Sus
ojos, abiertos como platos, transmitían esa inquietud infantil que hace que lo
cotidiano y lo monótono se convierta, como por arte de magia, en algo bello y
cautivador.
Sus movimientos, lejos de ser pausados y medidos, eran eléctricos e impregnados por la curiosidad que provoca lo desconocido. Su hermana le había dicho, instantes antes, que los Magos de Oriente eran una invención, una de esas invenciones de los adultos que tan sólo buscan disfrazar la realidad.
De todas formas Ángel, Angelillo como lo llamaba su hermana, no era uno de esos niños a los que los acontecimientos, por extraños que parecieran, lo pudieran abrumar. “Melchor, Gaspar, Baltasar… ¿que no son reales? Laura no sabe lo que está diciendo”, se dijo para sus adentros. ¿Cómo no iban a ser reales si apenas hacía unos días él se había sentado sobre las rodillas de Melchor, su rey preferido, y éste le había regalado una bolsa llena de caramelos? Y los caramelos eran de verdad, pues mientras lo pensaba miraba de reojo la pequeña bolsa, ya vacía en esos momentos, de tan suculento manjar.
Sí, claro que existían, volvió a pensar el pequeño Ángel, puesto que aunque el “Melchor” de este año no se pareciera a su tío Manuel, tal y como recordaba del año anterior, al menos se parecía mucho al padre de su amigo Roberto, y desde luego tenía muy claro que el padre de su amigo existía de verdad ya que la tarde anterior tanto él como Roberto sufrieron una reprimenda por su parte después de que los descubriera curioseando por todos los armarios de la casa en busca de…
No, Laura no sabía realmente lo que decía, pues el mundo de los adultos nada tenía que ver con el de los niños. Ellos, los mayores, pertenecían a otra especie, a esa especie que se preocupa por todo y que no sabe disfrutar de lo más maravilloso que tiene el ser humano, y que no es otra cosa, que la imaginación.
Quizá su hermana Laura, tres años mayor que él, ya estaba contagiada de esa “enfermedad” llamada realismo, pero él, mientras pudiera, seguiría creyendo en las hadas, en los duendes y en los Magos de Oriente, a pesar de que éstos últimos se parecieran cada vez más al padre de su amigo Roberto y a su tío Manuel.
Víctor J. Maicas
Muy bonito, todos somos un poco como Ángel, preferimos cerrar los ojos a la realidad, al menos a una realidad, la que no nos gusta. Quién pudiera ver siempre todo con los ojos de un niño.
ResponderEliminarSeguiremos soñando y creyendo en las hadas y duendes sin perder la ilusión.
ResponderEliminarGracias Victor por este bonito relato. Y FELIZ NAVIDAD!!!
Un relato corto y claro, su pluma despierta refleja con prontitud y sensibilidad lo que pretende, con largueza de rasgo en su saber andar...
ResponderEliminarEs una buena reflexión para no perder al niño interior que tenemos cada quien. Muy buena Victor!
ResponderEliminarMuchas gracias a todos por vuestras palabras. Feliz Navidad y que los Magos de Oriente os traigan muchas cosas.
ResponderEliminarUna de las cosas que recuerdo negativamente en mi vida, fue el momento que alguien rompió con esa ilusión infantil de creer en lo mágico de los Tres de oriente.
ResponderEliminarEl contar de este relato, me habla de ello.
No hay más que mirar a los ojos de un niño, para encontarnos con el rostro de Ángel. Porque todos hemos tenido la mirada de Ángel en algún momento de nuestra vida. Realmente, tú eras Ángel cuando lo estabas escribiendo. Felicidades por tu relato
ResponderEliminarA veces nos olvidamos que ser niños traia la ventaja de soñar y de ver las cosas de una manera más simple. Qué envidia con Ángel.
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