En el cruce de las calles de Santa Mónica con Montserrat, veo a unos cuantos travestís y transexuales ofreciendo sus servicios. Se lanzan sarcasmos entre ellos, bromas gastadas y corroídas como el pavimento de la acera —repiqueteado interminablemente por tacones imposibles en las frías noches de invierno—.
Empieza
a llover. Me resguardo bajo un portal y enciendo un cigarro. En frente está el
Bar Pastis: un pequeño bistró que evoca la esencia de la bohemia artística y
picaresca de los antros portuarios de Marsella.
Las
manos me tiemblan.
—¡Tranquilízate!—me
digo—. Un solo trago y estás jodido.
Una
mujer, que debe rondar los 50 años, se detiene ante mí.
—¿Te
has perdido?—me pregunta.
Viste
con elegancia: como si viniera de disfrutar una agradable velada en el Liceo.
La geografía de su cara está cubierta por un exceso de maquillaje para paliar,
supongo, los estragos causados por el tiempo. En su mirada: mil vidas.
—No
quiero mojarme—contestó.
Se
pone a mi lado, saca del bolso una pitillera de plata y extrae un cigarrillo.
—¿Me
das fuego?—me solicita.
Fumamos.
El humo de los cigarrillos se desvanece, poco a poco, en el haz de luz
proyectado por la farola.
La
calle se empieza a animar. Eternos mirones buscando saciar el hambre, nunca
saturada, de su libidinosa mirada. Puteros que acarician con la mano, dentro
del bolsillo, la piel de su cartera, mientras negocian o regatean el precio
necesario para satisfacer su deseo, su fantasía, su aberración… Un par de
turistas extraviados preguntan a un chulo de “rompe y rasga” por un buen
restaurante.
—¡Sí,
claro! En el dedo de Colón han puesto un restaurante giratorio; desde allí se
puede ver toda la ciudad— les dice en tono sarcástico, ¡el desalmado!
Las
carcajadas de los travestís aún resuenan cuando los “guiris” giran por Las
Ramblas en dirección a la estatua de Colón.
Pasa
un Fiat Punto rojo con cuatro jóvenes dentro; uno de ellos asoma medio cuerpo
por una de las ventanillas y le asesta un sonoro manotazo en el trasero de un
transexual.
—¡Vete
a tomar por el culo! ¡Maricón!—grita éste furioso, mientras destroza su
paraguas al golpear con saña el vehículo.
La
mujer misteriosa entrelaza un brazo con el mío.
—¡La
vida es una mierda!—sentencia—. ¡Invítame a un trago!
Siento
el dolor ante la imposibilidad de expresar... de definir el tormento. Siento el
vacío que precede al caos. Me estremezco ante la inevitable consecuencia: la
cruel abstinencia cebándose en un ser que declina, que pierde defensas, que ya
no ve tan claro un futuro donde expiar los errores; un mañana donde lamer las
heridas, con calma, provocadas por el remordimiento. ¿Para qué engañarse?
—Vamos—digo,
entregándome como Fausto.
Sin
soltarnos del brazo, cruzamos la calzada y entramos en el Pastis.
El
dueño del local, Marcel, habla con un cliente en la barra. Al vernos, nos
saluda con un vago gesto.
—¿Te
has perdido?—me pregunta.
La
mujer y yo nos miramos con complicidad y reímos (es la segunda vez en diez
minutos que me preguntan lo mismo). Nos sentamos en una mesa del fondo: en un
rincón. Entretengo la vista observando algunos de los múltiples detalles o
reliquias que forman el conjunto decorativo abigarrado, pero acogedor, del
pequeño bistró.
—Me
llamo Sofía.
La luz tenue de las velas la favorece. De
repente, me parece bastante atractiva.
—¿Qué
quieres beber, Sofía?
—Lo
mismo que tú.
Pedimos
cervezas, brindamos y nos las bebemos en un par de tragos sin soltar palabra.
En
la mesa de al lado, un tipo barbudo con aspecto bohemio saca un cigarrillo de
un paquete de Gitanes.
