“Al pasar como una centella vi la Oscuridad.
—A dónde irá esta oscuridad tan apetecible,
tan prometedora. Trae el aroma de un calor patriarcal. Regio, establecido,
acogedor —me dije.
—No, Alfred. Todavía no es el momento —dice
Khara.
—Es necesario, Khara. No te preocupes por su
condición, sólo percibirá el reflejo de lo ocurrido —dice sereno el príncipe
Aksha.
Entré en aquella densidad espectral: nunca
había sentido nada igual.
—Mirad, mirad, ya llega —dice Khara
visiblemente excitado por la ola gigante de solemnidad que se acerca retumbando
en la Oscuridad.
La intensa negrura va decreciendo a medida que
aumenta el rumor de cadenas que arrastra aquel pisar decidido. Andar sin vuelta
de hoja. Cada paso hace temblar un empedrado que casi no se distingue de la
negritud. Un pavimento únicamente materializado para soportar la precariedad
del instante en que pisa el obstinado poder de la insubordinación. Inexistente,
podría decirse. Más que pisadas, afirmaciones rotundas de axiomas perversos,
verdades aberrantes, expresiones diáfanas de un odio visceral. Uno de aquellos
orgullos inveterados que no languidecen aunque transcurra una eternidad. Al
contrario, que crece segundo a segundo, y se multiplica por mil a cada
instante. Vehemencia inaccesible desde lo humano. Demasiado rígido, demasiado
fraccionado. Aquí, en la insondable naturaleza del Mal, la realidad se
materializa y se desmaterializa de repente. Con desearlo. Como si fuera cosa de
voluntad. De que alguien lo decida en un instante. Deseo banal de un Lucifer
deslumbrante que emerge desde la profunda negrura desplegando las majestuosas
alas de su poderío. Tornasoles curvados que abarcan universos con su hechizo
irresistible y los hielan con el viento de sus alas. Belcebú, Samael, Duma,
Azazel, Asmodeo, Mefistófeles, cualquier nombre que el Infierno quisiera darle.
Aquí ni nombres ni siluetas cuentan para nada, designan naturalezas que ahora
son así y luego de mil formas distintas.
—Para mi Lucifer, por la excepcional belleza
de su significado: Hijo de la Mañana, Portador de la Luz, Dragón del Alba,
Príncipe del Poder del Aire, y por lo que representa, la esbeltez de un Orgullo
cristalino que nunca perece —me dije reviviendo emociones enterradas en lo más
íntimo.
Hace su entrada solemne en la inmensidad de
una estancia abovedada. Densa negritud hecha espacio. Arrastra un Triceratops
malhumorado, atado con un manojo de cadenas anudadas al cuello. Se distinguen
con claridad los tres cuernos, el collarín que forma la extensión del cráneo, y
la boca en forma de pico. Visto de verdad todavía parece más aterrador que en
las películas de dinosaurios. Seguramente una inteligencia torcida de modo
consciente con ánimo de burla para ofender. Un ser digno que rezuma odio visceral,
cansado de andar encorsetado en semejante disparate formal. Gime y aulla.
—Bello, a pesar de todo —tuve que admitir al
fin.
Le aguardan cientos de demonios congregados
que despiden una hermosura críptica y visceral. Arquetípica y extraña.
Indiscutible. Cierta. Producto de una magnificencia casi olvidada, pero todavía
visible. Fisonomías principescas que un destierro abominable ha vuelto
decrépitas y decadentes, pero rematadamente seductoras. Envejecidas en la
continua desolación de un abandono inexorable llevado con orgullo, construido
como inequívoca razón de ser. Semblantes transmutables a voluntad en una
belleza diabólica que enamora hasta la perdición, que convence con un encanto
maléfico y engañoso. Capaz incluso de arrebatar cualquier decencia obligada por
la Mente. Un ardor luciferino que mata de sed con la promesa de aquella sublime
sedosidad que emana lo celestial. Sed de un Mal que acaba por convencer de que
es el Bien. La sed insaciable del espejismo. Perfiles esculpidos con la
estética perdurable del Mal. De un refinamiento inagotable, perfectamente
definido, rigurosamente derivado de lo excelso que fue con anterioridad. La
otra cara de lo sublime continua siendo sublime. No son sólo las caras las que
poseen la naturaleza inigualable de lo Sublime: son las caras y las cruces. Es
la moneda entera. Lo Sublime no tiene caras ni cruces. Es.
—Estética diabólica que a Olivia le encantaría
—me dije.
Una frivolidad innegable dada la
circunstancia, es verdad: mejor entretenerse en criterios estéticos que
enredarse en emplomadas dialécticas de concepto. Una reacción defensiva
comprensible en medio de la Oscuridad. Más aún en un ámbito donde el hecho
mismo de pensar resalta claramente por su incompetencia. Pensar en el Abismo
carece de todo sentido. ¿Qué pensarías en lo más profundo de la Oscuridad?
Seguro que no te acordarías ni de Paris Hilton. Imagínate. Gracias que te
asista el aliento. Que puedas mantener una cierta identidad, aunque resulte
borrosa y algo desleída, apenas reconocible, quizá al borde mismo de su
extinción. Incluso se me vino a la cabeza la idea de si me volvería un demonio
con aquel áureo perfil ancestral. Me emocioné. Fue una mezcla repentina de
vértigo y de afirmación en la propia naturaleza. Plomo plateado. Algo distinto
del yo que proporciona ser Alfred o Josefina. Sin embargo, los demonios no
tardaron en arrancarme de aquel encandilamiento metafísico tan refinadamente
erótico. Eran bellos, sí, pero exaltados como rabia encabritada retorciéndose
sobre sí misma. Una masa desasosegada, casi histérica, como un fuego vehemente
descontrolado. Jauría de bestias hambrientas que espera de su amo algún gesto
que esclarezca la irritante turbulencia que se barrunta. Odio y rabia.
Le abren paso doblando la rodilla, ratificando
un vasallaje incuestionable que ya viene durando casi una eternidad. Aquel
Lucifer de antaño, Lucifer ahora también, se sienta volteando la capa con una
autoridad fuera de duda, dejando a sus pies aquella bestia encadenada. El
único. Un poder que subyuga con el hechizo de haber sido el primero. Alguien
sublime. Casi la Omnipotencia misma. Exhibe con innegable brillantez el sello
inconfundible de la gesta heroica, el carisma consistente que da haber
desafiado lo imposible, el carácter que imprime haberse implicado en un hecho
trascendental. Una voluntad de magnitud insoslayable: con el magnetismo
sobrecogedor de quien osara menospreciar a la Luz para erigirse en su propia
luz. Las batallas estampan su sello candente tanto al que las gana como al que
las pierde. Hay hechos cuyas consecuencias perduran eternidades. Un rostro que
el orgullo visceral hace incluso lustroso. La incandescencia de una
inteligencia obstinada en un solo propósito ilumina con todas las luces de la
Oscuridad. Qué realeza, a fin de cuentas, señoras y señores.
—Nada está consumado, ni lo estará nunca
—parece decir aquella expresión petrificada por la espera contumaz.
Sin embargo, aunque el Mal no pueda competir con
lo Bello, la estética diabólica tiene algo que hiela la sangre. Aterra, pero
hechiza. Emociona.
El semblante de Lucifer, siempre inconmovible
en su terca disposición, refleja con sutileza la caricia corrosiva de una
Oscuridad inquieta: aquel poder capaz de aglutinar la ira de la Oscuridad en su
puño incandescente, no puede evitar un hiriente matiz de contrariedad en el
rostro. Aquella chusma enervada olisquea instintivamente que se aproxima la
tragedia. Un hedor corrosivo cargado de malos presagios anuncia la ejecución
aplazada de una sentencia implacable.
