La una menos cuarto.
Sebastián
apagó el televisor en cuanto acabó la película. Ya era hora de ir a dormir.
Las
cuatro y media. (El sueño llevó a Sebastián a mirar el reloj.)
Pero
la verdadera noche comenzaba ahora para él, y sería larga, como las otras.
Caminó
lentamente hacia la cocina, encendió la luz, se preparó otro café. No estaba en
sus planes irse a la cama aún, a pesar del cansancio de ahora y de la pesadez
que invadiría sus párpados por la mañana en el trabajo. Hizo un sitio en la
mesa atiborrada de papeles, vació un cenicero y lo puso junto al pocillo
humeante. Recorrió con la mirada el salón hasta encontrar el tabaco y el
mechero dorado que Isabel le había regalado dos días antes.
La
una menos cinco.
El
ritual estaba dispuesto. Encendió la radio y volvió a su sitio. Sólo cinco
minutos y aparecería la voz maravillosa que lo acompañaría hasta la seis,
aunque seguramente el sueño lo vencería antes. Abrió un libro, y otro más, y
comenzó a leer distraídamente. Faltaban pocos días para el examen. Se dispuso
también a subrayar y a tomar apuntes para fijar mejor lo que leía.
Un
jazz discreto sonaba en el aparato.
Su
mente, un tanto dispersa, miraba las letras, después la radio, otra vez las
letras. El cigarrillo se consumía.
Recordaba
el sol del mediodía, los bocadillos que comieron juntos sentados sobre la
hierba, aprovechando -como cada día desde que descubrieron que era una buena
idea- las dos horas de descanso del despacho, viéndola hermosa, con el cabello
brillando al sol y la cara recién lavada, ayudándolo a estudiar esa asignatura
que tan poco le interesaba. Después, tres horas interminables de trabajo, del
que había vuelto casi corriendo para poder estar un rato más con Isabel, pero
ahora en su piso, juntos y solos, amándose con locura, hasta el último momento
en que ella había saltado de la cama para ducharse, maquillarse, darle un beso
rápido y salir. Porque ya era de noche, y ella trabajaba en turno de noche.
Porque sus noches no eran para Sebastián.
La
una y diez.
Una
melodía suave y sugerente salía del receptor. La chica de la radio susurraba
palabras tiernamente sensuales sobre la música. Ahora Sebastián comenzaba a
sentirse mejor. Esa voz tenía el poder de consolarlo. Lo distraía de su
soledad, del vacío que unas horas antes había inundado el cuarto, la casa y su
alma.
“Hola -decía-, aquí estoy... contigo...
para que transitemos juntos este camino nocturno... La noche es nuestra...
¿Cansado? ¿Triste? No... no te creo... Yo sé que aún tienes fuerzas para
recordar las cosas bellas que, seguramente, habrás vivido en este día...
Recuerda, seguramente encontrarás un momento, un instante en que te has sentido
feliz... ¡Recréalo! ¡Exagéralo! ¡Invéntalo si no ha existido! La música te
ayuda... Déjate llevar por mi voz y por la música...
Los
acordes de “Yesterday” aparecían de pronto y ella hablaba del ayer, de la
nostalgia y, como siempre, del amor. Sebastián sonrió y se sintió mucho mejor.
Al fin y al cabo -pensó-, todo estaba bien, y se dio cuenta de que podía reunir
la voluntad necesaria para estudiar un rato.
Las
dos...
Las
tres menos veinte, otro café, más canciones bellas, algún poema (nadie los
recitaba como ella, ¡qué bien lo hacía!). Por momentos, Sebastián levantaba la
vista de los libros y prestaba atención. A veces se daba cuenta de que oía sin
escuchar, sin dejar de pensar en el texto que trataba de memorizar. La chica de
la radio conseguía transmitir la calma y la placidez que él necesitaba. Y así,
entre concepto y concepto, la descubría, y ella seguía hablando de la noche, y
del amor. Ahora era el mar, y ese fue el leitmotiv para intercalar
varias canciones.
¿Cómo
se sentiría él a esas horas -pensó-, frente a un micrófono, encerrado en una
pequeña cabina de cristal, obligado a transmitir serenidad, sin decaer,
hablando y hablando para unos cuantos desconocidos, haciendo más ameno su
desvelo, con un lenguaje que conmoviera por igual a un taxista o un camionero
nocturno, una anciana con insomnio, un asesino inquieto, una esposa abandonada
o un estudiante aburrido?
Nunca lo
entendería, y sin embargo la voz continuaba encantadora.
A
las cinco menos diez, Sebastián cerró los libros. Estaba completamente agotado
y ya no se enteraba de lo que leía. Quería acostarse. Despojarse de la
incomodidad de la ropa y del estudio. Relajarse. Dedicarse a recordar la última
tarde tan llena de caricias y secretos. ¿Por qué no? Y las miradas cómplices y
la mutua sonrisa posterior al placer.
Subió
un poco el volumen de la radio, apagó todas las luces y se dirigió a la habitación.