—¿No
sé a dónde vamos a parar? ¡Nos van a prohibir, incluso, tocarnos los cojones!—exclama
indignado. Se levanta y sale a la calle.
—¿Otra?
—pregunto a Sofía.
Me
incorporo sin esperar su respuesta, y voy a por dos cañas.
En
la barra, Marcel discute con un personaje que me recuerda a Toulouse Lautrec.
Beben Ricard. El tipo —Toulouse— está bastante exaltado.
—“Milord”
es la mejor canción de Edith Piaf—vocifera.
Marcel
me guiña un ojo mientras me sirve las cañas. El reloj de pared marca las diez.
Los dejo con su discusión, y vuelvo a la mesa con las cervezas.
—¿Aún
no me has dicho cómo te llamas?—indaga.
Le
digo mi nombre.
—Pareces un buen tipo—dice.
—Gracias, pero dicen que las apariencias
engañan.
—Las
apariencias, quizás, pero tú no.
Apuramos
las birras de un trago.
El
tipo barbudo vuelve a su mesa, saca un bolígrafo de un bolsillo de su roída
americana a cuadros, y empieza a dibujar en una servilleta de papel.
—¿Vamos
a fumar?
Sofía
asiente y coge su bolso. Salimos a la calle. Cuando sujeto la puerta para dejar
paso a Sofía, basta un pequeño gesto leve con la mano para que Marcel vaya
preparando otra ronda.
Sigue
lloviendo. Los pitillos, que fumamos, son insuficientes para llenar el vacío
inquieto que nos ha dejado la privación forzosa. Prendemos otros y los
saboreamos en silencio, mientras contemplamos como las gotas de la lluvia
rompen en los charcos, distorsionando reflejos de luces nocturnas; esta visión
me induce a una placentera y sutil hipnosis.
De
repente, una fugaz sombra pasa velozmente por delante.
—¡Al
ladrón!—grita una mujer.
La
sombra es un chorizo que corre despavorido hacia Las Ramblas con un bolso en la
mano.
El
hechizo se ha desvanecido. Taciturnos, lanzamos las colillas en un charco y
entramos en el local.
Las
cervezas esperan solitarias sobre la barra.
—¡Attendez!—sugiere,
Marcel— ¡Así no se bebe una cerveza!
Sofía
se sienta en un taburete, mientras Marcel resucita las cañas con un “toque” de
grifo. Suena una canción de Piaf.
—Es
la noche que Edith Piaf se desplomó, ante su público, en el Olympia de París—dice
Toulouse, con un dedo en alto señalando un lugar imaginario del cual —parece
ser— proviene la música. Emocionado, cierra los ojos y canta.
—¿Quieres
ir a la mesa?—le pregunto a Sofía.
—Estoy
bien aquí—contesta.
Vemos
reflejada nuestra imagen en un gran espejo situado junto al botellero; nos
echamos a reír.
—Parecemos
personajes de una película de Fellini —dice Sofía—. Además, te pareces a
Marcello Mastroianni.
Estallo
en una carcajada.
Una
joven que surge, repentinamente, de una mesa apartada y poco iluminada, se acerca
a la barra tambaleándose.
—¿Tienes
un cigarro, guapo?—me pregunta.
Le
doy un cigarrillo; lo coloca voluptuosamente entre sus labios, y mira de reojo
a mi acompañante. Sofía la ignora. El bohemio barbudo se levanta, pide otro
pastis, y abre la puerta disponiéndose a salir.
—¿Quieres fuego?—pregunta, bajo el dintel, a
la joven.
Salen
juntos a la calle.
—¡Vamos
a una mesa!—ordena Sofía.
Vacío
mi vaso.
—¿Qué
quieres beber?—digo.
—Ya
te lo he dicho. Lo mismo que tú.
Observo
cómo camina hacia la mesa, chasqueo la lengua, satisfecho, y pido dos Ricard a
Marcel.
