Guillermo se
tomó un momento para echar una mirada a sus pacientes. Notó como
—pese a ser tan diferentes entre sí—cada uno hacia su propia figura en su fondo. José Francisco, erguido, delgado, con una especie de rígida flema inglesa, parecía más un juez que un ex asesino; Fausto, con su aparente look de yuppie exitoso, intentando a aferrarse a esa fachada con su sonrisa de publicidad pero con algo que dejaba una grieta abierta desde donde podía vislumbrarse levemente la derrota; Robertino, el más joven pero no por eso el de menos angst[1], algo desgarbado pero con un atractivo como uno de esos modelos franceses, una especie de Iván de Pineda[2] de la nueva generación, con sus rulos y sus labios gruesos; Darío, el único gay del grupo, pero que exudaba masculinidad, con su cuerpo tenso, similar al de un felino a punto de cazar a su presa y una actitud de contener una energía muy fuerte como si estuviera a punto de explotar; Damián, la estrella pop en ocaso, el niño prodigio que se había descarrilado al que aún se le podían denotar rasgos infantiles en su rostro, endurecido por la droga y el alcohol. Y luego estaba él, el gran enigma de Guillermo: Alejandro. De baja estatura, morrudo pero con los músculos marcados, fibroso, extremadamente tímido y vergonzoso, como una violeta a punto de florecer.
—pese a ser tan diferentes entre sí—cada uno hacia su propia figura en su fondo. José Francisco, erguido, delgado, con una especie de rígida flema inglesa, parecía más un juez que un ex asesino; Fausto, con su aparente look de yuppie exitoso, intentando a aferrarse a esa fachada con su sonrisa de publicidad pero con algo que dejaba una grieta abierta desde donde podía vislumbrarse levemente la derrota; Robertino, el más joven pero no por eso el de menos angst[1], algo desgarbado pero con un atractivo como uno de esos modelos franceses, una especie de Iván de Pineda[2] de la nueva generación, con sus rulos y sus labios gruesos; Darío, el único gay del grupo, pero que exudaba masculinidad, con su cuerpo tenso, similar al de un felino a punto de cazar a su presa y una actitud de contener una energía muy fuerte como si estuviera a punto de explotar; Damián, la estrella pop en ocaso, el niño prodigio que se había descarrilado al que aún se le podían denotar rasgos infantiles en su rostro, endurecido por la droga y el alcohol. Y luego estaba él, el gran enigma de Guillermo: Alejandro. De baja estatura, morrudo pero con los músculos marcados, fibroso, extremadamente tímido y vergonzoso, como una violeta a punto de florecer.
“Y con esa
obsesión de “tocarse el paquete” a cada
rato” pensó Guillermo.
Al terapeuta
no le extrañó que el muchacho quedara para lo último. Luego que Damián
terminara de presentarse-al que hubo que
callar, ya que se había tomado más tiempo que los demás-se hizo un silencio
esperando que Alejandro empezara. Pero sin embargo, no lo hizo. Se quedó
callado y se reía nerviosamente, una risita que escondía una gran ansiedad,
vergüenza o miedo. O una mezcla de las tres.
—Alejandro, es tu turno— le dijo amablemente Guillermo, quien solía ser ácido con sus pacientes, pero a quien el chico de Lanús[3] le inspiraba ternura y protección-Eres el único que falta presentarse.
—No me animo— dijo tímidamente el paciente. Todos habían estado tan ensimismados en sus respectivas presentaciones que no habían caído en la cuenta que a pesar que el chico había revuelto la bolsa no había sacado ningún objeto.
En cualquier
otra ocasión, Guillermo—quien no se caracterizaba por su paciencia ni
delicadeza — le hubiera hecho una intervención más dura. Pero un costado más
suave asomó en él.
—Tomate tu tiempo, revolvé la bolsa y preséntate con tu objeto.
Alejandro suspiró un suspiro ansioso y bajó la vista.
Tomó la bolsa, metió la mano, revolvió un poco y finalmente, sacó un espejo. Si
bien no sabía qué decir, lo primero que le vino a la cabeza fue la letra de la
canción principal de su película favorita, Mulán[4]. Nadie lo sabía, pero
Mulán y Alejandro tenían bastante en común.
—Esto es un espejo y…
—En primera persona-lo corrigió Guillermo, ya al borde de la impaciencia.
