Era viernes
por la noche. Pese a que mediaba noviembre, el frío era soportable y los
madrileños se resistían a irse a casa. Querían disfrutar de un rato agradable
en compañía de los amigos, tras una dura jornada de trabajo. Los más jóvenes,
como siempre los más dispuestos al esparcimiento nocturno, abarrotaban
discotecas y clubes de marcha, olvidando pasadas tragedias en fiestas mal
organizadas. Las parejas un poco más asentadas, habían optado por ir al cine, y
a esa hora remataban la velada con una copa en algún bar elegante del centro de
la capital. En alguno de aquellos establecimientos, de aspecto aséptico, pero cool, con bonitas luces de neón, música
electrónica suave y cócteles tan sabrosos como caros, aquellos que huían de las
melodías machaconas y de la oscuridad deliberada de las discotecas masificadas,
se relajaban y desinhibían a fuerza de licor.
Otros sólo
buscaban olvidarse de todos sus problemas, relajarse tras unos días infames y
ahogar el estrés y la tristeza dentro de un vaso.
Ése era el
caso de Sofía.
Margarita no
podía conciliar el sueño.
Su vida era
un infierno desde hacía algún tiempo. Quién le hubiera dicho, cuando discutió
en el coche con su novio por una tontería, que aquello acabaría jodiendo esa
relación y llevándola a los brazos de otro hombre que también se largaría para
dejarla sumida en la peor de las amarguras. Paso a paso, despropósito a
despropósito, el destino la había empujado a quedarse sola, abrazada a unos
recuerdos que, aunque felices, en ese momento sólo servían para hacerle llorar
aún más. Echaba de menos a Carlos, pero también a Marcos, y el sentirse
culpable por ello y pensar que era merecido su castigo, era una tortura que
tarde o temprano terminaría por quebrarle el corazón.
Roberto se
pidió otra pinta de cerveza.
Su vida no
había cambiado tanto. Seguía sin trabajo, con dificultades para llegar a fin de
mes, pero sin privarse de los porros y el alcohol, lo único que le hacía más
soportable la existencia. Para entretenerse con algo, seguía dedicándose a la
acción directa por la revolución, aunque de un tiempo a esta parte su mente
estaba distraída. Ni siquiera había querido participar en la ocupación que unos
compañeros habían hecho de un edificio abandonado en el corazón de su ciudad.
Prefería estar en el bar. Algo le faltaba, su mejor amigo se había ido.
Mientras
brindaba a su salud, recordaba con nostalgia cómo le reprochaba cada iniciativa
violenta en la que participaba. Él era un amante del pacifismo y Roberto no
hacía más que increparlo por ello. Ahora ya dudaba de todo y se sentía mal por
cada discusión que habían tenido. Marcos había puesto kilómetros de por medio
por culpa de una par de mujeres, pero aunque no fuera el responsable, Roberto
sentía esa distancia. Era su mejor amigo, casi su hermano.
Sofía pidió
otro güisqui en aquel elitista club de la plaza de los Mostenses. A sus
problemas sentimentales se había sumado la agotadora jornada del miércoles,
donde de nuevo tuvo que sacar la porra para sofocar algunos incidentes,
consecuencia de la última huelga general. Lo de siempre, un pueblo echado a la
calle para pelear por sus derechos, un grupo de exaltados dispuestos a crear
problemas, y unos mandos con pocas luces dispuestos a poner a sus hombres en la
picota con órdenes de severidad extrema.
Había elegido
ese establecimiento por ser punto de encuentro habitual de trabajadores
encorbatados, con un ambiente tranquilo, no como en esas opresivas discotecas
llenas de púberes babosos. Aquí podía beber tranquila. Aun así, no podía evitar
que su belleza llamara la atención de los presentes. Más de uno la miraba, nada
raro, pero a ella no le gustaba. Quería ser invisible. Sólo faltaba que alguno
se acercara a ligar con ella, no estaba de humor ni para fingir educación.
