Alejo tiene
veintiséis años, está estudiando ingeniería, se supone que está en cuarto de
carrera, pero ni él mismo lo tiene muy claro. En realidad, tiene pendientes
tres de primero, cuatro de segundo, y no tiene muy claro cuantas de tercero. Pero
este año ha decidido ponerse las pilas y empezar a recuperar terreno, los
viejos empiezan a perder la paciencia —que más les dará a ellos si tienen el
dinero por castigo— piensa. Para él, su vida está más que resuelta; su máxima
es: “vive de tus padres hasta que puedas vivir de la herencia”.
El
problema es que este año el viejo se ha empeñado en que tiene que aprobar
alguna. La amenaza ha sido, literalmente: “O me traes un aprobado o te vienes
de Santiago y te pongo a trabajar en la obra abriendo zanjas a pico y pala”. Y
el cabrón del viejo es capaz de cumplir la amenaza. Pero esta vez le enseñará
quien es Alejo. Lleva un mes dejándose las pestañas encima del libro, los
apuntes ha tenido que pedirlos, él no aparece por clase para nada, ¿para qué?
Si es necesario, le compra los apuntes fotocopiados a alguno de los empollones,
que esos tienen poca pasta y una ayuda les viene siempre bien. Y mientras, él
puede dedicarse a su verdadera vocación, la noche. Piensa que tal vez debiera
buscarse la vida como relaciones públicas en alguna discoteca de moda. Conoce a
un montón de tías buenas con ganas de marcha y a muchos tíos que, como él, son
de familia “de posibles” y prefieren ir de marcha a estudiar. Podría llenar
cualquier discoteca con esa fauna. Después del examen tal vez se lo plantee en
serio. Pero de momento toca clavar codos.
Una
cafetera llena hasta el borde y vuelta a la mesa. La falta de costumbre está
haciendo que le cueste trabajo concentrarse, pero por sus... narices que este
examen lo aprueba: ecuaciones diferenciales, que a saber para que demonios
valdrá eso. Si hoy los cálculos se hacen todos usando un ordenador; le metes
los datos y listo, el programa te hace todos los cálculos mucho más rápido. Y
no te hace un café al mismo tiempo porque no le enchufan la cafetera, que si
no... Pero hay que centrarse, que ya está divagando otra vez. ¿Por dónde iba?
Ah, sí, las dichosas ecuaciones, uff, que coñazo. En fin...
Van
ya cinco semanas dejándose la vista en los dichosos apuntes. Esperemos que haya
un poco de suerte y no pongan el examen demasiado difícil, a ver si está
dejándose la piel para nada. Pero parece que la cosa va bien, el examen es
mañana a las diez y apenas le queda nada más que repasar un poco por si acaso.
Por la tarde irá a darse una vuelta para oxigenarse, tal vez se tome una
cerveza y para cama temprano —para variar— para estar mañana descansado.
Al
fin llegó el día “D”. Hoy toca enfrentarse a las malditas ecuaciones
diferenciales, pero al menos se las sacará de delante para siempre. Alejo
desayuna con calma y sale de casa para coger el autobús al campus. Por si acaso
se lleva los apuntes, a veces hay suerte y algún profesor permite usarlos. En
la puerta del aula ya hay un montón de gente esperando, docenas de jóvenes que
charlan en animados grupos, que repasan angustiados sentados en las escaleras o
que salen a fumar un cigarro tras otro presa de los nervios. No conoce a nadie,
tan sólo le suenan un par de caras de verlos en los bares y discotecas por
donde se mueve la fauna universitaria. Pero no es raro, lo raro es verlo a él
allí. Se abre la puerta del aula y un bedel va dando paso ordenadamente a los
alumnos que van ocupando las gradas bajo la atenta mirada de una profesora con
gesto serio, a su lado, otro bedel permanece a su lado esperando órdenes.
Una
vez se han sentado todos, los bedeles comienzan a depositar los exámenes
girados ante los alumnos y una vez han acabado se colocan en los extremos de la
fila central del aula atentos a cualquier movimiento extraño, parecen águilas
esperando una presa. La profesora da las últimas instrucciones y les permite
girar el examen para comenzar.
Alejo
gira la hoja y encara la primera pregunta, se trata de resolver varias
ecuaciones, pero tienen algo raro, no entiende nada, ¿qué pinta aquí un coseno?
Sin dudarlo, levanta el brazo llamando la atención de la profesora que le mira
sobre el puente de las gafas y se acerca con gesto de fastidio —ya empiezan a
dar por saco—.
—Dígame
señor... no recuerdo su nombre, y ahora que me fijo, ni su cara.
—Soy
Alejo Bermúdez, no entiendo estas ecuaciones, ¿está segura de que entraban para
este examen?
—Pues
sí, señor Bermúdez, estoy segura—contesta mientras ojea un papel dentro de una
carpeta-. De lo que no estoy segura es de lo que pinta usted aquí
—¿Qué
pinto? Hacer el examen de ecuaciones diferenciales— Alejo no puede creer lo que
oye.
—Pues
nada. Ánimo y mucha suerte. Pero de verdad, no es necesario que se moleste.
Puede usted irse.
—¿Cómo?
¿Me está expulsando del examen? Si no he hecho nada para que me expulse— es
increíble, ¿es que ya ni preguntar se puede? Está alarmado, o aprueba este
examen o se ve cavando zanjas.
—Es
cierto, no ha hecho nada. De hecho, ni se ha matriculado en esta asignatura,
por eso no sé que pinta usted aquí.
Fin
¡Jaja! ¡Que bárbaro! Bueno, le espera una jornada agotadora de picar pala combinada con su linda disco. Al menos va a sacar músculo. Gracias Jesús por compartirnos las desventuras de Alejo.
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