—Soy un espejo. Reflejo la imagen que la gente ve….pero…pero…
Guillermo
hizo un gesto como tratando de sacarle las palabras.
—Pero a veces no refleja quien uno es en verdad. Las imágenes pueden ser engañosas.
Y se acordó
de su infancia, de sus orígenes humildes, de todas las desgracias que le habían
pasado mucho tiempo antes. Pero sobre todo se acordó de “ella”: Elizabeth María
Eva.
Elizabeth
María Eva había sido la cuarta hija y segunda mujer en una familia de siete
hermanos. Justo la del medio, ni tan
grande para formar parte de los grandes ni tan chica para ser de los chicos. Por
eso desde que tenía uso de razón, había tenido una extraña y triste sensación
de no encajar. Peronistas[5] de ley, de aquellos
peronistas “de antes”, habían decidido ponerle a su hija “María Eva” como un homenaje a Evita[6], de quien tenían
prácticamente un altar en la casa. Por qué teniendo una hija mayor, recién lo
habían decidido con ella, era un gran misterio. Los Palomeque eran una familia
humilde pero digna. Vivían en una casa eternamente en construcción que se iba
ampliando según las necesidades familiares, sin ningún tipo de planeamiento ni
arquitectura, entre dos terrenos baldíos que los varios niños Palomeque y otros
chicos del barrio usaban como potrero[7]. En la casa no vivían solo
los Palomeque, sino también el Tío Ramón—hermanastro de la Madre y más cerca en edad
de sus sobrinos que de su hermana- la Abuela Gladys y el hermano mayor de
Elizabeth-el segundo en realidad, ya que la mayor era una mujer—con su mujer y
sus tres hijos. Elizabeth tenía varios alias: “La Ely” “La Evy” “La Lili” “La
Mavy” y respondía indistintamente a cualquiera de ellos.
Elizabeth María
Eva siempre había sido una chica tímida y vergonzosa. Algo varonera (“la marimacho” le decían en el barrio),
desde chica había sentido pasión por los autos y se sentí más atraída a jugar
con los autos de sus hermanos varones que con las muñecas de sus hermanas
mujeres. Ya desde pequeña sabía de mecánica. Su padre tenía un Ford Falcon todo
destartalado que se rompía a cada rato y ella observaba con detenimiento y
minuciosidad como su padre trataba de arreglarlo. Se sabía todas las piezas de
memoria: bujías, radiador, cigüeñal, batería. Había aprendido inclusive a hacer
encender el auto sin la llave, algo que le sería de mucha utilidad años más
tarde cuando se juntara con una pandilla de adolescentes que se dedicaban a
robar autos.
A los siete
años, Elizabeth supo de golpe lo que era crecer de golpe. El Tío Ramón —quien contaba con quince años cuando ella tenía siete—solía
manosearla y cuando ella tomó la Primera Comunión dos años después, Ramón, totalmente
borracho, le arrancó el vestidito blanco y abusó de ella sin más. La Mavy no
sabía muy bien lo que había pasado, pero sintió una sensación de suciedad, de
inmundicia, y su mente infantil asoció el hecho con el vestido y decidió nunca
más volver a usar uno. El Tío Ramón siguió violándola algunos años más. A los
doce, quedó embarazada. La llevaron a lo de Doña Yolanda que además de
curandera, tiraba las cartas, hacía pociones de amor y de paso, algún que otro
aborto. Doña Yolanda miró a la niña detenidamente—a quien ya se le notaba la
panza—, le puso un péndulo sobre el vientre y luego que el péndulo comenzó a
oscilar, se sacó el puro de la boca, sentenciando con aire profesional:
—Es demasiado tarde. Ya tiene el sapito adentro.
La criatura
nació algunos meses después y Gladys, la madre de Elizabeth María Eva, se lo entregó
a una familia de La Capital en cuya casa trabajaba su hermana como empleada
doméstica. Nunca nadie preguntó quién había sido el padre y como había pasado
el hecho. Los Palomeque venían de una gran tradición de madres solteras y ya
nadie preguntaba nada, aunque Elizabeth María Eva había sido la más precoz de
todas. Por lo general, las Palomeque se quedaban con sus hijos, pero La Mavy había
sentido tal rechazo al crío hasta el punto de no querer amamantarlo y dada la
precaria situación económica de la familia, habían pensado que lo mejor era que
el bebé se criara en una familia que le pudiera ofrecer una vida digna.