Un tipo la
miraba especialmente, de manera fija, casi invasiva. Realmente estaba empezando
a molestarla y no estaba dispuesta a consentírselo. Últimamente se sentía muy
irascible, no pasaba ni media, y menos con un par de copas encima, como era el
caso. Con determinación, se levantó de aquel taburete junto a la barra y se
encaminó hacia una de las mesas altas donde, acodado, el hombre en cuestión
disfrutaba de un gin tonic. Ya lo tenía delante, iba a cantarle las cuarenta
por su pesadez. Entonces, reconoció su rostro. No era del todo un extraño.
Harta de no
poder dormir, Margarita decidió salir a pasear. La medianoche quedó atrás hacía
dos horas, pero no podía pasar un minuto más en aquella casa. Las calles de su
barrio estaban vacías, sólo en el centro los jóvenes aportaban algo de bullicio
a aquella noche de viernes. Las heladas darían una tregua durante el fin de
semana en esa ciudad de la meseta y ella estaba dispuesta a aprovecharlo,
caminando sin prisa por aceras solitarias. Elegía las vías más anchas y mejor
iluminadas para evitarse algún susto con atracadores o violadores. No dejaba de
ser peligroso que una mujer sola se aventurase tan tarde por la calle, más en
aquella España en crisis que cada día se despertaba con una noticia luctuosa o
violenta. Sin ir más lejos, la noche anterior, en una ciudad dormitorio del
extrarradio, un grupo bien organizado había reventado con una bomba un cajero
automático para llevarse su contenido, cerca de veinticinco mil euros.
En ese
momento, alguien dobló la esquina que tenía justo delante y se incorporó a su
calle, en dirección hacia ella. El tipo resultaba un poco inquietante, con
pesadas botas marciales, pantalón de camuflaje, y una cabeza rapada que se
intuía bajo la capucha que la cubría. A medida que se acercaba, Margarita
sentía crecer el miedo en su interior. Pensó en darse media vuelta o en cruzar
a la otra acera, pero temió que el gesto ofendiera al tipo y complicara las
cosas. No sabía muy bien cómo reaccionar, el pánico le nublaba la mente.
Él debió
entender su desazón, porque instantáneamente se quitó la capucha y buscó un
gorro en el bolso de su cazadora. Así se le vería la cara y la chica con la que
se iba a cruzar no tendría por qué temer.
Ella
agradeció el gesto, desde luego, pero no estaría tranquila hasta cruzarse con
él y seguir de largo, escuchando cómo sus pasos se alejaban sin que nada
hubiera ocurrido. Al estar frente a frente, clavó su mirada en la cara del
muchacho, con su desarreglada barba de tres días y su espesa mosca bajo el
labio inferior. No podía apartar la vista de él, de cada movimiento que
hiciera. Sólo podía estar pendiente de él. Al menor síntoma de peligro, lo
tenía claro, gritar y echar a correr como alma que lleva el diablo, a la espera
de que algún policía que anduviera de ronda se cruzara.
Sin embargo,
aquel rostro le resultó familiar.
Mientras los
Eagles le daban la bienvenida al Hotel California en aquel bar, Sofía hizo
memoria y trató de enmendar feos comportamientos anteriores.
- Tú me intentaste ayudar cuando me tropecé al bajar del tren, ¿verdad?
Carlos temía
la reacción de la chica que se aproximaba. La había reconocido desde el
principio. Era la misma a la que trató de ayudar al bajar del AVE. Sus maneras
fueron de lo más rudas entonces, y nada le hacía pensar que fuera a ser
diferente esa vez. De hecho, la cara de aquella rubia transmitía de todo menos
amabilidad y simpatía. Llevaba tiempo mirándola sin atreverse a decir una
palabra, por miedo a lo que pudiera pasar. Al parecer, esa concienzuda
observación la había cabreado. Se avecinaba chaparrón.