—La
vida te supera, ¿eh?—me advierte Marcel.
Asiento
con la cabeza mientras echo un vistazo al maldito reloj de pared: son las once
menos diez.
—No
lo soporto…—dice Sofía, cuando vuelvo a la mesa.
—¿A
qué te refieres?—pregunto.
—¡Una
chica tan joven…!
—¿La
conoces?
—¡Qué
importa? Conozco a montones de chicas como ésa, y casi todas acaban mal.
Marcel
aparece con el Ricard. Llena dos vasos y deja una jarra de agua con hielo sobre
la mesa.
—Puedes
dejar la botella—le sugiero.
—¡Santé!—dice
Marcel, antes de esfumarse con la bandeja vacía.
La
puerta del bar se abre y entra en escena el bohemio: solo. Se acerca a
Toulouse, que sigue cantando, le pasa un brazo sobre el hombro, y acaban a dúo
“La Vie en Rose”. Los ojos de Sofía se nublan. Marcel sonríe, melancólicamente,
con el codo en la barra y la cabeza descansando sobre la palma de la mano.
—…Mon
coeur qui bat…
Suenan
las últimas notas del piano; el público del Olympia, emocionado, ovaciona a
Edith Piaf.
Marcel
revisa su colección de vinilos mientras el disco sigue girando, rasgado, sin
piedad, por la aguja del cabezal; a pesar de ello el silencio es denso.
Entonces,
la puerta del bar se entreabre y asoma la cabezota de un “pinta”.
—¿Qué
pasa? ¿Se ha muerto alguien?
Mira
hacia cada uno de los presentes, esperando que alguno se ría de la gracia. Una
ráfaga de viento se cuela dentro del local, y hace volar la servilleta de papel
donde el bohemio había esbozado un dibujo. La mirada que el bohemio lanza al
cabezota es, en sí misma, "todo un poema".
—¡Vaya
nochecita!—insiste el pinta, echando un fugaz vistazo a la calle.
—¿Vas
a entrar o te quedas ahí mirando la lluvia?—pregunta Marcel, impaciente.
—¡Venga,
ponme un chupito! ¡A ver si se me pasa la tontería!—dice el pinta, disipando
las dudas.
Marcel le sirve un chupito en la barra y el
cabezota se lo traga atropelladamente.
—¡Joder!
¿Esto qué es? Parece de garrafón.
Dirige
la mirada hacia la botella de Pernod que preside nuestra mesa, y sonríe.
—¡Ya
veo que por aquí solo se bebe anisete! ¡Venga, ponme a mí, también, uno de
esos!
Marcel
elige un disco de Jaques Brel; el ambiente se relaja con la música. Después se
acerca al “pinta”, que sigue de pie, le sirve un pastis, y deja una jarra de
agua junto al vaso.
—¿El
agua es para la resaca, o qué? -el cabezota suelta la chanza, risueño, y luego
mira a su alrededor para averiguar si hemos calado su ironía.
Marcel,
derrotado, atiende otro menester.
—Voy
al servicio—le indico a Sofía.
—¡Ni
se te ocurra! Si me dejas sola, ese tío nos amarga la noche—dice, señalando con
la cabeza al chistoso—. ¡Vámonos!
—¿A
dónde?—le pregunto, mirando de refilón la botella.
—A
mi casa. Vivo cerca de aquí.
Me
acerco a la barra, y le pido la cuenta a Marcel con un gesto de la mano. Cuando
pago, Marcel me lanza una mirada, en la cual descubro la expresión astuta del
que ha librado mil batallas portuarias; las arrugas en la piel de su cara son
surcos labrados por un sinfín de experiencias que ha padecido, asimilado, encajado
y, por necesidad, transformado en un temperamento versátil y adecuado con el
fin de afrontar las numerosas trampas que surgen, día tras día, en un bar del
Barrio Chino.
Pero su mirada, también, previene de los fantasmas que me acechan.
Pero su mirada, también, previene de los fantasmas que me acechan.
—¡Sí!