En cuanto al Tío
Ramón, conoció una chica que trabajaba de puta en un cabaret y un buen día se fue de la casa de su hermana, desapareciendo
por varios años, sin saber qué el hijo que esperaba su sobrina era suyo.
Desde
aquellos episodios poco felices, Elizabeth María Eva le tomó odio a su vagina y
la vio como fuente de todos sus males. Si una cosa le quedaba clara era que todo
lo malo que le había pasado era por ser mujer, los hombres la tenían más fácil.
Solía mirarse al espejo y sentir repulsión por su cuerpo. “¿Por qué tengo este cuerpo?” se preguntaba a cada rato. Y al mismo
tiempo que se miraba, vivenciaba de vuelta el dolor punzante e insoportable de
cuando su tío la penetraba con su enorme pene. Miedo, inseguridad, angustia,
aflicción, todas eran sensaciones que a Elizabeth María Eva le eran caras y
conocidas. Lo más paradójico era que al mismo tiempo que ella se detestaba por
haber nacido mujer, su deseo por otras mujeres se intensificaba; y al mismo
tiempo que su odio al género masculino se hacía más y más grande, ella quería
ser como ellos.
Así que un
día, inspirándose en Mulán, su película favorita, robó la máquina de rasurar
profesional que su hermana mayor se había comprado para probar suertes como peluquera
y se rasuró sus largos cabellos bien al ras, haciéndose un corte militar. Con
una faja, apretó sus pechos
adolescentes—por suerte no tenía mucho—y
comenzó a vestirse con ropa grande y holgada, masculina, peinándose los
cabellos con gel. El toque final fue ir hasta un Sex Shop del centro y
comprarse un consolador, uno con forma y textura de pene que asemejaba uno real.
Elizabeth María Eva se lo acomodaba dentro de su bóxer, y visto desde afuera,
parecía que estaba muy bien dotado. El problema era que como el aparato no
tenía un arnés, la chica se lo tenía que acomodar a cada rato y de ahí en
adelante le quedó la costumbre de acomodarse el paquete.
Entonces hizo
que todo el mundo la llamara “Lalo”, dejó la secundaria, en gran parte por las
burlas de sus compañeros y dada su habilidad para la mecánica, se unió a una
bandita de delincuentes juveniles que robaba autos. Sin embargo, se dio cuenta
que la vida criminal no le iba y que él quería ser un “chico decente”, así que
dejó su vida criminal tan rápido como la había empezado, dedicándose en cambio,
a lo opuesto: arreglar autos.
Elizabeth
María Eva/Lalo se sentía cada vez más feliz y más segura con su vida de hombre
hasta que conoció a “La Yesi”. Yesica “La Yesi” Montes era una amiguita de las
hermanas más chicas de Lalo y ahora, con dieciséis años, se había convertido en
una “yegua espectacular[8]”: piernas largas, pechos
grandes y turgentes, el cabello negro azabache largo casi por la cintura y una
sensualidad digna de La Coca Sarli[9]. La Yesi se paseaba todo
el tiempo por el barrio con sus mini shorts, su musculosa apretadita y sus
plataformas que la hacían parecer mucho mayor de lo que realmente era. Salieron
durante algunos meses. Lalo estaba perdidamente enamorado de ella. Pero con el
voraz apetito sexual de La Yesi, Lalo tenía que hacer malabarismos para que no
se descubriera su secreto. Por empezar, no dejaba que la chica le practicase
sexo oral y siempre hacían el amor a oscuras. Cada vez que se encendía la luz,
Lalo ya raudamente se había puesto los bóxers y la camiseta, por lo que Yesica nunca
lo lograba ver desnudo. Pero dicen que no hay nada oculto entre el Cielo y la
Tierra y tarde o temprano las cosas salen a flote, por lo que un buen día Yesi
descubrió de manera inesperada que su Lalo era en realidad una mujer como ella
y lo insultó y lo maldijo y le dijo cosas horribles como “Tortillera del orto” y “Trola Pervertida”[10].
La chica estaba tan fuera de sí que fue
a buscar a su ex novio, quien con sus amigotes trataron de darle una
palizota a Lalo, de la cual salió vivo por un tris y gracias a su velocidad a la hora de correr.
