Desde esta ausencia de todo, apartado en un
rincón, te recuerdo. Después de mi furibundo adiós por una tontería, ahora la
falta de tu presencia, tu mirada con esos ojos garzos que Dios te dio, la risa
cantarina y contagiosa, a la vez que de sirena seductora de epopeya Homérica,
siento la necesidad que el alma me impone de decirte algo, aunque me cueste
tomar esta determinación. Acabo de despertar de un sueño reparador en el que tú
me hacías la pregunta que siempre he esperado cuando estoy despierto: ¿me
quieres? Mi reacción en el mundo onírico ha sido esplendorosa, aceptada por ti
respondiendo a mi impulso con el tuyo: un beso nos ha sellado mi deseo oculto,
como el que le dio con euforia un anónimo soldado de la Marina de los Estados
Unidos en Times Square, para celebrar el final de la II Guerra Mundial, a una
joven enfermera. Sé que sólo ha sido un sueño, mientras tú, seguro que te estás
riendo de mi soledad, en tanto que yo lloro por tu ausencia.
Recuerdo la primera vez que accediste a darme tu
mano, con el pretexto de examinar el color del esmalte cubriendo tus uñas
pequeñas y moderadamente cortas. Te las habías pintado de azul. Palpé
discretamente esas manos sintiendo la suavidad de tus dedos proporcionados,
finos y cortos, hasta que se entrelazaron con los míos para sentir mi corazón
acelerado como potro desbocado, aturdiendo el sentido de mis palabras, no
acertando a decirte ¡te quiero! Después alguien interrumpió nuestro encuentro
para llevarte con él.
Pasó mucho tiempo; no sé cuánto, pero a mí me
parecieron siglos enteros, hasta que volví a verte nuevamente. Entré en ‘El
rincón de La Mancha’, pasando hasta el fondo, donde había una mesa libre debajo
del televisor.
Desplegué el periódico buscando una noticia que
hablaba de mí. Era la reseña de un acto en el que me distinguieron con la
entrega de un premio literario en Barcelona.
Apenas comenzada la lectura del diario, Sandra,
la cocinera, me acercó un plato con aperitivos variados, acompañado de una
cerveza doble, que suelo llamar ‘una fresquita’. Agradeciendo el presente, di
de lado a la prensa para atender a los jugos alterados de mi estómago con la
oferta. Un vecino se me acercó para contarme algo de la Comunidad, sentándose
frente a mí con su vino y su aperitivo. Escuchando su relato, oí una voz que,
por ser femenina y atrayente, me hizo girar la cabeza en la dirección de donde
procedía. Ahí estabas tú de nuevo después de tanto tiempo. Sin pensarlo, dejé a
mi vecino tirado con la palabra en la boca, para llegar hasta tu lado. Estabas
con un chico y me quedé parado hasta que, con tu mirada, adiviné que podía
acercarme.
Te reproché tanto tiempo pasado sin dejarte ver.
Tú lo lamentaste y eso volvió a provocar en mí la emoción del encuentro. Tus
manos lucían el color rosa en tus uñas, prendándome. Te vi más guapa que nunca,
con el pelo adornando por un flequillo caído y moldeado el lado derecho de tu
cara. Estabas dulcemente bella, muy bella y, por eso, me atreví a besarte.
Después te alejaste, saliendo del local, dejándome con mi vecino.
Te recuerdo tal cómo te vi esa última vez. Eras
armonía de color puro y todo estaba tan bonito, que casi me da miedo ahora que
pienso en ti. Tu risa me pareció fresca como la primavera que se asoma al prado
de la vida, como el riachuelo que vuelve a corretear a su encuentro con la
naturaleza, saltando, jugando entre rocas, brillando con el sol, hasta hacerse
ancho, reflejando la luna llena, después de las lluvias, el hielo y la nieve
del invierno. Vi en ti la lluvia, esa lluvia que pocas personas sienten,
mientras otras solamente se mojan. Eras una mujer de las que avanzan, no
habiendo hombre que te detuviese. Eras como un vendaval. ¿Sabes? A mí me
produce placer cerrar una ventana que ha abierto el vendaval. Pero me habría
gustado hacerlo contigo dentro.
Me contaron, que de niña te echabas a llorar por
cualquier cosa. Llorabas por la caída de una hoja de un árbol y, que no sólo
aprendiste a destrozarlo todo, sino también a ser la revolucionaria del
colegio. Ahora tu carácter es moderado, sutil, despierto y siempre alegre como
el amanecer de los días felices y el anochecer de las sombras de los ángeles,
junto a las barandillas de las fuentes nuevas, donde acuden las ninfas, Delfos
y hadas pequeñas llenas de inocencia.
Acudí a tu ventana,
Por la mañana.
Subí a tu balcón,
Por amor.
Me fui con el viento,
Por tu silencio
Juan Martín-Mora Haba
Menuda carta, me gusta... Se puede cortar el amor con un cuchillo y untarlo en el pan, para un buen desayuno. Cuando el amor se siente tan fuerte es dificil reternerlo, pero no se puede dejar de amar...
ResponderEliminarManuel Barranco Roda.