Una revista de literatura, donde el amor por las letras sean capaces de abrir todas las fronteras. Exclusiva para mayores de edad.

jueves, 21 de marzo de 2013

La costurera

            Dedicado a la mujer trabajadora.


          Simplemente porque seamos mujeres no debemos pensar que somos peores o más débiles que ellos al no estar dotadas para realizar tareas para las que ellos sí lo están.   Tampoco debemos dejar de ser justas y pensar que somos mejores que ellos por, por ejemplo, el gozoso y necesario hecho para muchas de nosotras de poder tener hijos, ni por nada relacionado con ese prodigio. Todo eso son maravillosas argucias que inventó la naturaleza con fines procreadores, incluida nuestra distinta morfología. Si en algo superamos a los hombres, es gracias a tener un cerebro radicalmente distinto al de ellos. Sin esta distinta configuración del cerebro —labrada a base de padecimiento y que arrastra también a nuestro corazón—, no hubiéramos sido capaces de soportar todo el dolor físico, pero también psicológico, al que desde que existe la raza humana hemos estado sometidas las mujeres más allá de los naturales acontecimientos que lleva aparejada la vida. Porque la verdad es que para la inmensa mayoría de los hombres hemos sido siempre un simple apéndice, alguien a quien dejar en segundo plano todas las veces que su infantil ego haya juzgado oportuno, un objeto de sus deseos, una diana sobre la que descargar los dardos envenenados de sus complejos, alguien a quien se le ha pedido virtud y sacrificio mientras ellos se entregaban al libertinaje, una madre en ocasiones cuando jamás teníamos que haber dejado de ser un igual en la diferencia.  ¡Qué culpables nos hemos llegado a sentir cuando no hemos podido salvarles de situaciones dañinas aunque nosotras no hayamos salido perjudicadas directamente! Pero, aunque ese dolor haya contribuido como ninguna otra cosa a mejorarnos,  ni debemos aprovecharnos de nuestra mayor capacidad, ni tenemos que renunciar a poner un límite a los abusos. 

Mi caso es como el de tantas mujeres. Pero tengo el deber de contároslo: yo siempre había temido a la soledad, y precisamente el día de san Juan de hace veinte años, mis amigas encontraron todas novio en el baile que se celebró aquella noche en la plaza del pueblo. Unos tipos ridículos las conquistaron alardeando sin parar de cosas absurdas mientras ponían a dos patas a sus caballos, para después montarlas en la parte de atrás a lo amazona y salirse del pueblo camino a la fuente del morenillo. A partir de aquella noche, poco a poco dejé de tener contacto con ellas. Finalmente, me quedé sin amigas.  Unos meses después también me quedé sin trabajo, ya que me despidieron porque no me quise dejar manosear por el capataz de la finca: un tipo casado que cuando su mujer iba a buscarlo, se disfrazaba del más digno.  

