A
veces la mente juega malas pasadas y nos hace sufrir aún más de lo que ya lo
estábamos haciendo. Digo esto, porque hace tiempo, visitando un albergue de
esos que hay en las ciudades para los “sin techo”, conocí a una mujer menuda y
joven, cuyo corazón rezumaba tanto sentimiento de culpa que su mente parecía no
asimilarlo.
El
comedor estaba repleto de indigentes en un día de invierno, tan frío como el
alma de esta triste mujer.
Era
mi primer trabajo bien pagado en la redacción de un periódico local y mi jefe,
un gruñón sesentón y achacoso por el tabaco, me había mandado allí a investigar
sobre las condiciones en las que se encontraba el local ya que se había
recibido algunas denuncias por parte de los vecinos.
Recuerdo,
entre sonidos de cucharas, platos, risas y gritos, como me fijé en ella. Mis
ojos se cruzaron con los suyos por un momento pero su mirada estaba ausente.
Una
mirada verde, clara, limpia y… vacía. No tendría ni 30 años y su pelo
enmarañado era de un gris ceniza como los restos de una colilla.
Me
extrañó ver a una persona tan joven en aquel sitio.
Me
acerqué a ella, creo que no se dio cuenta porque ni se inmutó. El murmullo en
el comedor era ensordecedor, el frío helaba el aliento y ella, aunque rodeada
de gente, parecía sola en ésa inmensidad.
Me
senté a su lado y me presenté.
—¡Hola!,
me llamo Ana, ¿y tú?—. Me miró sin verme y siguió comiendo.
Un
viejo de barbas blancas y sucias como la nieve que había acumulada en la calle
y ojos inyectados en alcohol, me dijo:
—No
insistas, nunca habla con nadie…está loca…no sabemos su nombre…aquí la llamamos
“la dulce muñeca”…— me hablaba entre sorbo y sorbo de comida que se le quedaba
en la comisura de la boca.
En
ese momento hice intento de irme. Parece que reaccionó porque me sujetó la mano
y me miró de nuevo. Esta vez si me vio.
Sus
ojos verdes, sin pestañear, me hablaban sin palabras. Su mano caliente, a pesar
del frío, se aferraba a la mía. Sus pupilas se movían mientras me observaban,
como si estuvieran leyendo un libro en mi cara y tengo que reconocer que me
asustó.
Me
aparté de ella en un acto reflejo y me fui como huyendo de un fantasma. Durante
el resto del día sólo pude pensar en “la dulce muñeca” y me arrepentí por
haberla abandonado de esa manera.
Esa
noche, en la cama antes de dormir, me di cuenta que al final no había realizado
el trabajo que me mandó mi jefe y que no tendría más remedio que volver al otro
día.
En
verdad, necesitaba volver allí otra vez.
Quería
verla de nuevo. Quería saber qué me quiso decir. Quería, en definitiva,
conocerla.
La
curiosidad pudo conmigo.
Estuve
visitando el albergue durante un par de semanas hasta que desapareció. Llegaba
con tiempo suficiente para poder hacer mi trabajo y después la esperaba que
entrase por la puerta con ese halo especial que sólo tienen las mujeres que no
pertenecen a estos ambientes.
Su
ropa, aunque vieja, no estaba sucia. Su piel era limpia y clara, se notaba que
en otro tiempo estuvo bien cuidada. Su cabeza, siempre agachada con la mirada
fija en el suelo como escondiéndose de la gente, como si no quisiera que nadie
la mirase, se imponía en una espalda erguida y un paso firme, reminiscencia de
una vida completamente distinta a la que llevaba ahora.
Durante
los días que pasé junto a la dulce muñeca, compartí pan, pucheros, frutas y
alguna que otra sonrisa. Aprendí con ella que a veces los gestos valen más que
mil palabras, que una mirada te puede contar más que un diario y que una
sonrisa, a veces, alivia enfermedades que los fármacos no consiguen.
Esta
mujer me cortaba el pan, me acariciaba el pelo y a veces me miraba de soslayo y
sonreía. Yo, ajena a su dolor, le contaba historias del periódico, de mi vida y
en definitiva le hice partícipe de mis penas y de mis alegrías.
No
conseguí en esos días ni una frase coherente hasta el día en que desapareció.
Observé cómo escribía en una carpetita llena de papeles que guardaba
rápidamente cuando me sentaba a su lado.
Un
día le regalé un bolígrafo de Betty Boop, ella me dio un beso en la mejilla y
con su media sonrisa, me escribió con una bella caligrafía de letras claras
como su mirada:
—Hace
tiempo que no busco una mirada amable. La encontré en tus ojos el día que te
conocí. Gracias—.
Se
fue, como siempre, sin saber adonde y me dejó allí con una lágrima
recorriéndome la mejilla. Pensé en su dolor, en su sufrimiento y el no poder
llegar a entender qué tristeza era aquella que le quemaba el alma y que no
quería expulsarla y compartirla conmigo.