Elizabeth
María Eva/Lalo se sintió morir. Estaba perdidamente enamorado de La Yesi y
ahora la había perdido, pero también se había confrontado con su verdad: por
más que se quisiera sentir un hombre, no lo era. Al igual que de pequeña, no se
sentía parte de nada. No era mujer heterosexual porque no se sentía una ni le
gustaban los hombres. Pero tampoco se sentía lesbiana porque no se sentía mujer
en ningún sentido, aunque tuviera ese tajo allá abajo y sus pechos
sobresalieran algunos centímetros para afuera. La verdad era que Elizabeth
María Eva tenía que desaparecer para darle lugar a Lalo y entender su verdadera
identidad. Con lo de Yesi, había descubierto amargamente que no bastaba con
“parecer” hombre. Definitivamente, tenía que dar un paso más allá y convertirse en uno.
—Las imágenes pueden ser engañosas—susurró Alejandro mientras se presentaba.
—¿Qué más, Alejandro?—le preguntó Guillermo, decepcionado por la poca información que el joven mecánico había dado.
El chico
hesitó y se quedó pensando. De repente, miró a su terapeuta con sus enormes y
tristes ojos almendrados y le dijo:
—Sólo una cosa más. Me pueden llamar Lalo. Así me llaman todos los que me conocen.
Continuará…
[1]
Angst: En Psicología, angustia o temor existencial.
[2]
Modelo Internacional de origen argentino.
[3]
Barrio suburbano del Sur de Buenos Aires.
[4] Película
de Disney basada en una leyenda china, sobre una princesa que va a la guerra en
lugar de su padre.
[5]
Pertenecientes a un partido político que tiene a Juan Domingo Perón y Evita
como figuras principales.
[6]
Eva “Evita” Perón: ícono histórico argentino
[7]
Espacio de tierra abandonado usado como cancha de fútbol.
[8]
Arg. Yegua, Potra: mujer hermosa y voluptuosa, que exuda sensualidad.
[9]
Sex Symbol argentino de los años 60 y 70.
[10]
Insultos para lesbiana.
Ahhhhh, bueno... Alejandro nos salió Eliza y Eva al mismo tiempo. Bueno, Lalo es un cambio radical en una terapia de machos, porque dejo de ser de machos y pasó a recibir a una fémina. Un cambio interesante que deja un buen sabor de boca. Felicidades Gonzalo.
ResponderEliminarCarlos, gracias por tu feedback, como siempre. Bueno, en realidad tuve que acotarme un poco con la historia, ya que si no nuestra Jefa me reprende, pero más adelante verás que "Alejandro" -luego de un largo proceso-se convirtió en un hombre HECHO Y DERECHO, aunque haya nacido Elizabeth Maria Eva :)
ResponderEliminarmuy buen relato, lo mantiene a uno interesado de principio a fin, ciertamente la psicología es compleja, en este capítulo hace que se siga con interesa al historia de "Lalo", Saludos!
ResponderEliminarEsta historia es muy interesante y con cada nuevo capitulo la complejidad y los cambios inesperados nos dejan esperando por mas. Definitivamente que es un "Thriller" psicológico muy bien redactado.
ResponderEliminarBuen ritmo, interesante...
ResponderEliminarCristian
como siempre sorprendiéndonos... giros, complejidad, una forma minuciosa de atrapar al lector. Enhorabuena. Un abrazo
ResponderEliminarGracias a todos por vuestro feedback, como siempre.
ResponderEliminarJUAN: Y si, la psicología es súper compleja y me encanta meterla en lo que escribo. Ahora, solo NOSOTROS sabemos la historia de Alejandro/Lalo/Elizabthe María Eva. Vamos a ver COMO y CUANDO se lo cuenta a sus compañeros de terapia y a su terapeuta.
EFRAIN: Me encanta esa definción de "Thriller Psicologico"...:)
CRISTIAN: Gracias! Trato de darle ritmo porque a mi mismo me aburren las novelas sin ritmo.
JOSE: :) Me encanta que te sientas atrapado por la trama. Vamos a ver que pasa ahora que ya mas o menos concoemos las historias de todos.
Buen trabajo, compañero. Esta saga es uno más de los muchos motivos por los que seguiré desde la distancia muy enganchado a esta revista. Un fuerte abrazo y enhorabuena.
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