- Dada la situación creada por la formación de la Comunidad de Estados Independientes, ceso en mi cargo de presidente.
Vladimir
abrió el mueble bar, tomó la botella de vodka, muy mermada ya, y se sirvió un
chupito. Como buen comunista, era ateo, pero a pesar de ello, todos los años
solía celebrar la Navidad. Sin embargo, ésta era la más amarga de su vida.
Acababa de oír por televisión la alocución de Mijaíl Gorbachov en la que
presentaba su renuncia como presidente de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas
y legaba todos sus poderes, incluidos los códigos y el maletín nuclear, a la
Comunidad de Estados Independientes, liderada por la nueva Federación Rusa de
Boris Yelstin. La URSS a la que había servido desde los dieciocho años acababa
de desaparecer. Al día siguiente, el Soviet Supremo ratificaría la disolución
del gigante rojo.
Nada de esto
había cogido por sorpresa a Vladimir. Su trabajo en la KGB le permitía estar
enterado de todo cuanto se cocía en el moribundo bloque socialista. Desde el
lunes, ya todos sabían que Gorbachov anunciaría su dimisión el 25 de diciembre,
una fecha que quedaría grabada aún más en la historia. Incluso había tenido
tiempo el día anterior de hablar con sus contactos en La Habana y en la
embajada cubana en Moscú para pasar a servir a la inteligencia del país
caribeño. Pero a pesar de ello, la defunción de la Unión Soviética hacía que de
sus ojos se escaparan lágrimas de melancolía mientras de fondo escuchaba un
quedo Kazachok proveniente de una
cajita de música con la forma de la Catedral de San Basilio.
Cuando la
música paró, le dio cuerda y echó otro trago, sin dejar de mirar con tristeza
el nombre de la ciudad grabado en su versión original, Mokba, sobre la delicada cajita. El sueño había terminado.
Se echó
encima el zamarro y se cubrió la cabeza con su enorme gorro de piel de zorro,
en el que campeaba, reluciente, la estrella roja de cinco puntas. Como miembro
de la Nomenklatura, vivía junto a su
mujer y su hijo de tres años en un coqueto apartamento de la calle Arbat, en
pleno centro. La vía estaba atestada de gente. Aunque faltaban días para la
Navidad ortodoxa y el país era oficialmente ateo, el desmoronamiento del
comunismo y la apertura hacia el exterior habían favorecido la entrada de todo
tipo de modas importadas de occidente y, en especial, de Estados Unidos. Hacía
casi dos años, decenas de miles de personas habían abarrotado la plaza Pushkin
para asistir a la inauguración del primer McDonald’s del país, y la Coca-Cola
se había impuesto entre la juventud soviética. Los comercios de esa zona habían
decorado sus escaparates con guirnaldas y lucecitas, olvidando por un momento
las terribles colas que habitualmente debían hacer los ciudadanos para adquirir
bienes de primera necesidad. También había arbolitos con bolas de colores y algún
retrato de Santa Claus, la versión estadounidense de su querido Ded Moroz. Incluso en algunos cafés
sonaban los acordes de tradicionales canciones eslavas propias de esta época
del año, mal vistas hasta hacía poco por las autoridades, que tachaban la
religión de opio del pueblo.
El
capitalismo estaba devorando el malogrado sueño de Lenin y muchos, ansiosos por
alcanzar el bienestar de occidente, paseaban por céntricas calles como aquella,
celebrando la Pascua como hacían en el Mundo Libre. Tampoco faltaba quien había
salido con las nuevas banderas tricolores de Rusia para festejar la marcha de
Gorbachov y el fin del comunismo. Sea como fuere, las calles estaban a reventar
en un ambiente de fiesta que chocaba con la morriña que sentía Vladimir.
Gorbachov no
era santo de su devoción. Al contrario. En agosto, como miembro de la KGB,
había participado en el fallido golpe de Estado que trató de derrocarlo y
devolver la URSS a la ortodoxia estalinista, pero su renuncia suponía la
desaparición del imperio soviético, el fin de la Guerra Fría, el triunfo del
capitalismo. Sus años de servicio en Moscú y en Afganistán no habían servido
para nada. Había perdido.