Al
día siguiente, volví a buscarla entre la gente con la decisión de saber por fin
qué era lo que la estaba matando por dentro. Allí estaba, sentada en el mismo
banco de siempre, buscándome con su mirada.
No
podía saber que ese iba a ser el último día a su lado.
Mientras
comíamos, le preguntaba y le preguntaba y ella sólo huía de mí bajando su
cabeza, apoyándola entre sus manos. Pensé que no iba a conseguir nada con
aquella actitud y decidí irme, pero antes en un acto instintivo saqué mi
cartera para dejarle algún dinero por si lo necesitaba y el destino quiso que
se me deslizara sobre la mesa la foto de mi bebé.
En
ese miso instante, no supe qué se le pasó por la mente. Cogió la foto con los
ojos sobresaltados, la besó y por primera vez la vi llorar.
Llorar
para dentro, llorar sin lamento, llorar sin lágrimas.
Sentí
tanto dolor al verla en ese estado que la abracé para confortarla pero me
rechazó.
Se
levantó apresuradamente, me miró con las pupilas rojas y con la foto aún en sus
manos, escuché su voz temblorosa:
—¡Perdóname!—
y se fue corriendo entre el gentío dejando una estela de ella en el comedor.
Cuando
reaccioné, me percaté que sobre el asiento se había quedado la carpeta donde
guardaba sus escritos y la curiosidad me pudo.
Tengo
que decir que voy a transcribir palabra por palabra lo que encontré en algunos
de aquellos papeles porque es la única forma de que ustedes y yo, logremos
entenderla.
Después
de leer aquello, me desgarré por dentro el corazón por no haber sido capaz de
ayudarla a salir de su equivocación.
Quiero
que leáis con calma y comprensión las letras de una mujer llena de amor y de
odio hacia sí misma y que el destino o lo que fuere, la arrastró al abismo que
ella conscientemente, buscó:
“Llevaba
el coche casi al límite de velocidad. El acelerador pisado con fuerza, con el
mismo desgarro pisaba el freno, la música de Bob Marley me recordaba viejos
tiempos, no muy lejanos, y un “may” entre mis labios, me embriagaba con su
aroma.
Cerca
del puerto fui aminorando la marcha, aunque no la rabia y busqué en aquel
vetusto malecón, —donde el mar con su furia convierte las olas en amargas
espumas de sal—, un lugar donde descansar mí angustiada alma.
Estacioné
mi viejo coche —de color pajizo casi imperceptible en aquella inmensa oscuridad
sólo rasgada por los focos de la luz de la bahía—, de cualquier forma y bajé de
él.
El
aire, frío como el hielo, cortaba la noche. El viento, como en un susurro,
murmuraba a mí alrededor. La Luna no quería ni mirarme y me la imaginé enfadada
conmigo.
Me
senté sobre el impávido cemento muy cerca del mar, respiré hondo, di la
última calada y me dejé llevar por su somnolencia.
Mis
pensamientos empezaban a divagar evitando el doloroso recuerdo cuando a lo
lejos, en el otro extremo del malecón, creí percibir el enfermizo grito de un
niño.
No
miré, el ruido del mar me confundía.
De
nuevo volví a escuchar algo, esta vez fue una inocente sonrisa.
Me
sobresalté al ver el cuerpo delgado y quebradizo de un niño que jugaba sin
miedo a pie de dique.
—¡¿Qué
haces niño!?— le grité aún creyendo que era producto de mi fantasía.
El
niño me miró y se rió de nuevo. Saltaba con piecitos pequeños de un lado a
otro. Las olas chocaban con ímpetu y su cabecita esta estaba húmeda por el
agua.
—¡Se
va a matar!— pensé angustiada.
Me
levanté y asombrada lo observé claramente, su piel era sonrosada y apenas
tendría 4 años.
Durante
unos instantes no reaccioné, esperé a que por se fuera por sí sólo —ingenua de
mi— pero inmune al riesgo, seguía allí jugando.
Busqué
en las inmediaciones pero la noche era solitaria y ni las gaviotas del puerto
volaban para acompañarme.
El
niño, de repente, saltó y cayó tan cera de las olas, que creí ver entre la
espuma brazos de hielo que intentaban llevárselo.
Corrí,
como si fuera la última vez en mi vida. El viento arreciaba en mi rostro con
indiferencia, las piernas me temblaban agónicas y un sudor frío me humedecía la
espalda.
Una
ola estalló muy cerca, tanto, que nuestros cuerpos quedaron empapados de mar y
tristeza.
Llegué
a su lado casi sin aliento, él no se movía. Y lo miré. Tenía carita de ángel y
sonreía. Estaba mojado, herido y…sonreía.
Lo
recogí entre mis brazos. Su cuerpecito, que apenas pesaba, era tan liviano que
parecía se me iba a escapar entre mis manos.
Lentamente
e intentando ofrecerle el poco calor que me quedaba, nos alejamos del malecón.
Me
senté con él en el suelo, recostada en el coche, resguardándolo de Erinias y
Euménides que se fueron buceando mar adentro porque yo no los dejé llevarse a
“mi niño”.
