Una oscuridad tremenda abrazó a la ciudad de Xillander’kull. Conforme el calor de la cueva donde se encontraba asentada se transformaba en un frío gélido, todos sus habitantes sabían que en la superficie estaba dando inicio la noche. Si se pudiese volar hasta el techo de la cueva se comprendería el alcance y la magnitud del embovedado de la caverna, así como los matices de apagados colores que dominaban el ambiente interno de la metrópoli intranquila.
Conforme la única fuente de calor que quedaba era el lago termal y los canales que recorría la ciudad como una telaraña, al comenzar a sentirse el frío que entumecía los músculos, numerosas arañas devoradoras montadas por expertos guerreros salían de las diferentes barracas a prisa, y se formaban para iniciar lo que sería la larga guardia de la ciudad durante las siguientes horas.
El frío se apoderaba con rapidez de la enorme cúpula abovedada. De inmediato, los trabajadores en las plantaciones de hongos, los pastores que cuidaban a los rothé, los pescadores en el lago termal adyacente a la ciudad y todo quienes se encontraban afuera en las estrechas callejuelas, los cortos parajes y las esquinas escucharon con atención el llamado de una serie de caracoles que resonaban a través de toda la extensión de la cueva. A la vista de las murallas masivas, todos quienes se encontraban afuera comprendieron la señal y apuraron su paso para regresar a la brevedad posible a sus hacinados hogares o alguna casa segura. Porque todos sabían que la señal era parte de la costumbre básica de la ciudad, el inicio del toque de queda.
Numerosas luces de la ciudad se iban apagando en sucesión, con esto el entorno se tornó cada vez más oscuro y tenebroso, lo cual se agravo con la sucesión de horrendos gritos, gemidos y lamentos a lo largo de la metrópoli. Quien hubiese sido demasiado lento, torpe o valiente para quedarse fuera en la calle; sería víctima de inmediato de las consecuencias de violar una de las reglas básicas de la vida en las cuevas. Que las noches son el enemigo más peligroso de la vida en la Infraoscuridad. Que sólo el que es más fuerte sobrevive.
Los primeros gemidos en la esquina contigua dieron el aviso a la principal herrería de la ciudad, que comenzó a cerrar sus puertas. Conforme la pesada estructura de la puerta se movía pesada hasta cerrarse por completo, la herrera iba a encajar el pestillo para cerrarla cuando una fuerza del exterior la desplazó hacia adentro e impidió que se cerrara completamente. La extrañeza se apoderó de la mujer; una elfa con la piel oscura como la noche, delgada y frágil, que mostraba un vestido con una apertura en las piernas bajo el protector de cuero de la herrería, y un pañuelo que ataba su cabello. Ella asomó de inmediato la cabeza por la apertura, y con un gesto molesto preguntó: “¿Qué quieren? Es hora de cerrar y esta no es una casa segura. ¿Qué desean?”
“Amable como siempre, Yasfryn”.
Los dos varones mostraron sus respetos al posar frente a ella. Uno era un atractivo y vistoso ejemplar de la raza de los elfos oscuros. Con un sombrero de ala ancha, una amplia capa, una camisa blanca vistosa y unos calzones ajustados, este complementaba su vestimenta con unas botas de lentejuelas muy notorias. Su rostro era atractivo y cuidado, digno de cualquier miembro de las clases altas. Con una mirada sensual y abrumadora, sonrió de forma cortés a la mujer, la cual lo contempló con una seriedad gélida.
El otro sin embargo era su contraparte desde todo punto de vista. Aunque era elfo oscuro como su compañero, él vestía una burda y hedionda armadura de cuero, guantes picados y viejos y unos sencillos calzones sucios. Su cabello blanco y sus ojos pálidos observaban de forma fría y melancólica a la herrera. Con una expresión facial simple y plana, oculta tras un sombrero de ala ancha picado y curtido por el tiempo; su cuerpo delgado, las vendas manchadas que cubrían por completo su brazo derecho, su hedor corporal y su expresión estoica alejaban a cualquiera de su lado sin pensarlo mucho.