—Un hecho insólito
que después de tanto sigue interfiriendo la armonía de la Creación. Aunque la
mayoría viva ensimismada en los deseos de cada día, Alfred sigue conmovido por
el alarido funesto aquella equivocación —dice Khara.
Al fin Lucifer toma la palabra, más para sí
que para nadie.
—Si no conseguimos pronto nuestro propósito
desapareceremos de la faz de la Creación. Carecemos de autosuficiencia, somos
incapaces de crearnos a nosotros mismos, de existir al margen de lo que ya
existe. Formamos parte de todo lo creado: ahí radica precisamente nuestra
debilidad.
—Un discurso
desacostumbrado en el Infierno —se dicen Kumbha, Khara y el príncipe Aksha, muy
atentos al tono del parlamento.
Lucifer continúa hablando ensimismado.
—La Creación está abocada a una completa
reestructuración. Puede que a una disolución irreversible que abra paso una
nueva Creación. Nuestro final definitivo, en consecuencia: la aniquilación, la
nada, la inexistencia absoluta. Dominamos un imperio sin un rayo de luz que
consolida la supremacía de la Oscuridad. Sin embargo, Majestades, aunque
Príncipes del Mal, es precisamente en lo humano donde tenemos abierta una
fisura inquietante. Aunque equivocados como nosotros, los humanos siempre han
logrado escapar a nuestro dominio. Nada de lo que poder vanagloriarse,
ciertamente. Un hecho inadmisible para nuestra dignidad de Príncipes de las
Tinieblas. Especie limitada la humana, pero con la indiscutible habilidad de
regenerar su equivocación. Capaz incluso de deslumbrar a los nuestros con su
impredecible poder de perfeccionamiento. Para nuestra vergüenza también, hay
que reconocerlo. Creímos que porque entreabrían sus bocas jadeantes disfrutando
de la Lujuria, iban a permanecer errados para siempre. Qué trivialidad. Es una
especie peligrosa: ofrece placeres que fácilmente pueden ser considerados
sustitutos de nuestra condición diabólica.
—Su enorme poder de regeneración no deriva de
lo sensorial, Lucifer —se dice el príncipe Aksha contemplando a Olivia sentada
con los ojos cerrados.
Aksha coincide con Lucifer, pero discrepa del
placer que puede tentar a un demonio hasta el punto de hacerle olvidar la
Oscuridad. Lucifer ha poseído muchas hembras con estrepitosa bestialidad,
mientras las hijas de Lilith clavaban sus garras en la blancura virginal de sus
carnes y les daban a beber sangre endulzada. Pero el príncipe Aksha ha
presentido la Infinitud sin saberlo. La ha intuido con su poder de
introspección demoníaca, al contemplar los párpados dorados de Olivia cuando
medita con aquella carita de Princesa de Mithila.
Lucifer se va enfureciendo solo. Todo quiere
temblar.
—Resulta humillante comprobar que muchos de
los nuestros hayan preferido encarnar como humanos, que mantener su egregia
condición de Príncipes de las Tinieblas. Qué ignominia. Han renegado de su
insigne condición para incorporarse de lleno a la especie que juraron someter.
Al principio crearon las bases precisas para que los humanos renegaran de su
origen y se alejaran para siempre de su esencia, es cierto. Pero, contra todo
pronóstico, no pudieron evitar caer en la trampa: a falta de alguna luz,
prefirieron lo sensorial que seguir odiando en las tinieblas. Cambiaron la
soberbia de la Oscuridad por la naturaleza humana.
—Alfred va a
emocionarse —dice el príncipe Aksha.
—Qué historia
más romántica —me dije.
—En un acto de enajenación, muchos
prefirieron hacerse humanos de pleno derecho. Los humanos tienen un poder
engañoso: su elevada capacidad evolutiva. Parecen cucarachas incansables
guiadas por la luz del amanecer. Para nuestra fortuna, todavía están
convencidos de que pensar va a hacerles felices, dan por verdadera la falsa
identidad creada por el ego, y no escuchan a nadie: siempre quieren tener la
razón. Además, por ahora no están para infinitudes. No comprenden que para
acceder a lo ilimitado, primero han de trascender sus propios límites. Les
encoleriza que alguien les muestre su limitación. Les aterra la idea de que
para ser grandes tengan que abdicar primero de sus privilegios de pequeños
dioses: se encuentran satisfechos con su miseria. Pero al final lo imposible
acaba haciendo mella: habla de cosas incomprensibles que hace mucho tiempo que
algunos quieren oír. Mientras ningún humano descubra su naturaleza infinita y
la realice, estaremos a salvo. Es lo único que debemos evitar por todos los medios.
Si algunos escapan de la limitación y alcanzan la Inmortalidad, se salvará toda
la especie, quedará restablecido el Orden del principio, y con ello comenzará
nuestro concluyente final.
—Es lo que está buscando Alfred, a fin de
cuentas —se afirma Aksha.
Lucifer hace una pausa dolorosa.
—Una
Creación desprovista de todo lo Ilusorio, establecida en lo Real. Una condición
en la que no tenemos sentido: el final de nuestra razón de ser. Mientras la
humanidad persista en su condición limitada nunca alcanzará la Inmortalidad.
Mantener su equivocación dependerá de nuestra habilidad. Un tiempo precioso que
nos permitirá extender la Oscuridad por toda la Creación: si no creadores, al
menos amos y señores de la Creación.
Lucifer me ha conmovido como a un demonio
temeroso de que le usurpen la existencia. Nunca tan pocas palabras han logrado
sacudirme tanto. Un discurso que evidencia la impenitencia proverbial de la
Oscuridad, el carácter irredento de su condición. La imperceptible convicción
de que algunos humanos podrían estar cerca de alcanzar la Infinitud ha
transmitido un matiz de rebeldía a la asamblea.
—Una soflama penetrante que Alfred
ha soportado con cierta inquietud. Tiene un pasado a punto de explotarle en las
manos, como si tuviera un nombre a punto de pronunciar en la punta de la
lengua. Lucifer ha hablado de él. Alfred lo intuye, pero no sabe nada más. De
ahí su conmoción: le concierne, pero no sabe que le concierne, cómo, ni hasta
qué punto —dice el príncipe Aksha.
La reacción no se hace esperar.
Moloch, el paralelo perverso de Kether, la
Corona del Conocimiento. El primer Sephiroth. Existencia de existencias. El Secreto de
los secretos. El Antiguo de los antiguos. El Antiguo de los Días. El Punto
Primordial. El Punto dentro del Círculo. El Altísimo. Moloch, abominación de
los Amonitas, encarnación del aspecto salvaje y devastador del calor solar,
guerrero de los más fieles, el que demostró mayor intrepidez en la contienda en
que quisieron apropiarse de la Luz, de los pocos que todavía mantienen incólume
el espíritu de la caída, siempre astuto en conjurar flojeras y desánimos, toma
la palabra de un modo decidido.
—Que vayan a la Luz, mejor. Iremos con ellos.
Será la oportunidad que tanto hemos esperado. Si algunos de los nuestros se
decidieron por lo humano renegando de su insigne condición principesca, ¿creéis
que va a resultar difícil disfrazarse entre ellos, y una vez cerca de la Luz
reiniciar por fin la anhelada conquista? La nada obliga a reaccionar con
firmeza: es la más pura inexistencia.
Baal, Gran Duque del Infierno, al que muchos humanos han visto con tres
cabezas, de gato fosforescente, de hombre coronado, y de sapo viscoso, con un
torso robusto terminado en patas de araña, el que hace invisibles y astutos a
aquellos que le invocan, divinidad principal de caldeos, babilonios y fenicios,
al que sacrificaban bueyes y terneras, y las mujeres se prostituían en su honor
hasta que Jehová lo mandó al Infierno, regio de talante, con un semblante
bastante desgastado por el odio, trae el ademán severo del que posee
información reservada de inmediata deliberación que se adivina crucial dada la
circunstancia. Se acerca con tiento a Lucifer por detrás, y le susurra al oído.