- Sí-. No sabía si aquella pregunta era buena o mala.
- Gracias. Ése día no me porté muy bien. Estaba un poco nerviosa. Lo siento.
- No te preocupes-. Carlos respiró, aliviado, y su cuerpo experimentó una relajación igual que si hubiera dado a luz –Todos tenemos un mal día.
- Lo siento, de veras.
El asintió,
aceptando las disculpas. Después vino un corto pero incómodo silencio, hasta
que Sofía decidió volver a la carga y romperlo.
- ¿Y qué haces por Madrid?
Cuando subían
tanto las luces de aquel pub y ponían flamenco, es que iba llegando la hora de
cerrar.
El paseo de
Margarita había concluido allí, después de disipar todos sus temores sobre el
hombre que había encontrado por la calle. Al principio, no estaba muy segura de
quién era, pero sí de que lo conocía de algo. Con la imperiosa necesidad de
averiguarlo, comenzaron a hablar. Al fin, resolvieron que habían ido juntos al
mismo instituto, aunque descubrirían que tenían algo más en común.
- Soy Roberto, el amigo de Marcos-. Confesó éste, una vez que la hubo reconocido.
El recuerdo
de su ausencia entristeció el encuentro y, para evitar que la amargura calara,
decidieron compartir una copa en un bar del centro. Aquel pub irlandés, oculto
tras unos soportales cercanos a la Plaza Mayor, sirvió a la perfección para es
fin. La conversación, pese a su plan de no deprimirse, giró en torno a la
persona querida, como amigo para Roberto, como algo más para Margarita. Hasta
que el reloj terminó por echarlos, derrocharon minutos en contar anécdotas del
instituto, en las que siempre aparecía Marcos de un modo u otro, o bien otras
historias vividas con él posteriormente. Roberto le habló de la manifestación
junto al Congreso y Margarita, de cómo se reencontraron en unos jardines de la
plaza de Poniente. La charla les producía morriña, pero realmente era
terapéutica, y a los dos se les iluminó el corazón al recordar a ese amigo que
ahora estaría purgando sus remordimientos en algún lugar de la provincia de
Cádiz. Salieron del bar de mejor humor.
Como la
experiencia había sido positiva, los dos jóvenes acordaron repetir la terapia para
sobrellevar la distancia. Roberto se ofreció a acompañar a Margarita hasta una
parada de taxi para que pudiera regresar a casa sin problemas. También su casa
estaba lejos, y a esa hora ya no había servicio de búho, pero no tenía ganas de
tomar un taxi. No hacía demasiado frío, iría dando un paseo. Al final, la noche
no había sido tan mala como se prometía.
Aquel Seat
Toledo, blanco con su franja roja, como todos los taxis de Madrid, se detuvo en
una de las calles del barrio de La Elipa. Sofía y Carlos bajaron del coche.
Después de arreglar malos entendidos del pasado, pasaron una gran noche a
cuenta de la tristeza. Cada uno atravesaba un terrible desamor y el güisqui los
ayudó a dar rienda suelta a su dolor, prácticamente como les venía ocurriendo
en las últimas semanas, pero con la diferencia de que esta vez tenían alguien
enfrente dispuesto a escucharlos.
Sofía se
compadeció del terrible dolor de Carlos sin imaginar que el chico por el que
Margarita lo había dejado era Marcos, y Carlos lloró con ella sin sospechar
siquiera que Margarita era la mujer que se había interpuesto entre Marcos y
Sofía. Simplemente, se sintieron extrañamente asertivos y decidieron impedir a
sus ex que siguieran amargándolos.
- Sabes qué te digo-. La dicción de Sofía empezaba a acusar los efectos del alcohol –Que nos vamos ahora mismo de discotecas a cogernos un pedo legendario y a pasárnoslo bien. ¡Ya está bien de tanto sufrir!