Estaba
borracho. El vodka empezaba a hacer su efecto y cada paso por las heladas aceras
de la avenida que lo llevaba en dirección al Kremlin se convertía en una
odisea. Pensó en su nueva vida en Cuba. No debería tener problemas para
integrarse en los servicios de inteligencia de allí, dada su experiencia en la
URSS, pero había un feo asunto que quizá lo complicara, su hermana, una
desertora.
Vladimir nació en Moscú, como sus hermanos
Iosif y Nikita, pero su hermana Dolores nació en La Habana allá por el año 62,
cuando la familia se había instalado en la mayor de las Antillas después de que
su padre fuera nombrado agregado militar de la Embajada Soviética.
Los padres de
Vladimir eran españoles. Él era un veterano del Quinto Regimiento republicano
que defendió Madrid durante la Guerra Civil y ella, una refugiada en la URSS
que dejó su Asturias natal con sólo siete años. La casualidad hizo que se
conocieran en el Moscú de finales de los 40 y que ya no separaran más. El
comandante García, cansado del clima y del carácter ruso, y desengañado del
comunismo, decidió pedir el traslado a La Habana una vez que triunfó la
Revolución. Allí esperaba vivir cómodamente con las prebendas que le otorgaba
ser un alto cargo soviético. Por eso nació Dolores en Cuba, y no se marchó
hasta cumplir los veintiuno, cuando ella y su marido se exiliaron a Miami para
vivir su particular sueño americano.
Esa deserción
podía costarle caro a Vladimir, pero él sabía lo que era soportar las sospechas
del régimen por los actos de sus hermanos. En 1980, Nikita dejó la Unión
Soviética para buscar también una vida mejor en Estados Unidos, donde pudo
continuar con sus estudios de telecomunicaciones. El éxito de Nikita determinó
a Iosif a seguir por el mismo camino y, algunos años después, dejó su puesto de
ingeniero en Lada para trabajar con General Motors en Detroit. Vladimir era el
único hermano que permanecía fiel al comunismo. Él debía su nombre a Lenin, no
lo había olvidado, pese a que sus hermanos renegaran de ser tocayos de Stalin,
Jruschov y ‘La Pasionaria’.
Vladimir
llegó a la Plaza Roja justo cuando arriaban la bandera roja del Kremlin e
izaban la enseña de la nueva Federación Rusa. Un gesto que decenas de fotógrafos
venidos de todo el mundo retrataron para la posteridad. Su mundo ya no existía,
lo de Cuba era una huida hacia delante. Resopló, frustrado, y se quedó
pensativo un rato, sin prestar atención a lo que tenía alrededor, hasta que un
bolazo de nieve lo sacó de su meditación y, unido a los efectos del licor, lo
hizo caer sobre el helado pavimento.
El niño
responsable del cañonazo se desternillaba ante el inesperado y cómico efecto
que había tenido su ocurrencia, mientras su madre lo reprendía, abochornada, y
corría a disculparse con aquel hombre. Vladimir sentía en su cara el escozor
propio del gélido bolazo que había recibido, pero no estaba enfadado. La risa
del pequeño, que no tendría más de siete años, era de lo más contagiosa.
Divertido, comenzó a reír, tímidamente al principio, y luego a carcajadas,
eclipsando al muchacho. Tan expresiva llegó a ser su felicidad, que la mujer se
alejó aterrorizada, pensando que ese tipo estaba loco.
- ¡Feliz Navidad!-. Los despidió con una voz desde la distancia, sin dejar de sonreír.
Parecía
Ebenezer Scrooge después de recibir la visita de los tres fantasmas –de niño
había leído esta obra de Dickens sólo porque la veía como una alegoría de la
lucha de clases y de la maldad de los patrones capitalistas-. Ahora era
dichoso, disfrutaba del espectáculo navideño. Una ola de calor y vitalidad
había invadido su cuerpo en esa fría tarde moscovita. Sentía deseos de vivir.
Su vida anterior se había ido al traste por culpa de Gorbachov, pero ahora
tenía la oportunidad de empezar otra nueva en un paraíso como Cuba, donde, pese
a la falta de libertad, las gentes seguirían gozando de una Sanidad y una
Educación universales, gratuitas y de calidad, lo que no podían decir en el
resto del Caribe.