—Te recuerdo, Dragón del Alba, Caudillo de los
Infiernos, que los humanos disponen de una naturaleza que les permite
identificarse con lo Absoluto. Ser la mismísima Infinitud. En esto nos
aventajan: miserables hoy, pero quizá Omnipotentes mañana. Nosotros, en cambio,
Príncipes de las Tinieblas para siempre. Casi Omnipotentes, pero únicamente
rozando la Autosuficiencia. Supongamos, Lucifer, Hijo de la Mañana, que nuestra
hueste adopta la forma humana para engañar a la Luz, y una vez en lo humano,
alguno de los nuestros encuentra el camino de lo Ilimitado, y se convierte en
la naturaleza del Absoluto: ¿a qué Luz combatirá después de haberse convertido
en la mismísima Luz? Sin darnos cuenta, Egregia Majestad, habremos desaparecido
para siempre del modo más necio. Iba a tratarse de una auténtica humillación,
Lucifer. Con nuestra falta de perspicacia, en un santiamén convertiríamos la
más densa Oscuridad en la más pura Infinitud. Y para nosotros, de premio, la
aniquilación. La nada.
Lucifer no mueve ni una pestaña.
—Sigue —dice pensativo.
—Te
recuerdo que algunos de los nuestros comenzaron copulando con las hijas de Caín
hasta que terminaron como humanos. Aunque limitado, lo sensorial pudo más que
su odio ancestral de demonios. Esos, fueron los necios. Sabes perfectamente,
también, que algunos de tus allegados cuando eras el Hijo de la Mañana, luceros
refulgentes, inteligencias perfiladas como diamantes, conscientes como noches
de Luna llena, abandonaron la Oscuridad y eligieron lo humano para alcanzar el
Reino de la Luz como naturalezas inmaculadas. Mucho peor, Lucifer. Estos han
invertido los términos: ya no quieren subyugar lo Eterno, anhelo ancestral de
nuestra estirpe de Príncipes de la Tinieblas: quieren ser la mismísima
Infinitud, la única alternativa que ofrece su recién adquirida condición de
humanos. Han cambiado la soberanía de la Oscuridad por el más rotundo de los
vasallajes: convertirse en la naturaleza misma de la Luz. Esto, Lucifer, aunque
sepultados en la Oscuridad, resulta demasiado tentador para que todos lo sepan.
Habrá que engañarles. En un momento de desasosiego como el presente podríamos
perder lo mejor de nuestra egregia hueste demoníaca.
Lucifer, bruñido el semblante, asiente casi
imperceptible.
—Siempre brillante, mi fiel Baal —le dice.
Baal apoya sin disimulo la estrategia guerrera
de Moloch.
—Regresaremos a la Luz disfrazados de humanos
—les dice entusiasmado.
Asienten todos con una febril aclamación.
Belial, perteneciente a la antigua Orden de las Virtudes, ahora Demonio de
las Mentiras, aparece sobre un carro de fuego tirado por dragones. La Bestia, le llaman en el Apocalipsis. Resignado desde
el principio a su ingrata condición de desterrado, siempre antepuso la
Oscuridad a la aniquilación definitiva como resultado seguro de una nueva
derrota. Aunque vaya montado en un carro de fuego, Belial se siente más
derrotado que nunca.
—Si los humanos alcanzan la Infinitud, nos
disolveremos en la nada absoluta sin que medie lucha ni derrota. Oscuridad, sí.
La nada, nunca. Aunque condenados al humillante suplicio de una eterna
Oscuridad, siempre resulta preferible la existencia que la nada —se dice Belial
con notable suspicacia.
Acabar en la más pura inexistencia se hace
imposible de imaginar. Ser demonio no da para tanto. Los demonios vienen
coqueteando con la eternidad desde antiguo, pero la falta de existencia es algo
que ni siquiera pueden comprender. Belial es consciente de la asentada ceguera
que les envuelve. Lo ficticio da para mucho, pero no para siempre. Es
consciente de que han pasado demasiado tiempo en la Oscuridad, y ya no saben lo
que quieren. El Reino de las Tinieblas está bien para darse una vuelta, como
hicieron Dante y Virgilio. O para entenderlo como una idea ilusoria como hacen
los humanos: sin saber si es verdad, o es mentira. Nunca para pasar una
eternidad. El desespero impotente propicia disparates todavía mayores, puede
que incluso bastante más dolorosos.
—Quizá el secreto consista en demorar todo lo
posible la improbable circunstancia de que los humanos recuperen la Luz
—concluye Belial.
Toma la palabra a tenor de este
convencimiento.
—Augustos Príncipes de las Tinieblas, propongo
una estrategia que proporcione el tiempo necesario para que los humanos acaben
olvidándose de querer ser Infinitos. Tiempo para que algunos demonios que se
convirtieron en humanos enfrenten la autosuficiencia de la Luz, reestructuren
por fin la Inmensidad, y, una vez Señores de la Creación, nos rediman de la
Oscuridad, nos honren como veteranos, y nos den privilegio en el nuevo Orden
Cósmico.
Un rayo de esperanza alivia el desaliento
general.
—Otro como yo, imposible —se dice Lucifer.ç
Aunque luego tenga que admitir con cierto
rencor que bien podría hacerlo de nuevo cualquier otro en su lugar.
—Si se levanta y vence, ¿va a darnos realmente
entrada en el nuevo Orden Cósmico, o tratará de mantenernos en la Oscuridad
para acrecentar aún más su poder? Y si nos abriera las puertas en virtud de
viejas lealtades, ¿qué Caudillo habría de tener el recién creado Imperio
Celeste: yo, por intentarlo el primero, o él, por salir victorioso esta vez? Si
decide ser él por haber ganado, tal como presiento, ¿qué estrategia será la mía
para destronarle, si de todos modos tendré que ser yo Señor de los Señores?
Otra guerra presiento. Guerra que al fin sin duda venceremos. Habrán resultado
victoriosos, pero, aunque rebeldes, nunca podrán compararse con nosotros: por ser
demonios tenemos una astucia que ellos nunca tendrán —concluye Lucifer con
determinación.
—Alfred piensa en
Mara sin saber por qué —dice el príncipe Aksha.
—De buena gana besaría a Mara apasionadamente
—pensé.
Belial consigue conjurar por el momento
cualquier sombra de aniquilación, de precipitación en la nada. Continúa
empecinado en desplegar la estrategia definitiva que pierda para siempre a los
humanos: borrar de su espíritu la intuición de lo Ilimitado, desbaratar la
llegada a su inconmovible Destino final: la Luz.
—Cambiaremos sus conciencias por otras: al
final todos serán de los nuestros ¿Lo Absoluto? ¿Qué Absoluto?, dirán, y
sonreirán como niños creyendo que se trata de un juego disparatado. Los
retrocederemos a formas de conciencia primitivas, a lo monstruoso, les daremos
el lustre aterciopelado de la negritud, le hundiremos a la angustiosa densidad
de la Oscuridad. Evitaremos los monstruos de antaño, un circo en el que
estuvimos cerca de perder el modelo original. Afortunadamente, quedaron
algunos. Siempre quedan algunos, grandeza y miseria de esta especie de simios:
al final, por deformes o por alejados del origen que estén, regresan de nuevo a
lo humano. Ciegos como topos, eso sí. Incapaces de adentrarse en la materia
sutil, en lo invisible. Indefensos ante las criaturas que se los comen vivos,
nuestros gatitos, alimañas que los van devorando poco a poco hasta dejarles sin
conciencia, hasta que viven en su interior. Mirad.