- A sus órdenes, agente-. Carlos no se encontraba mucho mejor que su acompañante, a pesar de lo cual decidieron seguir con la fiesta.
Al acabar,
bastante tocados, Carlos se dio cuenta de la tensión sexual que empezaba a
haber entre Sofía y él. Para evitar que la cosa fuera a más, decidió alejarse
de ella y guardar las distancias, pero ante la falta de taxis libres a esas
horas de la madrugada, Sofía le propuso compartir el suyo y bajarse cada uno en
su calle.
Carlos no
pudo negarse. Al llegar a la primera parada, la de La Elipa, decidió pagar al
taxista y bajarse él también. No sabía muy bien qué estaba haciendo, pero sabía
que era fruto de un acto reflejo, anulada su razón por culpa de las copas. Se apresuró
a alcanzar a Sofía, que ya enfilaba la calle hacia su portal, e insistió en
acompañarla.
Frente a la
puerta, Sofía se moría por conocer las intenciones de Carlos. El chico la había
encantado, era inteligente y divertido, y además muy elegante. No era tan guapo
como Marcos, era cierto, pero parecía mucho más maduro y además ella se sentía
juguetona esa noche, sin duda por efecto de los espirituosos. Consciente de ese
estado alterado de conciencia, decidió no forzar las cosas y dejar que fuera él
quien decidiera. Mientras se despedían, lo miraba, sin prestar atención a la
conversación que tenían, sólo pendiente de lo que pudiera pasar al final.
Carlos se
preguntaba si el jugueteo que Sofía se traía con las llaves significaba algo,
pero no se atrevía a dar el siguiente paso. Llevaba años con Margarita, de modo
que había perdido práctica en eso de ligar y dar el primer beso. Tratando de
ganar tiempo, habló con ella de todos los temas imaginables, hasta que se quedó
sin repertorio. Sin más recursos posibles, su mente se bloqueó y dijo lo
primero que le cruzó por su abotargada mente.
- ¡Qué tarde es, estarás cansadísima! Todo por culpa mía, te tengo aquí hasta las tantas contándote chorradas. Ha sido un placer pasar esta noche contigo, Sofía.
Una chispa de
decepción se reflejó en los ojos de la policía.
- Gracias. También yo lo he pasado muy bien.
Le dio un
beso en la mejilla, abrió con la llave y se introdujo en el portal, mientras
Carlos se lamentaba por haberla dejado escapar. En su interior, volvió a
retumbar aquella recurrente frase que de un tiempo a esta parte lo perseguía.
¡Qué pena ser
un cobarde!
Juan Martín Salamanca |
Continuará…
encuentros y desencuentros, de los cobardes nunca se ha hablado hasta este momento, en este relato.
ResponderEliminarEse paso en falso, esa oportunidad perdida por falta de valor a veces sacude la conciencia de forma terrible. Era lo que quería reflejar, muchas gracias Nuria.
EliminarRelato costumbrista del mundo contemporáneo. Las dudas y las cobardías "mataron al gato". Ya veremos por dónde derrota el barco. Muy interesante, y me gusta.
ResponderEliminarMuchas gracias, Tino. No siempre el bueno es un triunfador, sino alguien inseguro que paga caro esa forma de ser. Me alegro de que te haya gustado. Un abrazo.
EliminarTu escalera de corazones es como un caracol que da vueltas sin control. Muy buen manejo de los dos tiempos, Juan; sólo un poco más de cuidado en el Punto de Vista del narrador porque a veces no se sabe si esta uno con Margarita y Marcos, o Sofía y Carlos. (y)
ResponderEliminarMe dejar con la intriga de que pasará!! ... aunque en la parte donde se describe la sensación de temor de Margarita lleva una tono pausado, después se entra con Sofía y al regresar con Margarita de un momento a otro ya está en el pub irlandés me pareció un cambio demasiado rápido.
ResponderEliminarSaludos!