Miró su
reloj. No faltaba mucho para que su mujer saliera del Teatro Bolshoi, donde había
llevado a Iván, el hijo de ambos, a presenciar una versión adaptada para su
edad del clásico navideño ‘El cascanueces’. Se fijó en un gran abeto que
adornaba la puerta de las Galerías Gum. Si Moscú cambiaba, él también.
Renovarse o morir, y la Navidad no era un buen momento para morir, si es que
existe un momento bueno para eso.
- ¡Feliz Navidad!-. Volvió a gritar, esta vez ya a las puertas del teatro, totalmente contagiado del espíritu navideño.
Al día
siguiente, mientras el Soviet Supremo acordaba su disolución, volvería a sonar
la Internacional en su apartamento de la calle Arbat, la misma que sonaría, con
acordes de salsa, una vez empezara su nueva vida en La Habana. Pero esa noche,
la familia García Santos alegraría las plazas de Moscú con un cálido repertorio
de villancicos españoles y guajiros.
Здоровье,
товарищей, и Веселое Рождеством!
Juan Martín Salamanca
Una interesante síntesis lograda en pocos párrafos, casi escatimando espacio a las ideas. Un relato sólido basado en un hombre que basa nuevas esperanzas en su segundo destierro. Objetivo difícil de lograr, pero lo hace. Y lo hace muy bien. Feliz Navidad.
ResponderEliminarMuchas gracias. En todas partes se puede uno contagiar del espíritu navideño. Feliz Navidad.
EliminarEn pocas palabras Juan, tu relato es genial. Original y por supuesto da mucho que pensar.
ResponderEliminar!FELIZ NAVIDAD!
Muchas gracias, amiga. Me alegro de que te haya gustado. Un abrazo fuerte.
EliminarEs fácil olvidar que hace veinte años el mayor exponente del comunismo desapareció como si fuese de humo. Gracias Juan porque tu relato me ha recordado ese evento importante en nuestra historia. Felicidades!
ResponderEliminarGracias, Carlos. Yo apenas recuerdo el momento porque era muy pequeño, pero siempre me ha fascinado algo que cambió el mundo y que tenemos a la vuelta de la esquina. Un abrazo.
EliminarPerdón, 21
ResponderEliminarBueno Juan, es gratificante pensar que sea cual sea la condición del hombre, un guiño a la bondad del ser humano y a la esperanza, continúa siendo posible. Gracias por brindarnos esa moraleja. Felicidades y mucha suerte en el futuro.
ResponderEliminarGracias a ti, Faustino. La idea era dar un enfoque distinto al maravilloso cuento de Dickens. Me alegro mucho de que te haya gustado. Un abrazo
EliminarAmigo Juan:
ResponderEliminarMe bebo sorbo a sorbo tus renglones,
mientras mis ojs van paso tras paso
exprimiendo el relato lentamente,
de tal forma que su húmedo latir
lo vaya degustando de manera
que mi alma lo perciba bien filtrado;
y le quede un recuerdo permanente...
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Manuel MEJÍA SÁNCHEZ-CAMBRONERO
Muchas gracias por tus palabras y por esos bonitos versos. Un abrazo compañero.
EliminarVaya relato que parece un pedazo de historia en aquella zona del mundo, por fortuna ya adaptada a los cambios.
ResponderEliminarMuy preciso Juan Martín, eres un maestro!
Muchas gracias por tus palabras, Hugo. Quizá en otra ocasión pueda contar con más detalle esos trepidantes momentos de la historia moderna de nuestro planeta. Un abrazo.
EliminarMe gusto mucho Juan... tenemos que caminar el camino el nos va llevando...
ResponderEliminarUn abrazo
M.B.R.
Muchas gracias, me alegro de que te haya gustado. Ya lo dijo Machado, caminante no hay camino, se hace camino al andar. Un abrazo.
EliminarAmigo, JUAN MARTÍN, hermoso e interesante relato que me conduce e introduce en épocas pasadas de conflictos políticos, con las consecuencias de sus desaciertos y lo que ello representa para los personajes vinculados directamente, en ellos. Felicitaciones.
ResponderEliminarTRINA