Un cuerpo humano de materia sutil aparece
suspendido en el espacio. Luminoso, transparente, embebido en el interior de un
fascinante dragón tornasolado que muda constantemente de forma y color como si
se adaptara a los ciclos incesantes del Tiempo. Despliega innumerables velos a
su alrededor, como si fueran emanaciones de un alma embrujada que desparrama
hechizos capaces de trastornan la identidad. Alas esplendorosas que ondulan
suavemente, un embeleso que roba el sentido con una capacidad de engaño
indefinible. Como si emanara suspiros inaudibles capaces de convencer de
cualquier imposible. De que uno es invencible en su propia limitación. De que
es Rey, amo y señor.
—Aunque no quieras, sucumbirás ―parece decir
el dragón.
Engaño materializado en sonrisa. Una mirada
inteligente, calculadora, del todo indiferente al observador, muy consciente de
su poder. Dulce, autosuficiente, altivo, amigo en lo aparente, convencido del
rotundo encanto hipnótico que posee, de quién es, de cuál su misión, de cómo
hacerse irresistible, de su incalculable capacidad de seducción. Los Dragones
encantan tanto como las Princesas.
―Una de nuestras criaturas más convincentes.
Espíritu refinado que confiere la lucidez necesaria para sobrellevar cualquier
mediocridad, para poder enfrentarse con castillos enteros abarrotados de
miedos. Prometedor de alturas, de la autosuficiencia que exhibe quien maneja el
poder, de la satisfacción plateada que otorga ser protagonista: la
indescriptible sensación de ser alguien que vale la pena. Una ilusión que llena
como si fueras de verdad. Una entidad viva capaz de usurpar cualquier vida.
Príncipes de las Tinieblas, mirad qué queda de este ser humano: nada. El cuerpo
habitado por una criatura inextinguible que vive en su interior ―dice Belial
exultante a un auditorio fascinado.
―Soy la entidad del Espíritu Etílico ―dice el
dragón.
—A muchos les
parecería imposible beber dragones hasta caerse de espaldas —dice Khara con ironía.
―Un espectáculo triunfante apoyado en la
indignidad. Los dragones tornasolados saben muy bien donde tienen la vida.
Reconocen de inmediato el desconsuelo de las vidas vacías. Aportan luz y calor
a cambio de ser los amos. La fantasía deprimente de querer llenarse con lo que
sea. Hay que haber hecho muchas guerras
para aspirar a ser auténtico. El sufrimiento y la derrota, la sangre en
definitiva, protegen de la trivialidad de querer todo a cambio de nada. Del
mismo modo que matan, los dragones anuncian con trompetas de oro que existe lo
verdadero. Qué poca satisfacción inmediata conlleva la búsqueda de uno mismo.
No es extraño que los dragones estén al acecho. Y las serpientes. Y el Demonio.
Para evitar el desierto agotador y la inacabable noche del espíritu, de buena
gana te entregarías a cualquier dragón con los brazos abiertos. A lo que fuera.
Todo parece más placentero que la búsqueda de la Verdad ―me dije ante aquel
descaro.
Tanta indignidad me hizo reaccionar como un
adolescente que quiere hacer la Revolución. Cualquier revolución que libere de
la estrechez.
―No obstante, aquí tenéis las mejores.
Princesas modositas que prometen refulgencias inacabables, delirios de
grandeza, paraísos inextinguibles de dulzuras sin límite, arrobamiento y
beatitud, carantoñas bienaventuradas, y acaban convertidas en auténticas brujas
que imponen su implacable tiranía a golpe de bisturí. Aquí las tenéis, Egregios
Príncipes, las entidades plateadas de los Espíritus Alcaloides. Con el ansia de
querer ser más extensos, las invitan a entrar para parecer lo que no son,
tratando de materializar el deseo de ser lo que quisieran, empecinados en
seguir ignorando lo que son. Destreza macabra por su perfección, que solventa a
la inversa la verdadera estrategia para llegar a ser: proporciona un sustituto
que aleja aún más de lo que se es y todavía se ignora. Entroniza de modo
triunfal vestigios de realidad quimérica en el vaho de la ficción más
enraizada. Los convierte en espectros que vagan entre sonrisas de suficiencia
por el mar fantasmagórico de los egos derretidos ―dice Belial como si cantara
ópera.
―Más hermosas que ningún demonio ―me dije.
A muchos les parecería imposible meterse
Princesas del Mal por la nariz y por las venas. Hay princesas que no se
contentan con poseer los espíritus, necesitan poseer los cuerpos como
endemoniadas. Disfrutan ahogando cerebros clavándoles las uñas de las dos
manos. Es la única manera de que los espíritus queden desperdigados y
quejumbrosos, temerosos de no saber dónde meterse de ahora en adelante,
despechados por una montaña de carne agotada con tanto ardor de Princesa. Para
que luego digan que el espíritu está en el cerebro como si se tratara de una
genialidad. Qué lejos están los espíritus de los cerebros.
―Dragones y Princesas encantan, pero las que
de verdad hechizan son las entidades que prometen lo Real por el camino de la
Ilusión. Todavía mejores aún, Majestades Luciferinas. Entidades solemnes
cargadas de sacralidad que se muestran como legítimas portadoras de la Verdad.
Se acreditan como misteriosas poseedoras del hermetismo capaz de desvelar la
delicadeza querúbica que abre la Puerta de la Siete Llaves y permite el acceso
a lo Real. Pero que inducen a confundir los valores del espíritu, a tergiversar
los arquetipos del Bien y del Mal. Con lo adorable que es el Mal. Las que
invocan los Ángeles de Dios en su tránsito hacia lo Oscuro. Se engañan porque
ven a la mismísima Corte Celestial. A María Inmaculada y a todos los Santos del
Cielo. A Dios con barbas blancas montado en una nube entre esplendorosos rayos
de sol. Sin darse cuenta ponen color a las estampitas de la primera comunión.
El cerebro desempolva los trajes del armario del Día de la Coronación. Entidades
que consienten el acceso a todo lo que se quiera ver: demoníaco o celestial,
placentero o doloroso, bello o siniestro. Lo que anida embutido en sus neuronas
desde el día que nacieron. O antes, desde que su madre era una niña y un súcubo
maligno la poseyó entre edredones de brasas una noche de rayos y centellas. Ven
el deseo inconsciente del que realiza el tránsito, la materialización de los
ideales que sustentan sus creencias, aquello que siempre han considerado
superior, sacro, pero conducidos por la senda resplandeciente de la Oscuridad.
La perversión maquiavélica de introducir a la persona en el seno de una
simetría funesta, en una jerarquía paralela: parece el Bien, pero es el Mal.
Entidades que incluso infunden respeto y veneración. Las consideran sagradas
porque permiten el acceso a lo que creen sagrado, aquello que de verdad
respetan: sus antepasados, sus dioses, sus cielos.
―Lo sacro siempre ha sido acero cortante de
doble filo ―me dije pensando la magia de la ayahuasca.
―Son las Entidades del Tránsito, las que abren
la puerta a otros mundos. Los más sabios acuden a ellas porque quieren voltear
con desespero la Puerta de las Siete Llaves, algo que nunca podrá ninguna
entidad del Tránsito. No pueden, pero convencen de que uno está llegando a las
puertas del Cielo mientras navega pausadamente por la tenebrosa laguna de
Estigia que conduce al Infierno. Plantas sagradas, las llaman. Alma de ritos
ancestrales en vastas culturas, sacramento con el que introducirse en los
cielos de sus difuntos, con el que honrar a sus dioses. Así terminaron
civilizaciones enteras, confundiendo entre ríos de sangre la inmaculada palidez
de la Muerte con la luz de los soles más deslumbrantes. Por desgracia para
nosotros, sólo recurren a ellas los buscadores de la Verdad. Aquellos pocos que
han escuchado las trompetas de la Inmortalidad y no se resignan a morir como
cualquiera. Los locos que se mezclan con la música indescriptible de las
esferas celestes. Ya nos está bien que la mayoría de los mortales no aspiren a
nada. Comer, beber y reproducirse. Reinar en sus pequeños reinos. Nada más.