Sin duda, todo ello hizo que me sintiese muy vulnerable. Necesitaba un estímulo que me sacase de aquel estado mental que, de seguir así, me convertiría en una solterona amargada. Sólo así se entiende que cuando conocí a Jaime en casa de la tía Salvadora, a dónde empecé a ir por consejo de mi padre para convertirme en la mejor costurera de toda la comarca, cayera encantada por lo maduro que parecía y por su cara de dios griego. Jaime no vivía en el pueblo y era el único hijo de la tía Salvadora, a la que visitaba todos los fines de semana, quedándose con ella desde primera hora del viernes hasta la mañana del lunes. Jaime ya tenía toda mi atención, y por eso, cuando me pidió que paseáramos juntos por las afueras del pueblo en mis ratos libres, le dije que sí. Su voz y la manera en que me contaba su día a día en Valencia (pues parecía ser el portavoz de mis pensamientos), lograron eliminar cualquier barrera de protección que siempre había interpuesto pese a desear con todas mis fuerzas encontrar un hombre que me quisiera y a quien querer. Convencida de que lo había encontrado, cuando me pidió a las pocas semanas que me marchase a Valencia a vivir con él, aunque sin casarnos, le dije que sí. El día que me despedí de mis padres para venirme a vivir a Valencia, lo hice con la fuerte sensación de que me ocultaban algo, y medio llorando, sólo acertaron a decirme: «Hija: aquí siempre estará tu casa».
Jaime tenía el piso muy cerca de la plaza del Carmen. La casa  no era muy grande y estaba llena de porcelanas, pequeñas esculturas y reproducciones muy conseguidas de cuadros de Van Dyke, Vermeer, Rubens y algún pintor flamenco más cuyo nombre ahora no recuerdo que habían pintado amigos suyos, y también tenía una pequeña biblioteca en la que lo que más abundaban eran los clásicos españoles e ingleses. Tengo que admitir, que los primeros días fueron por completo maravillosos por todas las atenciones que recibí de él y por las cenas que Jaime organizaba en casa a las que traía a poetas, escritores y escultores y a sus parejas ante los que presumía de mujer y cocinera. Los meses iban pasando y llegó un momento en que me encontré al borde del abismo, pues pasado el primer encantamiento,  cada vez que me miraba al espejo, sólo veía una marioneta fea y desgreñada, una patética mujer de voluntad secuestrada por alguien que tenía que haber sido mi principal apoyo, pero que, sin embargo, me había asignado como único objetivo en mi vida tener la casa reluciente y halagar cualquier cosa, por insignificante que fuera, que él hiciese; un Jaime que estaba experimentando peligrosamente con dosis cada vez más mayores de cocaína. Una madrugada, Jaime, al volver de una de sus correrías, me dijo que se marchaba a vivir a Barcelona porque en Valencia se asfixiaba, pero que no quería que le acompañase, aunque me podía quedar a vivir en el piso porque el alquiler de ese mes ya estaba pagado. Después de que Jaime se fue, comprendí el por qué del llanto de mis padres al venirme a Valencia: de un sólo vistazo habían logrado ver su lado oculto, y no me lo dijeron para que no pensase de ellos que no querían que saliese del pueblo. 
Era cuestión de vender en las casas de almoneda todas las estatuas, porcelanas y cuadros que Jaime tenía, porque me hacía falta el dinero para comer y estaba decidida a no volver al pueblo; los libros debían quedarse. Con las pocas pesetas que conseguí, podía pasarme algunos días buscando trabajo de costurera, pues entre lo que me había enseñado vuestra abuela, y lo que aprendí en casa de la tía Salvadora, podía muy bien dedicarme a hacer arreglos en la ropa, a lavar y a planchar. Buscando un día tras otro, fui a parar a Marqués de Dos Aguas, donde estaba antiguamente «Labores del hogar Casa Viena». Entré, y hablé con el dueño. Allí conocí a vuestro padre. A primera vista parecía un hombre huraño. Empezó a hablarme pausadamente, pero antes de que terminase de contarme las condiciones, le pregunté qué cuándo podría empezar. Me respondió que a primera hora de la mañana siguiente que estuviese allí. Así lo hice.  

En aquel trabajo, los días pasaban aprisa. Volví a encontrarme conmigo misma. Un día, vuestro padre, viéndome coser, muy serio me preguntó si me sentía capaz de hacer patrones ya que pensaba transformar Casa Viena en un taller de alta confección. Le dije que era una simple costurera. «Pues me parece que no debería ponerse más límites que los que nos impone a todos la naturaleza» me respondió vuestro padre. Me dejó atónita porque no creía que existiesen hombres con ese pensamiento. «Pero, ¿estaría dispuesta a aprender?», insistió vuestro padre. Todavía asombrada, le pude decir que sí con un pequeño movimiento de mi cabeza. «Perfecto. Desde mañana mismo vendrá a darle clases la señora Valjean durante dos horas en horario laboral, por supuesto».  La historia de cómo vuestro padre hizo de una humilde empresa de labores del hogar una empresa de las más importantes en el sector textil, ya la conocéis. Y también el momento en que vuestro padre se me declaró.  

