El pato Guanajuato abrió los ojos
como todos los días, bastante tarde.
Era una ave perezosa a la que no le gustaba madrugar. Vivía, como otros
patos similares, en una casa de piedra levantada sobre una pequeña isla, donde
no se acercaban los humanos, lo que le permitía seguir durmiendo sin que lo
molestaran hasta bien entrada la mañana.
Cuando sus compañeros de habitación
comenzaban la jornada, los alrededores estaban desiertos, y todos los ánades
podían moverse a sus anchas para buscar alimento, tanto dentro como fuera del
agua de aquel estanque. Sin embargo, el menú a base de plantas, semillas y
algún que otro caracol no terminaba de gustar a Guanajuato, que se pirraba por
las galletas y los barquillos que le daban los niños y mayores que visitaban el
lago. Otros eran esquivos y rehuían a los hombres, pero Guanajuato era un pato
doméstico y se sentía cómodo con aquellos extraños seres sin plumas.
Así que dormía hasta que el parque se
encontraba lleno de personas dispuestas a alimentarlo. Salía de su escondite,
estiraba las patas y las alas para desentumecerse, y se lanzaba al agua, lo que
le provocaba un refrescante cosquilleo en el vientre que terminaba de
despertarlo.
Con sus portentosos pies, que eran
propiamente unas aletas, nadaba veloz y alegre rumbo a la orilla donde solían
colocarse los humanos, tras un pequeño muro de piedra que evitaba que estas
criaturas tan raras, que ni podían volar ni se desenvolvían del todo bien en el
agua, se cayeran y terminasen empapadas. Cuando ya se había saciado, cruzaba el
lago y se internaba en una playa resguardada de la presencia del hombre, donde
se pasaba el resto del día descansando, hasta que al caer la tarde regresaba a
su casita de piedra. Aunque en el parque nunca faltaba gente, determinados días
de la semana, casi siempre los últimos, eran los que ofrecían mayores
visitantes, por lo que era cuando Guanajuato se pegaba un gran festín, a pesar
de los engreídos cisnes que se entrometían con su fascinante y largo cuello
para dejar a dos velas a los pobres patos.
De todos modos, era en verano cuando mejor le iban las cosas.
La cantidad de niños se multiplicaba,
los días eran más largos y tenía más tiempo para retozar con esos pequeños que,
además, tenían la costumbre de recorrer el estanque en una barca llamada ‘La
Paloma’, comandada por un señor dicharachero tocado siempre con una blanca
gorra de capitán. Disfrutaba de una vida tranquila, y por nada del mundo
renunciaría a ella.
No obstante, aquel no era un día de
verano, sino de finales de otoño y, como otras veces, había llegado un grupo de
patos frisos que huían de las bajas temperaturas de donde vivían.
En una época en la que el alimento
era menos abundante, esos intrusos venían siempre a molestar, y a Guanajuato no
le hacía ninguna gracia.
Después de cumplir con su ritual
mañanero, se marchó hacia su querida playa, pero en su sitio preferido, se topó
con una impertinente pata frisa que, por lo visto, no era consciente de que
invadía un territorio ajeno.
Maragata, la pata, era una hermosa
hembra de plumaje pardo, con espejuelo rosado en las alas, cuello y abdomen
blancuzcos, cabeza grisácea y un sugerente pico negro. Lo único que tenía en
común con Guanajuato, cuyas plumas poseían una monótona tonalidad blanca en
todo su cuerpo, eran sus pies, del color de las naranjas.
La amabilidad no era una
característica destacable en Guanajuato y, como era de esperar, echó a la pobre
ave fuera de la playa.
Sin embargo, pronto empezó a sentir
remordimientos por su actitud, y se ofreció a enseñarle el estanque y a
acompañarla a la hora de visitar a los humanos que tan ricos barquillos
regalaban.
Transcurrieron las semanas, las
nieblas dieron lugar al hielo, el hielo a la nieve, la nieve a la lluvia, la
lluvia al buen tiempo y, al final, Guanajuato y Maragata se hicieron amigos.
Entonces, el pato Guanajuato se dio cuenta de que nunca más podría respirar sin
la pata Maragata y de que su anterior vida carecía ya de sentido.
