Era la cuarta clase que tenía que dar
esa mañana. Las tres primeras me habían dejado ya los nervios destrozados. Ese
día habría deseado estar en cualquier parte que no fuera el Instituto. No tenía
ganas de explicar las funciones del adverbio a los de primero, ni de comentar
las picardías de Lazarillo de Tormes con los de segundo. Apenas si contaba con
la voluntad necesaria para introducir nociones de gramática generativa en los
grandullones de cuarto. Cuando sonó el timbre, estaba tan a gusto conversando
con el bedel sobre bueyes perdidos, que me habría quedado con él el resto del
día. Pero me esperaban los salvajes de tercero.
Como no me sentía con fuerzas de
iniciar un tema nuevo, decidí que practicaran el análisis sintáctico, que buena
falta les hacía ante la inminencia de los parciales. Así que les dicté las
largas y rebuscadas oraciones y les pedí que iniciaran el análisis. Todos se
pusieron a escribir. Yo volví a mi asiento y me dispuse a preparar los
promedios del trimestre.
Un murmullo risueño me llamó la
atención. Venía, como siempre, de la parte de atrás del aula. Así que me puse
de pie y miré con el gesto más inquisidor que pude. El silencio reinó
enseguida. Volví a mi mesa, pero volvió a suceder. ¡Paciencia! Tendría que
trabajar en casa por la noche con las notas, anular la salida al cine que tenía
prevista... Ahora tocaba pasearme otra vez por los pasillos entre los pupitres
como un vigilante, algo que odiaba hacer y que poco tenía que ver con la lengua
y la literatura.
En cuanto mis alumnos notaron que me
levantaba y comenzaba a caminar, algo confuso y atropellado estalló en ese
sector de la clase. Algunas chicas se reían, un muchacho de la última fila le
dio una palmada en la espalda al de adelante y, de pronto, un papel doblado muchas
veces cayó al suelo.
Cristina Landó se agachó para
recogerlo como impulsada por un resorte, pero yo llegué justo a tiempo de
apoyar mi pie derecho sobre el misterioso papelito, y estuve a punto de pisarle
la mano a la pobrecilla. Entonces ella volvió a sentarse y estalló en sollozos
desesperados. Todos dejaron de escribir. El descontrol era absoluto. Sólo eso
me faltaba para completar el maldito día.
Introduje el papel en el bolsillo de
mi chaqueta y, sin leerlo, pregunté qué era. Nadie respondió. Cristina seguía
con el rostro escondido entre sus brazos cruzados sobre la mesa. Las
vibraciones convulsivas de su espalda me indicaban que seguía llorando, y no
había manera de calmarla. Así que ordené a la clase que continuara con el
trabajo y todos, menos ella, volvieron a sus libretas. Imaginaba el contenido
del papel, no era la primera vez que encontraba en el suelo ingenuas
obscenidades dibujadas o escritas. Pero, ¿por qué estaba tan afectada esa
muchacha? Seguramente, en esta ocasión se trataría de algo referente a ella con
algún chico y le daba vergüenza que yo me enterara.
Pensaba en todo esto mientras le
acariciaba lentamente la cabeza intentando calmarla, y para que notara que no
estaba enfadado y que no pensaba castigarla. Sólo esperaba que se tranquilizase.
Por fin alzó el rostro y me miró. Sus
enormes ojos verdes nadaban en lágrimas que resbalaban a chorros sobre su
rostro. Parecía que iba a calmarse, cuando el llanto volvió a atacar con más
fuerza. Con las mejillas ardiendo, me pidió permiso para salir. Le dije que sí,
que fuera al lavabo, se lavara la cara, respirara hondo varias veces y que
después hablaríamos. Me miró de un modo extraño y salió del aula.
Volví a mi sitio y, una vez hube
comprobado que el orden volvía a reinar, saqué el papel misterioso de mi
bolsillo, lo desdoblé y lo miré. No encontré dibujo alguno, ni palabrotas ni
corazones ni nada por el estilo. Unas letras pequeñas y redondas lo surcaban
minuciosamente.
“Amor
mío:
Te
adoro desde el primer instante en que te vi. Mi corazón da un vuelco y me quedo
muda de emoción cuando me hablas, cuando me miras. Sueño cada noche que me
besas y me rodeas con tus brazos desnudos, que imagino fuertes y viriles. Yo me
dejo besar por ti a la luz de la luna y nos miramos a los ojos con mucha
profundidad. El sueño es tan hermoso que querría no despertarme nunca.
No
me atrevo a decirte que te amo con locura porque te burlarías de mí o, peor
aún, me tendrías lástima. Mi miedo más grande es que todos en la clase se
enteren y se rían a carcajadas de mí. No podría volver al colegio. Quizás hoy
me atreva a entregarte esta carta que no es la primera que te escribo, pero
sólo lo haré si nadie se da cuenta. Sólo entonces, cuando la hayas leído, te
miraré a los ojos como en el sueño, y adivinaré por tu mirada la respuesta. Si,
como supongo, no correspondes a mi amor, me mataré, porque te quiero más que a
mi vida.