Lo importante de todo lo que os he contado es que, a veces, una desgracia (como fue en mi caso que Jaime me dejara desamparada y maltrecha psicológicamente), puede convertirse en fortuna a la vuelta de la esquina. Si Jaime no se hubiese ido de mi vida,  no hubiese podido conocer a vuestro padre que, aunque al principio no me gustaba, gesto a gesto, y con infinita paciencia, se fue ganando, primero mi absoluto respeto, luego mi admiración, y después el profundo amor que le profeso y es que todavía me sorprende y me hace reír como al principio. Un verdadero amor que espero que vosotras también encontréis. Para ello, huid de las apariencias, de la fuerza por la fuerza, no penséis que un hombre dominante es un  hombre seguro y que os vaya a proteger.   Buscad un hombre para el que seáis el motor de su vida, que quiera ser vuestro caparazón, pero que os deje desenvolveros y os haga mirar al cielo para saber dónde está vuestra frontera y, desde luego, que él sea lo mismo para vosotras. Eso es todo lo que sé de los hombres y espero que os sea de provecho y seáis muy felices, hijas mías.

 
Fernando Sancho Casañ

10 comentarios:

  1. relato de como un hombre puede meterse en la piel de una mujer y relatar con tanta verosimilitud una realidad aplastante.

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    1. Hola Nuria:
      Siempre tienes palabras muy amables para mis relatos. Te estoy muy agradecido. Como escritor, creo que el cuidado de las emociones y su expresión en la narración deben ser de peso para que el relato alcance la emancipación de la realidad, pero que, al mismo tiempo, se pueda identificar con ella. La empatía, estoy convencido, debe ser seña de ser humano

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  2. Una narración real y solidaria. Ya sabemos que cuando se cierra una puerta, hay otra que se abre. Hay que aprovechar esa abertura para colarnos y disfrutar sus beneficios.Un punto de vista de un hombre, que no desmerece el que tendría una mujer. Enhorabuena.

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  3. Un curioso canto a la esperanza a través de las segundas oportunidades.

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    1. Juan:
      Muchas gracias. Nunca hay que perder la esperanza a pesar de que a veces parece que no vayamos a alcanzar los objetivos propuestos. Para ser de verdad dignos de poder merecer algo bueno, la buena suerte nos debe sorprender trabajando.

      Saludos

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  4. Faustino:
    Tienes razón cuando hablas acerca de aprovechar esa oportunidad para colarnos entre los resquicios de la desgracia de turno. Por eso, no hay que perder nunca la esperanza y, para ellos, a veces, hasta se debe recorrer un duro camino teniendo como peso, el dolor y la angustia.
    Creo que un escritor debe ser como una especie de actor, y sentir cada emoción que intente plasmar. Da igual si se describe a un personaje cercano a nuestro pensar o que esté en las antípodas de nuestra manera de ser.

    Muchas gracias.

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  5. Uno nunca sabe las vueltas de la vida, que tiene tantas como un caracol. Muy buen relato!

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    1. Gontxu:
      Es bastante más que curioso cómo suceden a veces las cosas. Cuando creemos que lo tenemos todo, nos suceden cosas que nos pueden arrebatar hasta lo que no creíamos que fuera posible y, sin embargo otras, la providencia juega a nuestro favor. Nunca se sabe. Creo que eso nos debería enseñar a ser humildes.

      Gracias por tus palabras que, siempre son positivas.

      Atentamente
      Fernando

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  6. Las primeras impresiones siempre son las más peligrosas, porque no permiten encontrar el verdadero sentido. Las vueltas de la vida van desamarrando el entuerto y le permiten a uno conocer las cosas. Gracias Fernando por este relato.

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    1. Hola Carlos:
      Aunque normalmente el refranero tiene razón, estoy contigo en que las primeras impresiones no son las que valen. Los posteriores acontencimientos son los que dan la medida de las cosas. Gracias a ti por tu crítica tan positiva.

      Un abrazo

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