Era noche avanzada y
lluviosa, cuando decidí hacer un paréntesis en mi trabajo de creación
literaria.
Estaba dispuesto para salir
a la calle, a la vida. No he tenido que ir muy lejos y tampoco lo he querido.
Tan sólo he cruzado la acera para adentrarme en el local, que comparto en
sociedad. Estaba lleno, felizmente lleno.
Todas las mesas ocupadas
por gente que devoraba la oferta gastronómica, como si el mundo se fuese a
acabar y, la barra del establecimiento, compartida de la mejor manera, disfrutando
de un buen vino o una cerveza, con tapa, y la charla amigable.
Al entrar, parece que algo
resuena en mi bolsillo, anunciándome buena recaudación. Luego, pasando entre la
gente, para saludar a la cocinera, ofreciéndole mis palabras de apoyo y el beso
acostumbrado, me fijo en dos chicas maduras, de unos cuarenta, más o menos, que
están solas y de pié, en torno a un tonel que les sirve para dejar sus copas,
junto al plato de degustación, las prendas de vestir que les estorban y los
bolsos con los que toda mujer parece estar casada.
- Buenas noches, preciosas, -les digo,
sin conocerlas.
- Hola, -contestan apoyándose en la
última sílaba.
- ¿Os cuelgo esto en las perchas para
que no os molesten? –pregunto, haciéndome el gentil.
- No, así estamos bien, -responden con
una sonrisa sospechosa, la rubia.
Me retiro, entro en la
cocina, cumplo con el protocolo seductor de la trabajadora y, ella, Sandra, me
lo agradece. Sabe que lo hago de buena fe. Al besarla, noto que está muy
caliente. Le tomo la temperatura, palpando su frente y sí, está caliente pero
no tiene fiebre; es el fragor de los fogones lo que le hace tener ese mador y parecer calenturienta.
Al salir de allí y pasar
nuevamente cerca de las chicas solitarias, le digo a la rubia –la otra es
castaña-:
- Hola de nuevo, bombón. ¡Qué ojazos azules más bonitos que tienes! ¿Me puedo tomar una copa de vino con vosotras?, -pregunto con la mejor de mis sonrisas en los labios.
La otra; la morena, al
sentirse algo desplaza, responde:
- No, gracias. Ya no queremos más vino. Estamos hablando de nuestras cosas.
Comprendida la respuesta,
me alejo hacia la puerta, en el momento que entran por ella dos amigas
estupendas, que no llegan a los treinta añitos. El saludo es, como de
costumbre, muy llamativo.
- ¡Ay, mi cielo! Déjame que te bese y te abrace. ¡Qué te como!, -exclaman las dos, alargándola o con los brazos abiertos, procediendo a la manera del más puro cachondeo.
Advertidas por lo que me había
pasado y observando que la rubia no me quitaba los ojos de encima, sorteando
obstáculos por la distancia mediante, prosiguen con la escenificación histriónica
para reírnos un rato de la morena, encelando a la rubia.
Acompaño a mis amigas a un
lugar cercano al tonel de las soledades y allí, al segundo vino, vuelvo a
insistir en la oportunidad de compartir ese rato con nosotros.
Entonces, es cuando la
rubia de ojos azules me hace la observación de que les encantaría porque ha
visto que soy simpático, pero su amiga le ha sugerido que podría ser su padre.
- ¿Cuántos años tienes?, -me preguntó, la chica bombón.
En ese momento, sentí que
todo mi imperio de juventud se venía abajo. Empecé a sentir la sensación y la
desazón de que el tiempo se me estaba escapando y no me había enterado y, que
todo lo que tenía en proyecto para publicar, no podría realizarlo, porque la
vida no me iba a dar suficiente tregua para ello.
Fue el final de mi noche y,
también de mis días, volviendo al claustro de mi biblioteca enfrentándome a mis
escritos, poniéndome a parir, consciente
de que todo se acaba, abatido por la ‘prima de riesgo’, que se interpone, hasta
en el arte de la seducción.
Juan Martín-Mora Haba
Octubre de 2012
Guau! Me has llevado de la mano por todo el relato, me has mostrado un lugar, sentimientos, coqueteos y la realidad que muchos de nosotros sufrimos al afanarnos con las obligaciones, deberes y nuestros sueños: El tiempo no se detiene... continua, llevándonos con él.
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