“Estas no son horas de llegar, Zeknarle”, repuso la herrera con cuidado. Luego de otear el interior de su herrería nerviosamente, ella abrió levemente la puerta y con un gesto de sus manos les permitió ingresar a ambos al interior.
A pesar de que en el exterior parecía un tugurio, con un edificio descuidado, en estado ruinoso y sin pintar; el interior de la tienda demostraba el buen gusto de su administradora. Este se encontraba ordenado de forma pulcra, limpio y con una decoración de buen gusto; las armas que se mostraban en los anaqueles resultaban de una excelente calidad a los ojos de los buenos observadores. Conforme contemplaba el espectáculo, el atractivo elfo oscuro exclamó con cuidado: “Nunca deja de asombrarme tu capacidad para trabajar el metal, Yasfryn. Cada día veo mejores armas, de mejor calidad y mejor hechura”.
Mientras observaban los alrededores, ambos posaron los ojos sobre la mujer. Era una elfa oscura en los finales de su mediana edad, la capacidad de no envejecer de ninguna forma le permitía a ella conservar una expresión hermosa en su ser. Ella usaba su cabello rojo amarrado, sus ojos expresivos mostraban una frialdad y desconfianza que atravesaba a cualquiera que estuviese frente a ella. Vestida con un delantal de cuero, su vestido se mostraba mojado y sucio debido al agitado día de trabajo, posiblemente enfocada en un trabajo tal como las armas que se mostraban en su negocio. Ella los ignoró, avanzó hacia uno de los estantes, extrajo una espada en una funda, la mostró frente a ambos y repuso de forma seca.
“Gracias. Aquí está tú encargo. Disfrútalo”.
El bien parecido elfo sonrío discretamente. El pomo del arma tenía una exquisita canasta que protegía la mano de su portador. Él extrajo con rapidez el arma y encontró la delgada hoja exquisita y sin falla. Con pequeñas tallas en runas élficas grabadas de forma minuciosa, el arma le brindó un gran orgullo que no ocultó. Él blandió el arma, la agitó un par de veces en el aire y observó con mucha gracia que la herrera extendía su mano de forma estoica y seca frente a él.
El joven sonrió con un gesto torcido, extendió el arma frente a ella y repuso con arrogancia: “¿Dime, por qué habría de pagarte, Yasfryn? Después de todo soy Zeknarle Hun’fin, el capitán de la guardia de la Torre Norte. ¡Deberías donar este trabajo!”
La mujer no se inmutó, movió su mano en forma constante mientras escondía su mano izquierda. Esta muestra de disconformidad al serle exigido el pago impactó a Zeknarle. De inmediato guardó la espada en la funda, extrajo su bolsa de oro y la lanzó a la mano de la herrera, que expresó una leve mueca de sonrisa al sentirla.
Él dio la espalda y sonrió con malicia al no ser observado. Con un gesto se dispuso a salir del negocio con su amigo cuando de pronto la herrera reclamó con una voz potente: “Aquí falta dinero. Al menos doscientas piezas de oro”.
Zeknarle se quiso volver en ese instante. Él sabía perfectamente que hacían falta las doscientas piezas de oro porque él mismo las había sustituido con pesos de plomo. Sin embargo, la habilidad de la herrera era tal que aún sin abrir la bolsa ella podía detectar que la trataba de engañar. Al voltearse, este pudo notar la hoja de un enorme espadón que lo esperaba de frente, y a una impaciente herrera que mostraba su furia por medio de este acto.
El compañero del elfo oscuro no dijo nada, extrajo su propio espadón de un suspiro y amenazó a la herrera con una velocidad que la sorprendió notablemente. Ella sólo se percató de que se había movido cuando sintió la hoja tropezarse suavemente con su cuello, y trago grueso al ver como se desenvolvía la situación en su contra.
“Yo le daré las doscientas monedas de oro, señora. No es necesario que lo amenace”.