Ahora, todos los días salían juntos a
explorar aquel vergel, a mezclarse entre la gente por las aceras, a subirse con
los niños en los columpios, a picotear las pintorescas estatuas y bustos
diseminados en inhóspitos rincones, a espantar a los gatos que acechaban a los
indefensos polluelos o a parpar junto a los esmerados jardineros para hacer más
agradable su faena. Pero también esa peligrosa curiosidad de la pata le daba
más de un susto, como cuando se adentraba por el pequeño canal que salía del
lago y que no se sabía muy bien adónde conducía. A pesar de todo, ahora sí
Guanajuato se sentía completo.
Lamentablemente, el invierno pasó, y
Maragata regresó con los suyos a casa, al estanque de un lugar llamado Hyde
Park, situado en una isla más allá del mar.
Aquella primavera, Guanajuato se la
pasó cual alma en pena, recorriendo los lugares donde habían estado juntos,
como el canal, los caminos en los que se burlaban de los pavos reales y de las
insulsas palomas, las fuentes sobre las que paseaban cuando el frío helaba sus
aguas…
Su mejor amigo, el pato Macchiato, lo
trató de convencer de que ella volvería al invierno siguiente, pero nada lo
consolaba. ¿Y si no volvía? Tal vez su familia eligiera otro parque para pasar
los meses más gélidos. Podía ocurrir que nunca la volviese a ver, que ella
conociese a otro pato más divertido y menos perezoso, y que lo olvidase para
siempre.
La sola idea era insoportable, mas
estaba atado al estanque, pues no conocía otro lugar del mundo, que para él se
acababa en ese jardín bautizado con razón Campo Grande.
Entonces vio sus alas, y comprendió
que, a diferencia de los bizarros humanos, podía volar y desprenderse de
cualquier atadura. No estaba enjaulado como otras aves que había visto en las
pajareras del parque. Él era libre.
Habló con otros patos más viejos y sabios, y se informó de cómo podía llegar hasta Hyde Park. Finalmente, cuando ya lo tenía todo preparado, se impulsó con sus aletas por el agua a gran velocidad y, en el momento preciso, extendió sus alas, comenzó a batirlas, realizó un último esfuerzo, y su cuerpo salió del agua, volando hacia la felicidad.
Habló con otros patos más viejos y sabios, y se informó de cómo podía llegar hasta Hyde Park. Finalmente, cuando ya lo tenía todo preparado, se impulsó con sus aletas por el agua a gran velocidad y, en el momento preciso, extendió sus alas, comenzó a batirlas, realizó un último esfuerzo, y su cuerpo salió del agua, volando hacia la felicidad.
Juan Martín Salamanca |
Una extraordinaria historia romántica entre animales, que refleja en parte una vida, cuando no importa la distancia sino el deseo de estar junto al amado. Gracias Juan por compartir. Y espero que estés pronto de vuelta con nosotros.
ResponderEliminarGracias a ti por todo, amigo Carlos. Un abrazo muy fuerte.
Eliminarcunado te das cuenta del amor recíproco nada es lo mismo. buen relato.
ResponderEliminarCristian
Muy buen relato, del amor y otros asuntos en la distancia. Felicidades Juan. Que te vaya bien
ResponderEliminarAi Dios, me encantò este cuento, maravilloso, puede catalogarse como literatura infantil y sin embargo, tambièn es una amena e interesante lectura para adultos porque se compagina con el amor humano y todo lo que se puede hacer para alcanzar y no perder a la pareja. Linda descripciòn de los ambientes, de la rutina del pato, un placer leerte.
ResponderEliminarTRINA
bonito relato, y al final de cuentas vio que era libre para hacer de su vida lo que él quiera! Saludos!
ResponderEliminarJuan,bonita fábula. Mientras la leía me venía a la cabeza la canción "LIBRE" de Nino Bravo. Se te extrañará por aquí. Un abrazo y muchos éxitos.
ResponderEliminarPero que bonito, me ha encantado, nunca dejas de sorprenderme. Un abrazo y mucha suerte y éxitos.
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