1.
Brianda de Valdivia no
podía soportar la mirada codiciosa con la que su primo, el marqués de Moncada,
contemplaba los hermosos tapices de su salón favorito. Sin duda, los quería
para él, como la parte del mayorazgo de Encinares por la que había comenzado a
pleitear al día siguiente de quedarse viuda.
Ya había pasado un año desde entonces y el marqués
no había logrado nada todavía. No obstante, Brianda sabía que su primo no
pensaba rendirse, que estaba dispuesto a todo, por vil y rastrero que fuere,
para lograr arrebatarle lo que más amaba.
—Prima, ya sabéis que podéis contar conmigo para lo queráis
—recordó Guzmán Quesada, marqués de Moncada, dando un pequeño tirón de la manga
de su austero traje negro.
—Sois muy amable —respondió Brianda, duquesa de Encinares,
con desdén.
Detestaba recibir a su primo en su casa, tenerlo sentado en
sus salones, degustando un licor de moras con el fingimiento y la vanidad de
siempre, pero a los enemigos era mejor tenerlos cerca.
—Todo lo que hago, lo hago por vuestro bien. Aunque no lo
parezca. Aunque ahora no lo entendáis. El mayorazgo de Encinares os viene
demasiado grande, es evidente que os hago un favor si yo me quedo con una
parte.
—Con la mejor parte.
—Vuestra vida es esta hacienda, no necesitáis más para una
existencia honorable, de nobleza y virtud —opinó el marqués acariciando,
ávidamente, el filo del vaso de su licor con sus dedos blancos y sarmentosos.
—Voy a pleitear por mis derechos, primo, no pienso renunciar
a ellos —replicó al tiempo que, bajo sus negrísimas faldas de recatada viuda,
juntaba los pies cubiertos con unos
indecorosos chapines.
—De niña era graciosa esa terquedad, pero ahora…
—Ahora será lo que me salve de todos los desaprensivos que
me atacan por mi condición de viuda —sentenció la duquesa, enderezando aún más
la espalda sobre el respaldo de
cuero de su sillón frailero.
—Yo no soy uno de esos cuervos. —Brianda pensó que no solo
era uno de esos cuervos sino que también lo parecía a tenor de sus ropajes
negros, su escasa estatura, su mirada torva, su nariz aguileña, su boca
finísima, su pelo azabache y tirante—. Os repito que puede ser que ahora no
entendáis nada, querida prima, pero con los años me agradeceréis mi justa y
acertada intención de liberaros de la pesada carga que supone vuestro mayorazgo
y más en estos momentos tan tristes.
—Para mí no es una pesada carga administrar los bienes que
mi padre tuvo a bien dejarme en herencia.
—Vuestro padre quería un heredero varón, como bien sabéis, y
a falta de heredero yo soy ese sucesor varón, digno heredero del linaje de
vuestro padre —espetó el marqués, sabedor del daño que le estaba haciendo a su
prima.
Por todos era sabido que el duque de Encinares odió a su
hija hasta el último de sus días, que en vida hizo todo por agraviarla, lo
último: casarse con una joven en un postrero intento de concebir al heredero
varón que le arrebataría su herencia. Y en parte cumplió su objetivo: dejó a su
mujer embarazada antes de morir, si bien el niño murió a los dos días de nacer,
razón por la que Brianda pudo continuar como heredera de la legítima paterna.
—La única digna heredera soy yo.
—Permitidme, prima, que os aconseje un poco más de humildad,
la soberbia no es buena consejera y más para una viuda desamparada y sola.
—Ni estoy sola ni estoy desamparada. —Se aferró al reposabrazos del sillón.
—Yo sé bien lo que necesitáis. Ordenaré al padre Esteban que
os visite, es el confesor de mi esposa, él sabrá guiaros por el camino correcto
—repuso el marqués después de apurar su licor de un trago.
— ¿El de la modestia y la discreción?