―Reinar en sus pequeños reinos, dice ―me dije
sonriendo.
—Para su desgracia
y para nuestra fortuna, las Entidades del Tránsito son las que nos liberan de
los más peligrosos, los que intuyen vagamente que podrían convertirse en la
Infinitud misma. Los muy insolentes están convencidos de que poseen una
naturaleza infinita. De modo impreciso, pero cierto. Si no les proporcionamos
el medio de acceder a alguna inmensidad ilusoria, no cesarán en el empeño hasta
alcanzar la verdadera. Hecho, según vimos, que resultaría el principio
inapelable de nuestro final. Sin embargo, soberana hueste demoníaca, contando
con estos medios tenemos la batalla ganada de antemano. Por no hablar de tantos
y tantos monstruos y espíritus malignos como hemos dispuesto entre la especie
para que la confundan y la pierdan. Toda una fuerza de tropa, en efecto. No tan
inteligente como nosotros, pero probadamente efectiva. Los fantasmas no
existen, dicen convencidos los más sabios. Ni los demonios. Cosa de curas,
dicen los ateos. Insigne Caudillo, voto por hacernos con el control de la
especie: mal que les pese, tienen milenios por delante antes de convertirse en
ninguna infinitud. ¿Para qué inquietarse, pues, con enfrentamientos
precipitados y fuera de lugar? ―concluye de lo más axiomático.
Los que antes fueron casi la Luz misma,
gloriosos caídos todos, hueste demoníaca al completo, se encuentran ahora
fascinados ante la deslumbrante belleza de sus propias creaciones. De buena
gana muchos se dejarían tentar por alguna de aquellas diabólicas beldades.
Aunque fuera sólo por lo insólito de experimentar de tentador a tentado. Por lo
novedoso de ceder gustosos a otra tentación que no fuera la consabida de
aspirar a ser de nuevo los Reyes de la Luz.
―Quién no se dejaría beber la sangre desnudo
entre sedas por alguna de estas Princesas del Mal ―me dije pensando en
Mara.
―Todo muy ingenuo y pueril, incluso un poco
teatral. Hueste infernal de tratado de Demonología, escrito por alguno de
aquellos vetustos jerarcas eclesiásticos que se vuelven ateos de tanto bregar
con las cosas del Cielo. Estética intelectual lerda y hortera, impropia de un
refinamiento demoníaco como el nuestro ―se dice Melchi Dael ante aquel cutrerío
de candelabros de sacristía tan obsoleto.
Demonios
rancios y añosos que tratan de abrir camino por la senda inexpugnable de una
Oscuridad que de tan primigenia acaba volviéndose luminosa. Con el tiempo, a
los demonios se les petrifican las espeluznantes circunvoluciones del cerebro,
y se pasan el resto de sus vidas hablando de la Guerra Civil. A muy pocos se
les pasa por la cabeza la idea de ser Infinitos, esa es la verdad. Melchi Dael
calla como los que saben. Profundamente convencido de que ni Moloch ni Baal ni
Belial han reparado con atención en la verdadera naturaleza de los humanos.
Seguramente debido al hecho de encontrarse demasiado lejos de su condición, y
ser incapaces de trascender los límites de su propia naturaleza diabólica.
―Piensan como el que mira de lejos. Ha de
valerse de suposiciones y conjeturas para suplir el desconocimiento de la
fragilidad o fortaleza del que tendrá que combatir ―se dice Melchi Dael
reflexivo como buen guerrero.
Para Melchi Dael,
conocido por su astucia, la estrategia debería consistir en reparar con mayor
detenimiento en la debilidad del contrario. Para que el veneno que haya que
inocular sea menos evidente y su eficacia mayor.
―Egregios Príncipes de las Tinieblas,
Majestades Luciferinas, lo que pueden nuestros Dragones y Princesas con el
hechizo de sus tornasoles y el encantamiento de los mundos que prometen, es innegable.
Sin embargo, Potestades de la Oscuridad, muy a nuestro pesar, los justos nunca
caerán en manos de ninguna Princesa: adoran los grises y los cenizas. Nada
quieren saber de magias ni gustan de colorines. Van armados con libros y
estandartes, cruces y escapularios, y amparados por una Mente que les protege
con la armadura brillante y ajustada del concepto. No porque sean humanos han
de ser todos vanos y estar metidos de lleno en la insensatez, es verdad. Pero
también es verdad que todos tienen una Mente que habremos de considerar con
detalle como nuestra más acertada estrategia para con justos y creyentes, y
para con incrédulos y perversos. Para con todos, sin excepción. Mente repicada
en mármoles cuyo objetivo no es debilitar, como podría suponerse en un análisis
precipitado. Muy al contrario, Mente que habrá que reforzar con nuestra mayor
sagacidad. Afirmar a unos en lo insignificante que han conseguido como humanos,
consolidar a otros en lo mucho que todavía tienen de animal, y asegurar a los
demás en la fantasía de tanto como podrían ser y no son. Afirmarles a todos en
la idea de que sean lo que sean, es lo máximo que podrán llegar a ser. El
secreto es convertir la transitoriedad por la que discurren, en la más sólida de
las permanencias. Convertir los caminos en metas. Los medios en fines. El
peligro, Majestades Luciferinas, no es que sueñen con ser infinitos. Esto, por
el contrario, resulta una de nuestras mayores ventajas. Lo verdaderamente
peligroso sería que se hicieran humanos de verdad: entonces se convertirían en
pura Infinitud aunque no se lo propusieran.
Se echaba en falta un verdadero intelecto
demoníaco.
—Qué lucidez más rematadamente escandalosa —me
dije.
―De aquí que haya que afirmarles
definitivamente en lo que son: humanos a medio camino, que en el mejor de los
casos aspiran a la ilimitación. Hay que consolidar este medio camino como la
meta final: hemos de convencerles de que son los Reyes de la Creación. Reyes y
Señores de todo. Mientras se consideren Reyes nunca se doblegarán ante ninguna
Inmensidad. A aquellos pocos que añoren inmensidades ya les proporcionaremos
nosotros todas las inmensidades imaginables: el poder de hechizo de nuestros
tornasoles es capaz de engañar cualquier
sed de infinitud. La Mente, Majestades. Ahí se encuentra la clave.
Conformarla, afirmarla, esculpirla. Perfilarla para que pueda explicarlo todo y
negar lo que le convenga. Para que configure un mundo propio sobre el que poder
mandar, decidir y disponer cómo han de ser las cosas, cómo el universo que les
rodea, y cuál el alcance de lo que llaman la realidad. Para que la única vida
posible se componga exclusivamente de conceptos construidos sobre un orden
lógico sin ninguna grieta que lo cuestione. Una Mente cargada con infinidad de
razones capaces de resistir el embate de cualquier lógica, incluida la misma
que las ha construido. Razones y códigos de conducta que les impidan
identificarse con la esplendorosa inocencia infinita de su propia naturaleza.
Códigos morales de imposible cumplimiento que aumenten el desconcierto de
quienes traten de cumplirlos. De quienes los impongan, y de quienes se rebelen
contra su imposición. Una Mente capaz de crear universos poblados de espejismos,
donde nunca se alcance a vivir de verdad. Donde se perpetúe eternamente la
Ficción. Una ficción creada por una mente atestada de conceptos, en la que se
ignore por completo cualquier vestigio de lo Real, lo Verdadero, lo Absoluto.
