Las musas esquivas imaginadas tras el
ventanal danzaban su pieza más macabra, mientras las figuras cotidianas que
pululaban por el arroyo, con andares grotescos y extraños rictus, excitaban la
mente del escritor, ya de por sí torturada.
—Un vino de la casa—vociferó Ernest.
—¡Volando!—aventuró el joven camarero.
Irrumpió la lluvia en la
calle con una violencia inusitada.
—¿Qué demonios me ocurre?—pensó
Ernest—. No soy capaz de escribir una sola palabra. No puedo dejar de pensar en
aquel maldito porche donde mi abuelo, con una pipa humeante en la mano, se
mecía en su butaca y veía pasar la vida. Si por lo menos reviviesen en mí las
sensaciones de entonces, éstas podrían insuflarme una buena dosis de
inspiración…
—Su vino, señor Hemingway— el
camarero dejó el vaso sobre la mesa de madera de roble.
Ernest observó como rompían
las gotas de la lluvia sobre el empedrado de la acera, y como se reflejaba la
inquietante luz de las farolas en los charcos anunciando la culminación del
ocaso.
—Excelente—exclamó, tras
sorber enérgicamente el vino.
El camarero sonrió al tiempo
que frotaba el mármol de la barra con un trapo seco.
Hemingway escribió algunas
palabras hasta que la desesperación se apoderó de él, y despedazó la hoja de
papel. La expresión de su cara aparentó la virulencia de mil diablos
enfurecidos. Se levantó de la silla y se acercó a la barra con el vaso vacío en
una mano.
—Otro vino, por favor— solicitó.
El camarero se lo sirvió
atentamente. Hemingway se paseó de un lado a otro de la barra como un león
enjaulado. De repente, detuvo el paso y con los ojos bien abiertos, exclamo:
—Me he pasado la vida
huyendo de aquello que me define como persona. Siempre he tenido miedo a que
mis propios fantasmas me condujeran hacia la locura. Por eso he buscado la
aventura, la acción, como un antídoto capaz de arrinconar la angustia. He
superado mis temores encarando la muerte; porqué no hay nada más prosaico que
el acto de morir, y la prosa, en su definición más amplia, puede ejercer de
medicina para alejar el delirio…
Un relámpago estremeció a
aquellas dos almas.
—Cuando el miedo ancestral —dijo
el camarero— es genético, tiene difícil solución. Sin embargo, el temor que nos
han inculcado a través de la educación social, familiar o religiosa es más
fácil de combatir.
Ersnest se asombró del
razonamiento de aquel hombre.
—¡Cuánta verdad hay en sus
palabras, amigo!—dijo Hemingway.
Salió a la calle y prendió
el tabaco de su pipa grande y robusta. El humo ascendió lentamente en
sugestivas volutas, tal si fueran las divagaciones del escritor estimuladas por
el calor agradable del caldo en sus entrañas. El olor de las calles mojadas se
confundió con los atávicos aromas de los viñedos húmedos. Inspiró con fuerza y
volvió a entrar en la taberna.
Apuró el vaso de vino, guiñó
un ojo a su amigo y se fue hacia la mesa simulando bailar un vals. Y sin llegar
a sentarse, de pie, con el cuerpo inclinado y con un codo reposando sobre el
tablero, estampó las palabras sobre las hojas en un estado febril. Algunas
veces reía, otras fruncía el ceño, pero en todo momento parecía estar inmerso
en un éxtasis envidiable. El joven
camarero no pudo evitar observar aquella sublime actividad del escritor (una
cascada inigualable de creación) con una mezcla de estupor y veneración. Una
hora después, Ernest, abatido, soltó la pluma y escondió la cabeza entre los
brazos.
—¿Se encuentra bien, señor
Hemingway?—le preguntó el joven.
—Llámame Ernest, amigo
-contestó el escritor sonriendo—. Sí, estoy bien.
Hemingway cogió todas las
hojas esparcidas sobre la mesa y se dirigió a la barra.
—Me gustaría que las
aceptase— le dijo al joven, entregándole todo su escrito.
Éste se quedó atónito y sin
saber qué decir. Ernest soltó una carcajada que inundó toda la estancia.
—No digas nada—le dijo el
escritor—. Simplemente acepta esto como un obsequio personal. Sólo te pido algo
a cambio.
—Lo qué usted quiera—dijo
el camarero sin salir de su asombro.