La voz que salió del muchacho resultó gentil y educada. A diferencia de lo que su sucio y descuidado aspecto expresaba, los manerismos y la forma de actuar evidenciaban una cuna noble. Pero su actitud fría y distante no le permitía a la gente percatarse de su forma de ser y de pensar. El muchacho logró conservar el arma sobre su cuello mientras desocupaba su brazo izquierdo y buscaba su propia bolsa de dinero. En un instante sacó veinte piezas de platino y se las entregó; lo que devolvió la sonrisa al rostro de la herrera.
Ella guardó su arma, tomó el dinero con visible realización, avanzó hasta a un mueble con cubierta metálica, abrió una de las gavetas e introdujo el dinero en su interior. Luego, observó detalladamente el arma de su agresor y exclamó con una sonrisa nerviosa: “Ese es un hermoso espadón, muchacho. Demuestra el amor que tienes por el combate pesado y la victoria rápida. ¿Cuál es su nombre?”
“Eorel”, repuso como única contestación el estoico compañero de Zeknarle mientras guardaba su espadón.
“Yo también construyo espadones si le interesan, Eorel”, repuso con educación la mujer: “Muchos y de gran variedad”.
“Gracias señora… Lo tomaré en consideración”.
Luego de saludar con respeto a la herrera, los clientes dieron la espalda a la mujer y salieron por la puerta. En cuanto se quedó a solas, la herrera terminó de cerrar la puerta, colocó el pestillo en su lugar para trancarla, volvió a la gaveta de metal y extrajo de inmediato su contenido monetario. Como en otras ocasiones, amarró las bolsas con rapidez y las colocó en una bolsa que portaba en su cintura. Al finalizar se volteó, lo que le permitió notar una sombra desde la puerta del cuarto interior, que la hizo sonreír de forma sincera.
Una hermosa figura de mujer se mostró frente a ella. Increíblemente alta para ser una elfa oscura, la muchacha resultaba una deliciosa y sensual mezcla de lujuria e ingenuidad combinadas. Su piel oscura era brillante y delicada, su cabello lo usaba largo, amarrado con una red de telarañas negra decorada con joyas. La hermosa muchacha, que vestía con un traje de baile que no guardaba nada a la imaginación, modeló frente a la herrera y reclamó: “¿Cómo me veo, mamá?”
“Te ves realmente hermosa, Berlashalee”, repuso la mujer con orgullo: “¿Dónde vas a bailar esta noche?”.
“En la taberna La Honorable Madre”.
El gesto de Yasfryn cambió a preocupación al escuchar el lugar. Luego de pensarlo con seriedad ella respondió: “Ten cuidado. He oído que los administradores de ese lugar son peligrosos. La gente que llega allí no es de la mejor calaña”.
“¿Y quiénes eran los visitantes, mamá?”
Los ojos curiosos de su hija devolvieron la sonrisa a la mujer, que respondió: “Bueno, uno es el capitán de una de las torres, algo más vistoso que peligroso. Pero el otro… Si el nombre que me dio es verdadero, es un peligroso adversario… ese muchacho… sería el Maestro de Armas de la Familia del’Armgo…”
“¿Y?”
Si los rumores son ciertos, él es el Guerrero Maldito, pensó para sí misma la herrera.
“Nada hija…”, respondió con paciencia. Ella dio la espalda a su hija, tomó un medallón de plata de la gaveta y repuso con fuerza: “Espera un momento. Te enviare a la taberna en un santiamén. Después regresaré a casa”.
“Buenas noches, mamá”.
“Buenas noches, hija”.
La despedida conllevó un gentil beso entre las mujeres. Luego, con un gesto de su mano y unas cuantas palabras que concluyeron al tocar el rostro de su hija, ella desapareció de la habitación como si jamás hubiese existido. A continuación, ella combinó sus manos, llevó a cabo varios gestos y dibujó varios signos en el aire, lo que provocó que de inmediato la imagen de la armería decayera, las armas desaparecieran y el negocio se transformara en el interior de un tugurio vacío tal como el que aparentaba en el exterior. Satisfecha con el efecto realizado, Yasfryn llevó a cabo los mismos gestos de mano y dijo las mismas palabras, para luego tocarse a sí misma; tras lo que desapareció de la habitación y concluyó su día de trabajo.
Carlos "S0met" Molina Velázquez