Un mundo refulgente de ideas en el que no se viva de verdad. Ninguna Verdad, en
consecuencia.
―Qué engañosa resulta la experiencia de lo que
llamamos real. Hasta que no vives tu propio ser, la Realidad, no te das cuenta
de que estabas en una completa irrealidad ―me dije con cierta clarividencia.
Hablas contigo mismo tratando
de explicarte la encrucijada más encarnizadamente psicodélica con la que has de
enfrentarte, la única: abandonar la ficción en la que has venido discurriendo
sin darte cuenta, y comenzar a existir en lo Real. Decirle a alguien que lo que
toca no es real, bordea lo impensable. Decirle que él mismo, con su cuerpo, sus
emociones, y un ego más asentado que un cilindro de hormigón clavado en las
entrañas de la tierra, no es real, se hace todavía mucho más impensable. El
problema reside en entender que hay una falsa identificación de lo que uno es
con lo que uno parece ser: el cuerpo, la mente, las emociones, y todo esto. El
concepto de yo soy el cuerpo y mis emociones es una asignación que crea una
falsa identidad limitada: nuestra verdadera identidad es ser ilimitados. Es tan
rotunda la experiencia de lo Real, lo que uno es en definitiva, que todo lo
demás se queda en una ficción que se puede tocar. Las facturas hay que
pagarlas, dicen algunos. Pues claro que hay que pagarlas, también en las
películas se muere la gente y luego salen en las revistas con un novio recién
estrenado. Por esto hay quien dice que los verdaderos sabios están locos.
Escuchando aquel discurso tan maquiavélicamente vitriólico de Melchi Dael, una
auténtica mente luciferina que ha traspasado los límites de la Oscuridad y
campa a su aire por cielos y tierras, ves claro que una cosa es existir en lo
Real, consciente de tu naturaleza ilimitada, y la otra existir con un ego
patético que se cree el Rey del Mambo.
—Alfred está tan emocionado que de buena gana
se pondría a chillar como una lolita voluptuosa regida por Venus —dice el
príncipe Aksha sonriendo nácar.
—Trae cara de iluminado extravagante. El
reflejo del Mal le sienta bien —dice Khara intuyendo vagamente la infinitud.
―Para ser Real hay que ser Todo ―dije sin
entender ni media palabra.
―La Realidad es aquel manto infinito que
disfrutaremos cuando seamos Humanos. Estaremos tan asentados por dentro en
aquella infinitud, con una intensidad tan esplendorosa, que lo de fuera nos
parecerá un sueño inconsistente en el que pasan cosas que comprometen a alguien
que se supone que es uno mismo. Un alguien concreto al que todo parece real y
se toma las cosas en serio, sin percatarse que todo es una comedia monumental
en la que le ha tocado el papel de Olivia o de Alfred, y que de pronto descubre
que aquello es sólo una representación, un fragmento cualquiera de la famosa
ficción comprendida en el Océano del Samsara: él no es aquel alguien tan
puestecito pendiente de cómo actúa, de cómo se ve, es un manto infinito de
Conciencia que lo contiene todo. ¿Crees que esta constatación nos hará salir
corriendo del escenario? No. Nos hará sonreír en plena función con ojos
traviesos y seguiremos declamando con bigotes postizos como jueces o como
enamorados. Como lo que nos haya tocado representar. Estaremos tan felices,
Alfred, que ni siquiera nos preocuparemos de si lo hacemos bien o lo hacemos
mal. Por esto la gente que no tiene ni idea de qué es la Realidad y qué la
Ficción, disfruta diciendo aquella sutileza intelectual tan divertida de: es
todo tan descabellado que la realidad supera a la ficción. Ay, la Realidad,
cariño, a todo le llamamos realidad ―recuerdo haber oído a esta Olivia que
tengo sentada a mi lado y se encuentra tan lejos, quién sabe dónde.
―Más que una estrategia que les destruya,
precisamos una que les mantenga entretenidos en ausencia
de la Verdad. La que incorpore en sí misma los mecanismos necesarios para que
el sueño continúe. Capaz de transformar las ansias de trascendencia en quimeras
de redención futura: bienaventuranzas y castigos aterradores que nunca van a
llegar, pero que matan de deseo y de miedo. Desestructurar el orden en el que
discurren no nos interesa para nada. Además de ser un orden que no conduce a
nada, es el que precisamos para mantener la miserable normalidad que tanto nos
interesa. Impide que caigan en la anarquía del disparate por el disparate.
Majestades, los disparates se pagan, y se pagan en función del tamaño que
tengan. Seamos claros, todos lo sabemos.
―Qué sentido más práctico tiene este demonio
―me dije.
―Cualquier orden moral basado en códigos de
conducta que prometan premios y castigos, resulta argumento adecuado para
mantener indefinidamente la entelequia en que andan metidos: no podrán
liberarles de lo Ilusorio porque los códigos de conducta nunca han liberado de
nada, pero tampoco les destruirá. Al contrario, evitará que se destruyan: el
propio código de conducta impedirá que se maten unos a otros. El mismo orden
racional que les priva de lo Inmenso, les protege de la irracionalidad que
podría acabar por destruirlos. No perdamos de vista que la gran mayoría de los
humanos adopta exclusivamente pautas de comportamiento animal: mantenerse,
reproducirse, y protegerse. Nada más. Pronto olvidarán que iban camino de
hacerse Humanos. Cualquier día comenzarán a nacer de nuevo como lagartos y
cacatúas. A este paso vamos a quedarnos sin humanidad en cuatro días: la
evolución natural no acepta quedarse a medio camino. Si rechazan lo humano en
pos de lo animal, terminarán siendo animales de pleno derecho. Mientras no recapaciten
podemos seguir durmiendo tranquilos.
―Este demonio piensa lo mismo que Olivia ―me
dije sorprendido.
―Majestades Luciferinas, conviene un orden que
les afirme definitivamente en el grado de animalidad que se encuentran: núcleos
familiares compactos donde quede bien claro quién es el cazador, y quién la
dueña del cazador. Un entorno seguro donde pueda crecer la prole. Un orden que
nunca permitirá infinitudes porque ha nacido de la limitación: que ensalza como
algo sublime el tener y el saber, y, sobre todo, el creer. Creer en cualquier
fantasía. La limitación aceptada y consentida en base al dogma de un futuro de
gloria. Que crean, sí, y con una fe inquebrantable: en tanto crean, nunca
alcanzarán a ser verdaderos. Ya nos interesa. Seguirán enteramente atrapados en
la maquiavélica seducción del ya seremos infinitos después de muertos. A
nosotros lo que de verdad nos perjudicaría es que descubrieran la senda de lo
Real y llegaran a ser verdaderos: Humanos de pleno derecho. Serían libres,
estarían por encima del Bien y del Mal como antes de equivocarse. Ya nos está
bien que crean en cielos y en infiernos, en felicidades futuras, y en una
eternidad de confituras por llegar. Hasta en el mismísimo Dios, si quieren. O
que no crean en nada. Mientras sigan creyendo o no creyendo, nunca se liberarán
de la limitación. Por esta sencilla razón hay que defender su orden: afianzarlo
como si fuera verdadero. Y, por encima de todo, Egregias Majestades, liberarles
del Mal. De la ficción que los humanos llaman el Mal, y que nada tiene que ver
con nosotros. Esta idea podría hacer que acabaran destruyéndose entre ellos en
una lucha banal por tratar de que impere el Bien. Hay que liberarlos con
urgencia del Mal. Miradles, pobrecitos, desde la Era Cuaternaria permanecen ensimismados
en una inacabable lucha de ideas entre el Bien y el Mal. Tenemos que borrar
para siempre la idea del Mal de la faz de la Tierra.
