Me
llamo Lourdes. He vivido en París los últimos 25 años de mi vida; allí me casé
y tuve 2 hijos. Aprovechando un fin de semana, he vuelto al pueblo que me vio
nacer y donde conocí al hombre, entonces niño, del que me enamoré locamente:
Cristian.
Cuando cumplimos los 20 años, nos fuimos a
vivir juntos. Encontramos trabajo en una brigada forestal que ejercía su labor
en los hermosos Jardines Secretos. Éstos habían acogido, cuando éramos niños,
nuestros primeros escarceos amorosos.
Cristian sufría depresiones agravadas por
el consumo de drogas. El amor incondicional que le profesé no fue suficiente
para evitar la dinámica autodestructiva en la que entró. El día que me propinó
una bofetada, al cabo de una convulsa convivencia de 5 años, hice las maletas y
me marché: hasta hoy.
El reencuentro con mis padres ha sido muy
emotivo. Después, para aliviar la tensión, hemos salido a pasear por el pueblo
y conversar con algunos amigos y conocidos.
Por la tarde me dirijo a los Jardines
Secretos. El aroma melancólico de la tierra mojada me trae al recuerdo mi infancia.
Aflora en mi pensamiento aquella sombra titilante proyectada por el árbol
umbrío —refugio y hogar de nuestros juegos clandestinos—.
Busco la sombra pero no la encuentro. Era
un lugar apartado —bucólico — donde los sueños dormían. Allí, el tiempo
languidecía en el ocaso (quietud voluptuosa subyugando las almas cándidas, los
corazones rotos…); y una mirada anhelante perseguía la luz ambarina que
impregnaba los árboles, las plantas y el semblante risueño de Cristian.
He oído rumores; dicen que en la puesta de
sol que precede a cada luna llena, Cristian busca —también— la sombra titilante
en los Jardines Secretos.
El domingo por la mañana acompaño a mis
padres a misa. Cuando salimos de la iglesia, me encuentro con el padre de
Cristian. Me pregunta por mi exilio voluntario y le relato brevemente los
hechos más trascendentales. Pero me muero de impaciencia por saber algo de él.
—¿Cómo está Cristian?—le pregunto.
—Está en el Sanatorio—le cuesta expresarse
y agacha la cabeza—. No… no está bien.
Le cojo de la mano y aprieto los dientes
con todas mis fuerzas para no llorar.
Al atardecer me encamino hacia el
Sanatorio. Cuando entro en el recinto, paseo por un sendero de grava que bordea
la residencia. Observo a un hombre sentado en un banco de piedra. Lleva puesto
un pijama azul. Tiene el cabello greñudo y blanco; el sur de su cara lo cubre
una poblada barba canosa con manchas de color sepia en la perilla y en la punta
de los pelos del bigote. Está fumando y encara la vista hacia las montañas de la
Sierra. De repente, parece percibir mi presencia y se gira: es él.
El corazón me palpita con fuerza. Nerviosa,
se me cae el bolso al suelo, volcándose su interior. Cristian se levanta, se
acerca y me ayuda a recoger los objetos caídos. Cuando nos levantamos, me
acaricia una mejilla y me besa en la frente; veo en sus ojos mil tormentos
inconfesables. Entonces se aleja. Le sigo con la vista hasta que lo pierdo
cuando gira por un vértice del vetusto edificio. El crepúsculo de fuego
confiere una atmósfera irreal al entorno. Cubro mi rostro con las manos y me
echo a llorar desconsoladamente. Soy consciente de la futilidad de la vida,
pero, también, de la realidad opresora e inapelable del dolor.
Cuando despega el avión que me lleva de
vuelta a París, abro el bolso para coger un libro y encuentro un sobre oculto
entre sus hojas. En el anverso —del sobre— está escrito “El secreto del
jardín”. Lo abro, con las manos temblorosas, y empiezo a leer:
—¿Te acuerdas de nuestro escondite,
Lourdes?—.
—El misterio de su alma es la eterna
alquimia del poeta de la Naturaleza; un día creí descubrirlo —el misterio—
pero tropecé con el palíndromo ininteligible de sus sombras y volví a la más
sabia de las decisiones: libar con su belleza.
—Los Jardines Secretos me tienen preso en
el centro del enigma. ¿Me rescatas?—.
—No puedo, Cristian—digo en alto, inconscientemente,
mientras las lágrimas me caen en cascada.
FIN
Una nota trágica en un día del amor, muestra de que el sentimiento no todo lo puede ante la locura de la adicción. Gracias Cristian por tus palabras.
ResponderEliminarGracias Carlos.
EliminarCristian.
Sencillo, bonito ,claro pero profundo. Me gusta desde mi ignorancia.
ResponderEliminarK8.
Gracias K8. Yo tambien parto desde mi ignorancia.
EliminarCristian
El drama y la vida siempre de la mano. Un saludo
ResponderEliminarGracias Faustino. Es cierto, drama y vida...simbiosis inexorable.
EliminarCristian
Un relato profundo y muy emotivo donde la droga trajo un camino dificil a la paraje llevandolos un desenlace trite.
ResponderEliminarGracias Efrain.
EliminarCristian
TRISTE, CONMOVEDOR RELATO, atrae desde el principio al fin y es una viva demostraciòn de la veracidad del adagio que reza: a veces, puede mas el vicio que el juicio y por èl, se pierden tantas cosas y se hace sufrir a los demàs. Felicitaciones por la excelente redacciòn, la secuencia de ideas, la temàtica abarcada que pareciera una historia real, se podrìa deducir que es el producto de la propia experiencia y vivencias.
ResponderEliminarTRINA
Nada se escapa del recuerdo, interesante relato, aunque a mi parecer abría que afinar algunos de talles, Saludos!
ResponderEliminarWow, qué fuerte! Me ha encantado el relato, pero sobre todo la sanidad de Lourdes para no sucumbir ante ese amor enfermo. Bien por ella, porque no todos tienen esa valentía oara decir "Basta, elijo quererme aunque esté sola". Lo que se dice: una mujer con ovarios. Felicitaciones, Cristian.
ResponderEliminarme ha gustado mucho, muy conmovedor además de triste pero genialmente relatado. Un abrazo
ResponderEliminarQué historia tan triste y cómo refleja la realidad del consumo desmedido de drogas... Una historia para reflexionar, me ha gustado,
ResponderEliminarMaría José Cabuchola Macario