—Prima, querida prima, tenéis que templar vuestra alma.
Comprendo que estéis rota de dolor, como toda la familia lo estamos por la tan
grande pérdida de nuestro primo Rodrigo, pero tenéis que ser fuerte.
—Y lo soy.
—No. Lo que tenéis es el orgullo de los Encinares, si
fuerais un hombre lo celebraría, pero siendo mujer ese temperamento solo os va
a traer problemas —advirtió lamiendo con su lengua de sapo los restos de licor
que le quedaban en los labios.
—No lo dudo. Es más, supongo que si tengo problemas, primo,
estaréis ahí para ayudarme a solucionarlos.
—Por supuesto. Para mí es una obligación moral proteger a mi
familia. Prima, si supierais cuánto me preocupo por vos… —Hablaba en un tono que no pudo resultar más
afectado.
—Y por mi hacienda. Lo sé.
—No seáis suspicaz. Mirad, para que veáis hasta qué punto
deseo vuestro recogimiento y quietud, os he traído un regalo muy especial.
—No hacía falta, primo, que os tomarais la molestia.
—Lo hago con sumo gusto —insistió frotándose las manos—. Os
he comprado en una subasta pública de Granada a un esclavo para que sea más
llevadero el día a día de vuestra casa.
—Guzmán, sabéis que yo no tengo esclavos. Siempre me he
negado.
—Porque os gusta mucho llevar la contraria, prima, pero es
una ridiculez negarse a tener esclavos. ¡Todo el mundo los tiene!
—Yo no.
—Debéis aceptarlo como lo que es, un regalo de vuestro
querido primo para haceros los días más dulces.
—Mi servicio ya me los
hace. No necesito a nadie más.
Un petirrojo se posó sobre el alféizar de la ventana, por la
que entraba la luz serena de una tarde septiembre y Brianda envidió a ese
pajarillo libre y feliz.
—Vuestro mozo de cuadras se marchó hace dos semanas.
—Sabéis demasiado sobre mi casa, ¿acaso me habéis puesto espías? —preguntó, enfrentándose de nuevo
a la mirada siniestra de su primo.
—Me preocupo por vos. Ya os lo he dicho —recordó el marqués
mientras acariciaba la empuñadura de la espada que colgaba de su tahalí.
—Con una insistencia preocupante.
—No seáis malpensada. Mi esclavo tiene buena mano con los
caballos, será un mozo de cuadras estupendo.
— ¿Dónde está ese hombre? —Brianda pensó que cuanto antes
conociera a ese pobre desgraciado, antes se libraría de su primo.
—Fuera. Voy a pedirle a doña Agustina que lo instale en las
caballerizas…
—Antes me gustaría conocerlo. —No se fiaba para nada de su
primo. Era obvio que el esclavo iba a ser el espía que llevaba un tiempo
intentando infiltrarle en su hacienda. Sin embargo, si lograba tratar el asunto
con inteligencia y prudencia, bien podría convertir al esclavo en un agente
doble, en un aliado en definitiva, para su causa.
—Dejémoslo entonces para cuando me marche.
—Hacedlo pasar…
Gema Samaro
Creo que habrá emociones al por mayor, he de disfrutar seguramente no solo la lectura, sino también el encanto de la autora!
ResponderEliminarEl planteamiento está interesante e intenso. Se siente la tensión velada entre los posibles rivales, con un toque de seda en la palabra. A veces se pierde el Punto de Vista, pero es un bocado muy interesante. Felicidades!
ResponderEliminarEs interesante, hay dialogo, se siente la rivalidad y el lenguaje se adapta a la época. Felicidades.
ResponderEliminarMe gusta el relato, porque contiene diálogo, pero odio a muerte a este tipo de personas tan envidiosas y tan capaces de todo con tal de conseguir lo que se proponen.
ResponderEliminarMe gusta porque me deja con ganas de continuar
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