Aún olía a Isabel y a cuerpos satisfechos. Hasta el espejo parecía tener
memoria, enfrentado a propósito a esa cama revuelta que ahora volvía a crujir,
con un compás cada vez más rápido que coincidía con el recuerdo y el insaciable
deseo de Sebastián irguiéndose una vez más, enarbolándose a su pesar,
acompañado (¿provocado?) por la voz lejana de la chica de la radio, que daba
todavía ahora la bienvenida a algún posible oyente que la sintonizara en ese
instante, y para el que era capaz de brindarse entera y fresca, y al que le
repetía una y otra vez la magia de esa noche, el hilo invisible que los unía y
al que le recordaba que no estaba solo en la noche, porque ella seguía allí, y
existía para él...
El
tiempo se deformaba en la oscuridad del cuarto.
El
susurro continuaba cálido y excitante, y repentinamente unos celos absurdos
invadieron a Sebastián, le hubiera gustado ser él el único oyente de tanta
dulzura. Y esto obligó a su mano a apresurar el ritmo, imaginándose
multiplicado en miles de otros repitiendo ese sagrado y profano acto, con otras
caras y otros recuerdos, dándole mil rostros a la voz de la noche y mil
cuerpos incitantes con manos sabedoras
aptas como su voz para insinuar el placer. Y se sintió humillado de verse
repetido y gozó indignado, despersonalizado e igualado a cualquiera de los
otros solitarios de la noche.
El
cansancio acumulado, y esa tortura morbosa que lo obsesionaba, lo acunaban poco
a poco (Sebastián se sumergía lentamente en el sueño), y la chica seguía, cada
vez más lejana, sugiriendo, incitando, ronroneando las palabras... Mañana
-pensaba o soñaba- sería incapaz de recordar cuál había sido la última canción,
aunque cono siempre había intentado oírla hasta el final.
Las
siete menos cuarto.
Un
rocío helado humedecía las calles. Algunas ancianas caminaban ya con la cara
lívida y el cuerpo contraído, llevando vacía la bolsa de la compra. Otras
mujeres, en batas descoloridas, barrían afanosamente el portal. Algún hombre
con traje y oliendo a colonia corría a la oficina y el reconfortante olor del
pan recién horneado se escapaba ya de algún lugar.
Una
mujer muy bella, soñolienta y con aspecto cansado, bajaba de un taxi, sonreía
al portero, recogía el periódico que éste le alcanzaba y entraba de puntillas a
una casa dormida con una radio encendida.
Sebastián
saldría, media hora después, casi sin haber dormido, por la misma puerta,
también de puntillas, para no despertarla...
Más
tarde, al mediodía, caminarían juntos por el parque, y ella tendría el
cabello mojado y se cogerían de la mano y ella, la chica de la radio, hablaría
y reiría para él. Sólo para él.
por Yoly Hornes
Es sencillamente precioso. Qué historia tan bonita, más para un amante de la radio como yo. Te felicito, Yoly, por lo bien que está el relato, me ha encantado.
ResponderEliminarCuánto me alegro, Juan, de que te haya gustado este cuento.
ResponderEliminarTenía ganas de homenajear a la radio, y sobre todo a esos programas nocturnos tan sugerentes y que tanto acompañan a tantas personas que permanecen despiertas por diversos motivos.
Gracias por tus palabras.
Un hermoso relato de un amor a distancia, separado por el horario y por cuestiones del día. Es muy hermosa la forma en que la cela, porque su voz ya no pertenece a él sino a los radioescuchas. Hermoso Yoly, gracias por compartir.
ResponderEliminarCarlos, me ha hecho feliz tu comentario, muchísimas gracias.
EliminarSiempre me han llamado la atención las profesiones nocturnas, todas esas personas que se mantienen despiertas mientras los demás descansamos. Y también el tema de las parejas "desparejadas" en los horarios a causa del trabajo.
Un abrazo.
Gracias por trasladarme a una epoca en que la Radio era mi compañera de mis noches de : a) estudio b) insomnio.
ResponderEliminarMuy buen relato, con esa cosa de las "parejas desparejas"....
Gracias a ti, Gontxu, por tu comentario. Es que la radio es mágica, sobre todo por las noches. Y acompaña tanto y a tantas personas, mucho más que la televisión. Tal vez porque permite escucharla con los ojos cerrados...
EliminarUn abrazo.
Me ha ENCANTADO. He leído hasta el final con ánsia, sabiendo que ella, la chica que hablaba por la radio, era ella... Pero aun así quería saber qué pensaba Sebastián con el paso de las horas... Me quedo con el leitmotiv, hace poco escuché una canción española de los años 70 u 80 que decía así... "Esperando la noche como quien espera su final... Busco algún leivmotiv para saciar mi soledad".
ResponderEliminarUn abrazo, muy bello relato,
María José Cabuchola Macario
Muchas gracias, María José, por tu comentario, y por haber disfrutado con esta historia. Muy bonita la frase que compartes conmigo, no conozco esa canción.
EliminarUn abrazo y que tengas unas felices fiestas llenas de amor...
Yoly