Cristina
Me sentí enternecido y consternado.
¡Qué trágicos podían llegan a ser los adolescentes! El asunto parecía ser más
grave de lo que había pensado. ¿Qué podía hacer yo? No iba a traicionar una
sensibilidad tan delicada preguntando a la clase en pleno de quién estaba
Cristina tan enamorada, pero el chico al que iba dirigida la carta tenía que
saberlo. Una idea negra que cruzó por mi mente me borró la sonrisa complaciente
de adulto que está de vuelta de todo: a esa edad uno es capaz de hacer
cualquier locura por amor.
Una gran inquietud se apoderó de mí y
salí corriendo de la clase. Tenía que hablar con Cristina cuanto antes y
hacerla entrar en razón, no podía dejarla sola en ese estado. Crucé el patio a
largas zancadas y entré en los lavabos. No había nadie. ¿Dónde podría haber
ido? Noté algo extraño en el espejo, y supe en el acto que la chica había
estado allí. Estaba todo cubierto por una pátina de jabón. Había algo escrito
en el espejo y traté de descifrarlo. Horrorizado, comprendí. Eran las letras
que formaban mi apellido. Mi apellido en
grandes letras de jabón destrozado.
Recordé su verde mirada bañada en
llanto, mi mano intentando confortarla con caricias como si fuera mi propia
hija, sin imaginar siquiera que pudiera ser yo el objeto de tan sublime y
obsesivo amor...
Regresé a la clase, nervioso y
asustado, con la secreta esperanza de encontrarla en su sitio y que semejante
despropósito jamás hubiese ocurrido, un vano engaño de los sentidos a causa del
agotamiento. Tal vez para mi apasionada alumna esto fuera un sueño de amor,
pero para mí significaba una horrible pesadilla. Ella no estaba en el aula, y
treinta miradas expectantes se posaron en mi rostro y en mis manos temblorosas.
Volví a salir disparado, siguiendo un impulso, esta vez hasta la puerta de
entrada del colegio.
En la esquina, unas cuantas personas
se amontonaban curioseando en la confusión que creaba la llegada de una
ambulancia con su sirena estridente. Me abrí paso entre la gente como un
autómata. Cristina estaba en el suelo, inconsciente y sangrante. Los médicos
que le administraban los primeros auxilios preguntaron si alguien la conocía.
Yo respondí, espantado: “Soy su profesor”. “Se pondrá bien, ya reacciona.”,
dijeron. “Se ve que ha cruzado corriendo y sin mirar, ¡ay, esta juventud!”,
comentó una señora. Llamé con mi móvil a dirección, para que avisaran a la
familia de Cristina del accidente.
La romántica carta de amor aún me
quemaba en el bolsillo y, sin pensar, la saqué, encendí una de sus puntas con
el mechero y la tiré a la alcantarilla viendo cómo se consumía.
No volví al colegio ese día, en realidad no volví nunca más. Estuve dos meses de baja por depresión y luego acabó el curso. A partir de ese desafortunado incidente, cambié de trabajo. Ahor me dedico a enseñar en escuelas para adultos.
Wow, que lindo y que fuerte a la vez. Igual, ya no creo que queden de esas adoelscentes romanticas; hoy son todas bastante audaces y no dudan en ser ellas las acosadoras de los profesores. Enhorabuena! Gontxu
ResponderEliminarGracias, Gontxu! un abrazo...
EliminarLa tragedia de un amor prohibido. A esa edad todos somos especialmente sensibles, sin embargo el acto afectó tanto al profesor como a su desempeño profesional. El final trágico le da un sabor conclusivo, pero desesperante porque esa clase de amores es imposible. Gracias Yoly por compartir.
ResponderEliminarGracias por tu comentario, Carlos. Me gusta mucho tu comentario. Un abrazo.
EliminarYoly
Es que los adolescentes tienen su aquel,te lo digo por experiencia. Muchos casos de estos se han dado,y es normal que el profesor no sepa como actuar; pero la realidad es que es una cosa que entra dentro de lo normal, de la admiración se puede pasar al amor con facilidad.
ResponderEliminarMuy bien relatado
Un saludo
Muchas gracias, Carmen. Sí, son muy intensos los sentimientos adolescentes. Y lo de enamorarse de los profesores es todo un tema. Es cierto que de la admiración al amor hay un paso. Obviamente en el relato hay una exageración total, pero yo solía enamorarme de los profes a los que más admiraba. Se me confundían los sentimientos. y eso hacía que esperara sus clases con fruición.
EliminarAbrazo.
Muy buen relato.
ResponderEliminarCristian
Gracias, Cristian. Me alegra que te haya gustado.
EliminarUn abrazo.
Trágico hay una película que toma este tema, al final la chica termina por suicidarse, un problema un tanto común y tocado ya por la literatura y el cine. Saludos
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