascible, insegura y, sobre todo, defensiva. Era como si el origen
de la pelea ya no le importara, pero tampoco se mostraba como antes. Algo la
preocupaba, la consumía por dentro y la hacía infeliz. No era preciso ser muy
observador. Ocurrían cosas, su conciencia no estaba limpia, tenía algo que
esconder.
¿Tendría a
otro? ¿Lo iba a dejar? Carlos se estremeció con sus pensamientos. Amaba a
Margarita con locura. No era capaz de imaginar una vida sin ella. Pero si era
así, cómo había sido tan estúpido para permitir que las cosas se complicaran de
aquella manera. Cómo había sido capaz de poner en juego todo su capital
sentimental. Ahora su inversión pendía de un hilo. Estaba al borde de la
bancarrota. Quizá necesitara pedir un rescate, aunque, si Margarita lo
rechazaba, ¿quién acudiría en su ayuda? ¿Quién podría ocupar su lugar, regalar
sus besos, disputar una mano juguetona en un paseo por el Campo Grande? Nada
había tras Margarita. Estaba a punto de pagar un precio demasiado alto por su miedo
y su soberbia.
Por fin
reaccionó. Se puso en pie y se dio cuenta de qué ahí había una taza de leche y
lo que un día fue una galleta. Se deshizo de ello y limpió la mesa. Abrió la
nevera, rebuscó en las bandejas pero no encontró nada que le gustara. Se
desprendió del pijama y se puso algo cómodo para bajar a la calle. Tenía que ir
al supermercado.
No tardó
mucho en volver, aunque venía cargado como una mula. En su mente, la idea de
prepararle a Margarita una cena romántica que le permitiese disculparse como es
debido y recuperar su cariño. Había sido un idiota, sí, pero eso ya estaba
hecho, ahora tocaba reponerse, pelear y darlo todo por reconquistarla. Había
mucho en juego.
La luz era
suave e indirecta, y las velas aportaban el toque de distinción que toda buena cena
necesitaba. Los platos y los cubiertos habían sido colocados de manera
impecable, y las servilletas estaban dobladas como mandan los cánones del buen
gusto. Unas ostras frescas, con su limón correspondiente, serían el afrodisíaco
perfecto para los entrantes. Una exuberante ensalada, con jugosos tomates,
crujiente lechuga, apetitosa cebolla, coloridas ralladuras de zanahoria y
lombarda, nueces y queso de cabra, todo ello regado con aceite de oliva y
vinagre balsámico de Módena, vendría después y daría paso al plato principal,
el preferido de Margarita, salmón en salsa holandesa. Carlos se había pasado la
tarde encerrado en la cocina, pero al menos todo estaba a la perfección.
Todavía
quedaban cuarenta minutos para que ella llegara. El salmón se mantenía caliente
en el horno y él tenía tiempo suficiente para quitarse el traje de cocinero,
darse una ducha y un buen afeitado para acabar con esos últimos días de
descuido tristón. Había recuperado la ilusión. Tenía un buen presagio. Algo le
decía que esa noche triunfaría.
Era la hora.
Su piel estaba suave, olía a Calvin Klein y su traje estaba impoluto. Todo iba
bien. Para acompañar a la tenue luz de la vivienda, decidió poner algo de
música, una melosa balada de Michael Bublé, muy suave, muy íntima. Mientras
esperaba, agarró la bolsa de nueces para la ensalada. Picoteó alguna para
entretenerse hasta que Margarita llegase. Lo hacía por ansiedad, pues no tenía
hambre, a pesar de toda la comida que había preparado. Estaba demasiado
nervioso para comer. Su estómago era un cosquilleo constante.
Poco a poco,
aquella sensación se fue calmando y empezó a sentir, ahora sí, el hambre.
Margarita volvía a llegar tarde. Últimamente lo hacía a menudo, desde que
estaban mal. Es cierto que podría haberla avisado para que esa noche fuese
puntual, pero no quería estropear la sorpresa. Total, el retraso sólo era de
media hora, podía esperar. Ella lo valía, merecía la pena pasarse la vida
esperando.
Una hora
después, empezó a poner en duda aquella afirmación. Si bien es cierto que
todavía entraba dentro de la demora habitual de las últimas semanas, el salmón
empezaba a enfriarse y Carlos se moría de hambre. Sintió la tentación de atacar
la ensalada o alguna ostra, pero se conformó con el pan. Lo devoró.
Media hora
después, la impaciencia le ahogaba el alma. ¿Dónde demonios estaba? No sólo se
había quedado frío el salmón, sino que la salsa holandesa se estaba solidificando.