Lo sé—le digo.
Cuando Sofía y yo cruzamos el bistró para salir, el bohemio asiente un par de veces con la cabeza a modo de despedida. Toulouse, afectuoso, nos estrecha las manos. El “pinta” se agacha por detrás de Sofía, provocando el asombro de todos, y recoge una servilleta de papel que se había quedado pegada en el tacón de uno de los zapatos de la mujer.
Cuando Sofía y yo cruzamos el bistró para salir, el bohemio asiente un par de veces con la cabeza a modo de despedida. Toulouse, afectuoso, nos estrecha las manos. El “pinta” se agacha por detrás de Sofía, provocando el asombro de todos, y recoge una servilleta de papel que se había quedado pegada en el tacón de uno de los zapatos de la mujer.
—¡Vaya!
Parece ser que tenemos un Picasso entre nosotros—dice el cabezota, tras echar
un vistazo al dibujo.
El
bohemio rechina, casi imperceptiblemente, los dientes.
El
endemoniado reloj marca las once y veinte.
—¡Adieu!...
Cae
una tormenta sobre las calles, que ya no son calles: son arroyos que arrastran
los residuos de la lujuria. Tengo los sentidos aletargados hasta que el aroma
indescifrable de las aceras mojadas me devuelve a la cruda realidad. Sobre la
calzada discurre un río, metáfora de la vida, indiferente a los anhelos y la
desesperación de algunas almas en pena: y en vilo. Lo demás son cuerpos
yacentes y rendidos a un sueño liberador que mitiga la angustia causada por
soportar una existencia absurda y vana.
Un
rayo inunda de luz la noche, como si fuera un foco de proyector iluminando un escenario
vacío; un flash que retrata la expresión triste y sombría de Sofía tras sentir
la vulnerabilidad que rezuma de cada uno de mis poros.
Se
quita los zapatos y, sin perder la compostura, camina sobre los charcos.
Dubitativo, enciendo un cigarrillo y observo cómo se aleja. Cuando está a punto
de girar por una esquina, se da media vuelta.
—Puede
salir bien -dice esperanzada. Está totalmente empapada y el cabello le cae,
apelmazado, sobre los hombros.
Espera
mi respuesta con la cabeza echada hacia atrás, pero sólo recibe como respuesta
el estruendo ensordecedor de un trueno. Alzo la vista, hacia el cielo teñido de
malva, en espera de alguna señal, y cuando dirijo la mirada, de nuevo, hacia
Sofía, me golpea su ausencia.
Me
pierdo entre sórdidas callejuelas, sintiendo un dolor punzante en el velado
rincón donde se alojan las emociones.
La noche se cierne, amenazante, sobre mí.
Un relato intenso en la sordidez de un mundo que pocos conocemos de antemano. El juego del filtreo y el abandono danzan de forma interminable hasta el final sorpresivo (pero lógico) del relato. Muy bueno, Cristian.
ResponderEliminarGracias Carlos
EliminarGracias Carlos.
EliminarCristian
Un excelente mosaico de personajes, con su angustias y miedos que pueblan esas calles nocturnas de los barrios bajos, donde el personaje principal se rinde ante los contratiempos que imperan en su vida, se siente solo y su última compañía no puede aguantar su rendición.
ResponderEliminarMe ha gustado mucho
Un saludo
Gracias Carmen. Un saludo.
ResponderEliminarSolo en la vida tienen cabida estos pasajes. Enhorabuena. Un saludo
ResponderEliminarGracias Faustino. Saludos.
EliminarCristian.
La noche de Barcelona, poblada por seres perdidos en su propia oscuridad que se cruzan con los otros, también perdidos, con los que se encuentran y se salvan por un rato de la soledad y del vacío. Bonito y nostálgico. ¡Bien!
ResponderEliminarGracias Yoly.
EliminarCristian
Colorido y descriptivo relato de una noche en un sordido barrio de Barcelona.¡Felicidades Cristian!
ResponderEliminarGracias Hollman.
EliminarCristian