Cuando Ernest le susurró
algo cerca del oído, un trueno blasfemó la comunión espiritual originada entre
aquellos dos hombres, y la lúbrica a aquel vínculo se manifestó con un apagón
que los dejó sumidos en la oscuridad...
Un
anciano, sentado en un banco del parque, lanza unas migas de pan a las palomas.
Ha transcurrido más de medio siglo desde aquella inolvidable tarde. Se sacude
las manos y extrae unos papeles ajados de color sepia de un amplio bolsillo de
su abrigo de paño, y con expresión triste en el rostro los relee una vez más.
Cuando levanta la vista tiene los ojos nublados por la emoción. Como por arte
de magia, aparece un mechero de una de sus manos, lo enciende y acerca las
hojas al fuego. Mientras arde el manuscrito, el anciano pierde la mirada en el
horizonte donde se recortan unas nubes rojizas ante un cielo malva. Tras sentir
el quemazón en los dedos, suelta el pequeño pedazo de papel chamuscado, y éste
cae al suelo con un vaivén descendente que al anciano le hace recordar aquellos
pasos de vals improvisados por Ernest. Sonríe, se levanta y se aleja.
Cuando sale del parque se
sumerge entre la vorágine despiadada de la ciudad. Le vienen a la memoria
pedazos de su pasado. Siente una tristeza insondable que lo deja cruelmente
indefenso. La noche se cierne sobre las tumultuosas calles. Unas luces de neón
parpadean ante sus ojos. Levanta la vista y lee: “El viejo y el mar”. Entra en
un pequeño bar situado frente al “cine de arte y ensayo” y pide un vino de la
casa. Un camarero joven, despreocupado, se lo sirve. El anciano alza el vaso,
encarándolo al cartel iluminado, y brinda:
—¡Salud, viejo amigo!—.
Por su vida y su obra, Ernest Hemingway fue una figura que estuvo en casi todos los países de lengua romance. De esta forma, este destello de inspiración, que pudo suceder después de la Primera Guerra o durante la Guerra Civil, resulta interesante. Aunque no soy quien para saber el ambiente. Gracias Cristian por compartir.
ResponderEliminarGracias a ti.
EliminarBonito relato que uno dos mundos. Un genio como Ernest, merece todos los recuerdos que se le puedan brindar. Muy buen trabajo Cristian. Te felicito. Un saludo
ResponderEliminarGracias Faustino. Saludos.
EliminarCristian
Cuantos manuscritos han quedado en algún baúl añejándose, excelente relato en el cual nos lleva a ese momento en el que un manuscrito es entregado a alguien que jamás lo publica, ¿qué hubo en él?, claro otro aspecto es la amistad.Saludos.
ResponderEliminarGracias Juan.
EliminarCristian
Una historia inspirada en un gran escritor la cual nos hace pensar en cuantas historias perdidas existen o existieron y que nunca serán publicadas. Muchos escritos olvidados por muchos autores.
ResponderEliminarMe gustó. Te hace pensar en la de historias geniales nos estamos perdiendo . Un abrazo
ResponderEliminarGracias Jose.
EliminarCristian
La impotencia de escribir suele darse en quien practica el oficio. La remembranza de Hemingway y ese papel que alberga una inédita historia…como tantas que uno deja, de pronto, en una servilleta, en una hoja dada a los enamorados… muy buena historia la tuya amigo. PD: y el cierre... magistral.
ResponderEliminarCon lágrimas en los ojos voy a escribir las siguientes palabras: es como si el Destino interpusiera esta serie de elementos o historias en mi camino a propósito. Amigo Cristian, nada más comenzar a leer tu texto, he pensado "Ernest... Vino... Seguro que tiene algo que ver con Hemingway" y se me ha venido a la cabeza su obra "Fiesta", al estar camarero y señor en la barra de un bar. Y en efecto, él era. Cuando he descubierto de quién se trataba, he pensado en su obra "El viejo y el mar". Y era la creación que el escritor se proponía escribir... Me has dejado sin palabras. Sobretodo el cambio de escenario repentino, que tanto me ha gustado. Es un pequeño relato de una calidad excelente, tanto en la expresión, como en la narración, diálogo... Le doy un 10 rotundo.
ResponderEliminarBravo,
María José Cabuchola Macario
Me has conquistado con este bonito homenaje a Hemingway. Te felicito por ello. Un abrazo.
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