Podría haber encendido el horno, pero entonces la salsa se hubiera consumido
durante tanto tiempo. Tampoco le gustaba el pescado recalentado, pero estaba
claro que Margarita no le dejaba otra opción.
Ya no tenía
hambre, el pan y el trastorno de los horarios habían aletargado su estómago.
Además, estaba bastante preocupado. No se trataba de que le hubiera dado
plantón. ¿Y si le había ocurrido algo? Enseguida se tranquilizó. Lo único por
lo que tenía que preocuparse era por su relación, que parecía hundirse sin
remedio. Resignado, se quitó la americana, se aflojó la corbata y se desabrochó
el último botón de la camisa. Sacó una cerveza de la nevera y se fue al salón.
Se descalzó, se acomodó en el sofá y se bebió el botellín acompañado del hilo
musical, donde ahora era Josh Groban el que amenizaba la velada con su voz. Su
reloj dio la media noche cuando por fin se oyó el sonido de la puerta.
Margarita
llegó apresurada, como siempre. Su cara de culpabilidad la delataba. Se
disculpó por el retardo y corrió a dejar sus cosas en la habitación y a ponerse
las zapatillas de estar en casa. Al cabo de un rato, como si tratara de
evitarlo, se presentó en el salón y fue entonces cuando reparó en la
parafernalia montada por Carlos para agasajarla. Se sintió terriblemente mal.
Optó, entonces, por la reacción propia de quien ha actuado mal y se siente
acorralado, tomar el papel de víctima, ofenderse y montar en cólera.
Después de
haberse pasado el día preparando la cena para nada, Carlos aguantaba
estoicamente los reproches de su chica por no haberla avisado de lo que
tramaba. Se le ocurrían muchas respuestas, pero no utilizó ninguna, simplemente
guardó silencio ante el vendaval. Hubiera aceptado todas las culpas del mundo
con tal de que todo volviera a ser como antes, con tal de recuperarla. Sentía
deseos de romper a llorar.
Los niños no
lloran, solían decirle de pequeño sus padres y Miguel Bosé, y se lo había
tomado siempre al pie de la letra, aguantándose el llanto, dejando que lo
abrasara por dentro. Margarita lo conocía bien y sabía qué sentía en ese
momento. Ya no pudo soportar más remordimientos y ella sí estalló en llantos,
pidiendo una y otra vez perdón mientras Carlos la abrazaba y la apretaba fuerte
contra su pecho para demostrarle que la amaba y que no eran necesarias sus
disculpas. Él no sentía rencor.
Por un
momento, creyó que aquello sería el punto de inflexión que necesitaba para que
las cosas se arreglaran. Lo de la cena era lo de menos, freirían unos huevos. Recogerían
todo aquello y se reirían del ridículo. Qué más daba todo si se tenían el uno
al otro. Qué más daba quién tuviera la culpa mientras todo volviera a ser como
antes. Bien vale la pena tirar un salmón a la basura a cambio de la felicidad.
Pero no iba a
ser tan sencillo. Margarita tomó asiento y le pidió que se colocara junto a
ella. Tenía algo que contarle.
Carlos sintió
que le fallaban las fuerzas. Sus peores sospechas se habían tornado ciertas,
había otro hombre. Una vieja amistad del instituto, un exnovio de su hermana,
un perroflauta varios años menor que ella la había seducido, había prendido la
pólvora que en Secundaria no había llegado a encenderse. ¿Cómo luchar contra
eso? Se sentía perdido, derrotado, despojado del paraíso, del mundo, condenado
a vagar en un universo de dolor, de tristeza, de desamor, de despecho. En el
fondo, no albergaba rabia ni odio contra ese muchacho, ni pensaba que Margarita
lo hubiera traicionado. Más bien al contrario, se reprochaba ser el responsable
de que ella lo dejase de amar, de haberla empujado a los brazos de otro hombre.
Él era el malo allí, había dejado escapar un tesoro y era justo que se pasara
el resto de la vida lamentándolo. Aunque ella lo perdonase, él jamás podría
hacerlo consigo mismo.