El
viento dejó de soplar como si se hubiera quedado sin fuerzas, las olas dejaron
de gruñir para sucumbir en un mar tibio y sereno, la Luna apareció con sus
estrellas como si fueran a una fiesta de gala y la música de la radio del coche
sonaba quedamente como si nos llegara de un mundo lejano.
Sentí
que el corazón me dolía de pensar que podía estar muerto. No quise comprobarlo.
Y lo mecí, estrechándolo con mi pecho, cantándole una nana.
Lo
abracé, como nunca antes lo había hecho con nadie, y lloré, lentamente,
angustiosamente y las lágrimas me resbalaban mojando mis estériles labios.
Mientras
le acariciaba su cabecita y le susurraba al oído palabras de amor que jamás
dije a nadie, el crío abrió los ojos y vi en ellos toda la desolación de la
noche. Sus ojos acuosos y grandes
como lunas pequeñas me miraban absortos mientras lo besaba en la frente.
Y
volvió a sonreír.
Una
vocecita endeble me dijo —¡Mamá!— y un beso de su labios se quedó impregnado en
mi piel.
Y
entonces lo acomodé en el suelo, me levanté y grité…grité de dolor rasgándome
la garganta, me maldije con palabras innombrables y maldije el día en que nací,
hasta perder las pocas fuerzas que me quedaban…
…Amanecí
en el asiento del coche con la cabeza apoyada en el volante, la ropa húmeda, la
cara helada y la música sonando de fondo.
Me
desperté de un sobresalto. La luz del sol cegó mis pupilas ensangrentadas y mis
párpados abotargados. La garganta me dolía.
Salí
del coche enloquecida buscándolo y no encontré a nadie…no lo encontré a
él…
El
día era apacible, radiante. Los barquitos pescaban su monotonía surcando un mar
pacífico y ajeno a mí, y te busqué a ti, mi niño y ya no estabas.
De
pronto la fuerza del pensamiento me quebró de dolor en el bajo vientre, me
arrodillé abrazando mi abdomen y recordando aquella sala blanca, aquel potro y
aquel médico de pétreo rostro que miraba a la nada mientras me succionaban la
vida de dentro.
Maldije
de nuevo. El dolor era insoportable y no podía dejar de llorar. Y una palabra
desde dentro de mis entrañas surgió como la lava de un volcán:
—...¡Perdóname!...¡perdóname!...—“.
Esto fue lo que leí de entre
sus papeles y entonces comprendí…
Sólo
espero que donde ella esté reaccione algún día y levante su frente al inmenso
cielo, lo mire con sabiduría y comprenda que él ya la perdonó porque no hay
mayor castigo que el arrepentimiento y consiga así poder vivir en paz consigo
misma.
—En recuerdo de la dulce muñeca—.
Escrito por:
Nurya Ruíz
ESTE RELATO ME ATRAPÒ Y CONMOVIÒ. REFIERE UNA TEMÀTICA QUE DOMINA LA SOCIEDAD y muchas veces, se comete sin remordimiento alguno. La culpa es el peor castigo y la mas implacable sentencia.Felicitaciones.
ResponderEliminarTRINA LEÈ DE HIDALGO
El relato me atrapó desde el primer momento, no se si es una historia real o una real historia, da lo mismo, de igual forma es sobrecogedora y conmovedora. El sentimiento de culpa existe, pero no en todas las personas, conozco personas que han hecho mucho daño y para nada se siente culpables, es cuestión de conciencia nada más. Me ha gustado mucho tú relato..felicidades
ResponderEliminarBravo Nuria, me has sorprendido. Siempre me ha gustado cómo escribes, pero es que con este relato, has echado "el resto". Intenso y emotivo. Podremos estar o no de acuerdo con lo que cuentas en boca de la protagonista, pero dónde existe unanimidad, es en la potencia del relato y en la forma de desarrollarlo. Me ha gustado y mucho.
ResponderEliminarCada día escribes mejor Nuria.Saludos
ResponderEliminargracias a todos por vuestros comentarios y a Tino e especial.
ResponderEliminarMe gustó el relato, va uno adentrándose conforme se va desarrollando la historia, emotivo y deja en la piel esa sensación de tristeza, me gusto mucho saludos!
ResponderEliminarNuria: Rara vez me conmuevo, pero tu relato realmente me ha tocado una fibra Es trágico y hermoso a la vez, de lo mejor que he leído por aquí. Gracias por hacerme contactar con mi parte sensible.
ResponderEliminarMuchas veces menospreciamos a quien "falla" en esta vida sin saber los motivos que los han ahorillado a la indigencia. Un relato reflexivo, con una combinación de relatos. Gracias Nuria por esto.
ResponderEliminarmuy bueno Nuria. Me atrapó, la culpa siempre depende de la personalidad, de la empatía. Enhorabuena Un abrazo
ResponderEliminarPrecioso Nuria. Hay tantos mundos en el interior de las personas a la espera de ser conocidas. Nunca se sabe qué abarcan en su interior hasta que alguien decide poner un poco de su parte.
ResponderEliminarExcelente relato.