―Tiene gracia. A Mara le encantará ―me dije.
―Sí, Majestades, caer en trivialidades sería
impropio de nuestra condición demoníaca. No digamos en groserías y faltas de
tacto. Nuestro problema no es que hagan un Bien a su medida, o hagan un Mal.
Nuestro único problema es que se realicen como humanos auténticos y entronquen
con lo Verdadero.
—Difícil de comprender incluso para ellos
mismos —me dije.
―Después de órdenes humanos, Príncipes de las
Tinieblas, tendríamos que hablar de desórdenes: por ejemplo, qué fue de los
nuestros que se marcharon y nunca regresaron. Unos nuestros que andan perdidos
en lo humano de un modo vergonzoso, manejando poderes demoníacos que pueden
acabar en minutos con la mejor de nuestras estrategias. Poderes que emplean en
intentar descubrir la estructura de la Materia que les conforma, y cuyo
desenlace podría abrirles a una comprensión de la Realidad capaz de arrancarles
definitivamente de lo ilusorio. Aunque fuera por casualidad, o por
equivocación. De hechos como éste tenemos que cuidarnos, Majestades. De que
finalmente, nosotros, el Mal verdadero, cometamos el error que ningún Mal de
los que ellos construyen cometería jamás: liberarles del Bien y del Mal, y
fundirles con lo Absoluto. Me preocupa que alguno de los que se colaron de
rondón entre los humanos acabe convertido en la Infinitud, y, al inverso de lo
planeado, acabe por debilitar nuestra estructura y tengamos que pagar por ello
unas consecuencias funestas ―concluye Melchi Dael con una brillantez que ha
dejado pensativo al propio Lucifer.
De pronto caigo en la cuenta de que un demonio
hermosísimo de ceño poblado y labios carnosos, con un erguido miembro
palpitante que habla de concupiscencias de rancio abolengo, me está observando
con una mirada acaramelada.
―Bastante irresistible, esa es la verdad ―tuve
que decirme.A Olivia nunca le ha llamado la atención el
hecho de que los demonios tengan miembros tiesos a perpetuidad como carnosas
catapultas lujuriosas. Le gusta. Le parece un espectáculo enternecedor que los
libera de la falsa profecía en que se han visto envueltos desde siempre. Los
coloca en un nivel de inocente obscenidad que los redime de la atávica
perversidad metafísica que históricamente les han atribuido obispos y
cardenales. Ante este detalle, Olivia no tiene más remedio que preguntarse si
el Mal es algo tan funesto como siempre nos han pintado, o simplemente es otro
de los aspectos románticos de lo ilusorio.
Aquella intensa mirada parece intencionada.
Desvela una cierta extrañeza que ensombrece la expresión de un rostro resplandeciente
bruñido por la oscuridad. Semblante atemporal, perfectamente definido entre un
racimo de bucles y tirabuzones que le caen sobre los hombros como cascadas de
impudicia. Ojos que de pronto han perdido la melosidad y abandonado el gesto
amable. Ahora seductores con mucho de inquisidor. Escudriñan la razón de
aquella presencia desconocida, desusada en aquél ámbito. Quieren encontrar el
motivo de que siendo tan extraña, resulte tan familiar. Esté presente con tanta
indiferencia en las profundas entrañas de lo demoníaco. Resplandezca como un
mago fosforescente entre la invisible trascendencia de la Oscuridad. Contemple
tanta vehemencia con el porte ecléctico de quien está por encima del Bien y del
Mal.
―Lo que intentas comprender se halla mucho más
allá de lo que alcanza tu intelecto demoníaco ―intenté transmitirle con una
sonrisa.
Resulta comprensible que no lo sepa, allí no
parece haber mucho que pensar. Lo racional está tan fuera de lugar como podría
estarlo asustarse y echar a correr. Todo parece discurrir inmerso en un
acontecer espontáneo. Más que pensar, reconocer. Permitir que las imágenes
evoquen algún recuerdo. Conmuevan por su ferocidad, embelesen con su hechizo.
Imágenes producto de una imaginación que se encuentra obligada a reaccionar
para que el desencuentro entre lo que se ve y lo que se puede comprender no sea
tan abismal.
Melchi Dael prosigue en un silencio sepulcral.
―Mientras sigan creyendo que la imperfección
los hace únicos y encuentren bello lo frágil y lo efímero, querrá decir que
están donde tienen que estar y no tenemos de qué preocuparnos. Y por encima de
todo, Príncipes de las Tinieblas, la inteligencia. Aumentarla para que
perfeccione más nítidamente el contorno de lo que imaginan. Una inteligencia
que ilumine a la Mente para que pueda elaborar razones convincentes que la
justifiquen y la afirmen. Inteligencia preclara que haga brillar los intelectos
como luceros y los aleje cada día un poco más de los brillos de verdad, del fulgor
resplandeciente de una Verdad que dejaría todos los brillos del intelecto en
brasas que nada alumbran. Potestades de la Oscuridad, si la inteligencia que
tienen por encima de lo animal, lejos de acercarles a la Verdad, les ha alejado
de ella, una inteligencia mayor habrá de alejarles todavía en mayor medida:
tendrá la capacidad innegable de hacerles sentir Creadores antes que Reyes.
Creadores que crearán con toda propiedad lo único que sus límites les
permitirán: una ficción mayor y mejor explicada, más sólida y mejor
resguardada. Un mundo casi del todo verdadero, donde la especie humana sea
causa y razón en sí misma. Una realidad sin incógnitas ni incertidumbres, sin
nada que tenga que venir o a lo que haya que supeditarse. Que convenza
profundamente de que lo incapaz resulta capaz, ilimitado lo limitado, y
trascendente lo más trivial. Que haga ver fuerza en la debilidad,
autosuficiencia en la mayor de las dependencias, seguridad en la incertidumbre,
genialidad en lo mediocre, valores perdurables en lo más efímero, y ensalce
como sabio al ignorante. Que permita confundir instinto por sentimiento, pensar
por sabiduría, placer por felicidad, crear por representar, dar por recibir,
amar por desear, lo Bello y lo bonito, lo elemental y lo profundo. Y si me
apuráis el blanco y el negro, y las mieles de una buena carne por el éxtasis
sublime del espíritu. Por no hablar de sentirse libre cuando se está
encadenado, o importante cuando no se es absolutamente nadie que valga la pena.
Esto es lo que queremos para los humanos: un universo sin un rayo de Luz. Un
mundo de colores que satisfaga y encante con sus luces de neón. Que entretenga
y que ilusione. En el que incluso puedan darse cosas agradables y tiernas.
Donde no falte nada, pero en el que no haya ni un gramo de Verdad. Nada que
destruir, pues. Regar. Cuidar y mantener con cariño. Ayudar a perpetuar lo
ilusorio. Nada más, Majestades. ¿Para qué tomarnos molestias adicionales si
ellos mismos hacen ya su trabajo y cubren más que de sobra nuestros objetivos?
―les pregunta Melchi Dael para terminar un discurso de una brillantez
inexplicable.
―Hacía mucho tiempo que no escuchaba un
intelecto tan genial ―me dije bastante sorprendido, algo inquieto por el
demonio de los tirabuzones.
—El parlamento de Melchi Dael ha sido capaz de
impresionar a Alfred con una lógica conocida y auténticamente demoledora —dice
el príncipe Aksha.
Un discurso cargado de lucidez, nadie podría
negarlo. Elaborado con la lógica incontestable del que razona por encima de
cualquier enconamiento atribuible a la Oscuridad. Desde algún poder que le
confiere su aspecto trascendente.