Como el
funesto día en que comenzó todo, se fue a dormir abatido, sin haber podido
expresar todo lo que sentía. Para qué, ya no había solución. Ella deseaba que
lo hiciera, que la recordara todas sus faltas, necesitaba sentirse amonestada,
recibir un pequeño castigo para dejar de pensar que había salido impune de un
crimen, su conciencia no la dejaría ser feliz así. Pero Carlos no estaba por la
labor. Una vez más, recordó que al día siguiente habría que levantarse pronto
para trabajar y se enfundó su cálido pijama, pero no durmió en la cama junto a
Margarita, como aún venían haciendo en los últimos meses en los que se habían
convertido en dos extraños. En esta ocasión, agarró un cojín y una manta y se
echó sobre el sofá. No podía compartir lecho con su amada perdida, demasiado
dolor tenerla tan cerca y tan lejos. Era mejor así.
La mañana
había amanecido fría y brumosa aquel día de finales de octubre. Carlos se
frotaba las manos una y otra vez para calentarse, mientras de su boca salía una
nube de vaho cada vez que respiraba. El resto de la gente de aquel andén hacía
lo mismo. La mañana había sido realmente fría, al borde de la helada. Carlos
miró su maleta, pronto estaría en un confortable tren rumbo a la capital de
España. En la oficina estaban pendientes de asignar un viaje a Madrid para
resolver unos asuntos administrativos. Ahora, él se había ofrecido voluntario
con la condición de salir de inmediato. Sus jefes se sorprendieron, pero no
hicieron preguntas ni pusieron obstáculos. Carlos era un trabajador eficiente y
sin duda haría buen trabajo el tiempo que estuviera allí. Por su parte, el
viajero no veía el momento de alejarse de Margarita y pensaba que los días que
estuviera fuera lo ayudarían a reflexionar, a ver las cosas con más claridad, a
decidir qué hacer con su vida.
A lo lejos,
se asomó la locomotora de aquel AVE procedente de Madrid. En cuanto descargara
pasajeros y cargara a los nuevos, se pondría en marcha hacia la Villa y Corte. Carlos,
como todos, se acercó a las puertas, aunque cuando éstas se abrieron, decidió
esperar a que bajaran los de dentro antes de empezar a subir.
Los zapatos
de tacón no son útiles para moverse por un tren, y menos cuando se porta una
voluminosa y pesada maleta, por eso aquella joven se cayó al descender del
vagón. No se hizo nada, pero la caída fue aparatosa, de morros, justo a los
pies de Carlos. Él corrió a auxiliarla en un acto reflejo. La sujetó del brazo,
apartó la maleta y la ayudó a levantarse.
Entonces se
fijó en su preciosa melena rubia, sus penetrantes ojos azules y su dulce rostro,
y la boca se le abrió de par en par mientras su expresión se volvía bobalicona,
sus gestos torpes y sus reflejos nulos.
Había quedado
hechizado.
Juan Martín Salamanca |
Continuará…
Bueno, ya era hora. Los hombres también sufrimos, más con el engaño y la decepción. Historia impecable, de narración fluida y excelente forma. Gracias Juan por tu contribución. Esperaré ansioso la siguiente entrega.
ResponderEliminarMuchas gracias, amigo. Espero que sólo compartas el nombre con ese pobre desdichado, con un Carlos que sufra ya es bastante. Un abrazo fuerte.
ResponderEliminarMuy descriptivo....me gusta...felicidades!!! ;)
ResponderEliminarSinceramente me encanta, pero he echado en falta el diálogo.
ResponderEliminarGracias a los dos. Habrá diálogo en otras entregas, pero cuando lo pida la historia. Considero que aquí no tenía cabida, rompía la narración, pero es bueno cotejar otras opiniones, siempre ayuda.
ResponderEliminarJuan ... me gusto mucho. UNA HISTORIA MUY INTERESANTE Y REAL. LO DE LA GALLETA ME ENCANTA. ESTAR EN DOS MUNDOS A LA VEZ Y NO ESTAR EN NINGUNO. YO EL OTRO DÍA EN CASA, YGUAL, ME HICE CAFE ISTANTANIO LO TENGO EN UNA LATA. LO PONGO EN UN VASO EL CAFE ME DOY LA VUELTA, COJO LA LECHE y la echo en vez de al vaso a la lata de cafe un desastre estar en dos mundos y no estar en ninguno. Me gusta como esta.
ResponderEliminarManuel Barranco Roda
Me gusta. Bien escrito y con un ritmo sostenido. La historia es sencilla (en el mejor sentido del término) y atrapante por la forma en que está relatada. Dan ganas de seguir leyendo y eso es un buen síntoma. Muchas gracias.
ResponderEliminarGracias tanto a Manuel como a Jorge. Espero Manuel que en tu caso el despiste fuera producto de un descuido y no de una desgarradora tristeza interna como le ocurre aquí a Carlos. Un abrazo fuerte a los dos.
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