―Hay demonios cegados por el orgullo, sí, pero
otros van adornados con la lucidez que conlleva el odio contumaz ―me dije.
Lucifer asiente, pero tiene cosas que añadir.
—Fieles Príncipes de las Tinieblas, hueste
demoníaca al completo, los nuestros nunca se detendrán con cuatro mieles
sensoriales, se ríen incluso de nuestras Princesas del Mal. No llevan ni cruces
ni estandartes, y mucho menos se dejarán engañar por ninguna Mente. Son
demasiado astutos. Utilizarán su ambición demoníaca para llegar más allá: irán
directos a la Infinitud como perros de presa. Saben muy bien cómo utilizar la
capacidad de evolución de los humanos porque conocen sus miserias a la
perfección. Perderán su condición diabólica, ¿y qué? Se mire por donde se mire,
la Infinitud es el único argumento que vale la pena. Estos son a los que
tenemos que redimir del delirio. De lo contrario, su transformación acabará con
la Oscuridad para siempre. Desapareceremos como el humo.
—Danos a conocer la estrategia, Lucero de la
Mañana. Siempre podrá más tu astucia, que su intemperancia —dice Baal con una
reverencia.
—La única estrategia posible es prometerles lo
que buscan. Revelarles el camino que lleve de inmediato a lo que tanto aspiran.
Utilizar su propia ambición para que no lleguen a ninguna parte. Mostrarles la
senda que conduce de regreso a la Oscuridad, como si fuera la vía plateada que
lleva directo a la Infinitud. Hay que engañarles como si fueran vulgares
demonios: eso es todo. Esto destruirá sus esperanzas, y acabarán por concluir
que lo Inmenso no era más que otra ilusión. Los humanos están acostumbrados al
fracaso de las utopías. La decepción es el resultado de las falsas expectativas
que construyen con su imaginación.
—Alfred se cree invulnerable todavía —dice el
príncipe Aksha.
Profundidad ficticia la de la Oscuridad. Sobre
todo, próxima, nada alejada de por donde discurrimos en lo habitual. Quién sabe
si lo Oscuro no habrá instalado ya su morada en nuestras existencias, y se
habrá convertido en parte de lo que pensamos, de lo que hacemos: en substancia
íntima de lo que somos. Capaz de influenciar nuestras aspiraciones, lo que
anhelamos, las cimas donde queremos llegar. En tiempos de Rama, durante el
Ramayana, los demonios aguardaban fuera. En tiempos de Krishna, durante el
Mahabharata, los demonios se habían introducido en las familias. Ahora ya los
llevamos dentro, escuché decir a una mujer que derrama mieles celestiales en
forma de pétalos de rosa. Con razón el Nazareno no paraba de expulsar demonios
y de levantar muertos.
—Discurso que Alfred no dará por definitivo.
Aunque de momento le parezca real, luego va a considerarlo ilusorio. Antes de
que convenzan los discursos, convence lo que uno es y la índole del ámbito
donde se encuentra existiendo. Si real, real. Si ilusorio, ilusorio. Por ahora,
Alfred queda lejos de la Oscuridad. Olivia tiene la culpa de que sea tan buen
chico —dice el príncipe Aksha.
La estrategia de Melchi Dael está tan vigente
que pasa desapercibida. Pregunta a cualquiera que pase por la calle acerca de la
Infinitud. Unos gruñirán y saldrán corriendo. Otros sonreirán como estúpidos y
dirán no sé. Algún otro dirá que hace mucho que hizo la Primera Comunión. Iba
de marinerito, añadirá poniendo cara de azucena. Muchos otros se sentirán
francamente molestos. Unos porque lo encuentran demasiado elevado: lo sublime
no es para mí. Otros porque la idea del Infinito desafía su ego: no hay nada
superior, lo siento. Algunos otros por temor a lo desconocido: un engaño como
otro para manipularnos.
¿Por qué tememos tanto nuestra propia
grandeza?
Sigue entronizándose lo efímero, el poder
incuestionable de la Mente, la convicción de ser autosuficientes, la omnipotencia
del ego, la idea pueril de ser los Reyes del Mambo, aunque el miedo nos consuma
por dentro. Miedo al cambio. Miedo a perder la individualidad. Miedo a ser
engañado. Miedo al poder. Miedo a que nos califiquen de fundamentalistas. Miedo
a la Felicidad. Miedo a lo Sublime. Miedo a todo. Miedo. Últimamente un
nihilismo desesperado, las últimas convulsiones de un yo que está punto de
desaparecer. Correr, correr, correr. Correr hacia ninguna parte. Mami, tengo un
miedo que me muero.
—El miedo que no logramos quitarnos de encima
desde que nacimos ―me dije en un estado de feliz clarividencia.
Felicísimo. Me rio de todo, pero no soy yo el
que se ríe. Soy la risa misma que ríe feliz. Aunque el recuerdo permanece, resultará
difícil dar crédito a una experiencia de semejante magnitud. Precisamente por
ser la Mente el guardián más fiel de una lógica que no tolera la más mínima
salida de tono. Imagínate, la Oscuridad. Quién sabe si existirá realmente un
desliz tan inacabable de negritud.
—Alfred se ve en la obligación de aceptarlo
porque no le parece ningún disparate. Lo presiente familiar. Un recuerdo que
pronto habrá de conmoverle la estructura neuronal: tendrá que vérselas con
circunstancias mucho peores. Cosa tempestuosa. Un cúmulo de acontecimientos
imprevisibles que le darán un protagonismo difícil de imaginar por ahora
—advierte Khara con sensatez.
—Además de conceptos, de lo Oscuro se lleva la
inquietante sensación de que quien dijo, dijo para él en mayor medida. Que si
dijo, lo dijo porque él escuchaba. Un orador que ni siquiera tuvo que
preguntarse por el hecho insignificante de que Alfred presenciara la escena
—concluye el príncipe Aksha.
Lo único que me ha quedado claro es que no
puede hablarse de aquí y allí: solo es una burda especulación inducida por
nuestro yo fragmentado. Igual que hablar de arriba y abajo, de la derecha y de
la izquierda. De ayer. De hoy. De mañana. De tú y de aquél. Del yo que goza,
del yo que sufre. De los demás.
―Estar en ti mismo independiza del lugar y de
las luces que lo alumbran. Te libera de cualquier atadura ―me dije en
conclusión.
―Si los humanos son como demonios,
notoriamente equivocados también, y a pesar de ello pueden llegar a ser la
mismísima Infinitud, ¿por qué no podríamos nosotros de igual manera? Puede que
por más lúcidos más castigados, pero no mucho más equivocados que ellos ―dice
Khara con sutileza.
—La clave está en el Tiempo. La luz corre muy rápido. Me deslizo por espacios
inmensos. El Tiempo comienza a ser tiempo. Voy a ser humano de nuevo.
Fue instantáneo. Me sentí impulsado a gran velocidad por encima de lustrosas superficies traslúcidas, cóncavas y convexas, iba atravesando distintas dimensiones hasta encontrar la geometría del espacio/tiempo propia de la Tierra. Esta vez fui plenamente consciente del tránsito interdimensional. Ser consciente de los cambios es una aunténtica maravilla. Aquella experiencia resultó mucho más consecuente que ninguna de las vividas con anterioridad. La claridad con que comprendí el discurso, el nivel de adaptación al ámbio interdimensional, la naturalidad con que ocurrió la trasmutación espacial. Tuve incluso la evidencia de un espacio curvo y finito en la intimidad de la propia conciencia.
Escrito por:
Jorge Bas Vall
relato inter galáctico...jejje...muy bueno
ResponderEliminarMuchas gracias, Nuria. Encontrar bueno un relato tan infumable como éste indica un alto nivel de sensibilidad. Felicidades...!!!!!
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