Una revista de literatura, donde el amor por las letras sean capaces de abrir todas las fronteras. Exclusiva para mayores de edad.

sábado, 31 de agosto de 2024

No me leas, siénteme. Capítulo: Asumiendo mi posición y mi destino.


La conversación con Felipe me bajó de las nubes en la que en mi fantástico mundo había creado. Quizás el error de ser escritora es que siempre piensas que todo es posible —como lo es con mis personajes—, que con tan solo escribiendo unas cuantas letras son suficientes para hacerles felices o unos completos desgraciados.


Pero yo no era un personaje al que un escritor hace de su vida lo que quiere; yo era la dueña y señora de mi vida, la única responsable de que todo me fuera bien o mal.


Decidí poner tierra de por medio, no quería regresar a Laussane con la cabeza gacha. Aunque sé que tarde o temprano tendría que asumir mi destino, pero antes quería ordenar mis ideas e intentar que mis sentimientos hacia Felipe no me traicionasen haciendo que diese algún paso en falso.


Ya en la pensión decidí ponerme en contacto con mi padrino. En estos instantes él era la única persona en la que podría encontrar apoyo, cariño y sobre todo comprensión.


Dejar atrás mi casa en La Granja no era fácil. Pero por el bien de mi hijo y su futuro, era lo mejor.
Tal vez con el tiempo el amor llamaría de nuevo a mis puertas, pero de momento mi única prioridad era la vida que llevaba en mi interior.


Tenía todavía suficiente dinero para vivir cómodamente en la pensión, con la precaución de que ningún lugareño me viese.


Cogí mi diario —mi compañero de viajes, mi amigo fiel— y arranqué unas cuantas hojas para escribir en ellas una misiva a mi padrino, para ponerle al corriente de todo. La pondría al día siguiente en correos.








Estimado padrino;


No son gratas las letras que va a tener que leer, pues mis esperanzas de ser feliz se han resquebrajado.


Felipe, el hombre del que le hablé, el padre de mi hijo; durante mi ausencia cometió el tremendo error de dejarse llevar por el mundano placer dejando a una parroquiana en cinta.


Y desde luego que no tengo el valor de romper esa relación, y más cuando sé que hay una vida que está por venir y no es justo que esa personita crezca alejada de su padre.


—¡Lo sé, padrino!—, pensará que por qué mi hijo sí. Todo es tan complicado... Yo económicamente marcho bien y el dinero tapa y borra de un plumazo cualquier desdén; sin embargo, esa muchacha no es más que la sirvienta de los Duques de Alba y no tiene más que su escaso jornal que entrega en su casa.
Es por ese motivo que le escribo, para pedirle que me deje vivir una temporada con usted. Sé que no tendré suficiente vida para agradecerle lo que está haciendo por mí, pero mis padres, que son los que deberían apoyarme, no lo hacen.


Han transcurrido tres días tan solo desde que regrese a mi patria, pero pese al ambiente republicano que se vive en España, no deja de ser el país donde nací y en donde tengo los mejores recuerdos de mi infancia; ni en Laussane, ni en su casa —y ha de perdonarme— encontraré la tranquilidad espiritual que aquí siento.


Pero desde que me quedé en cinta, dejó de importarme mis sentimientos. Todo lo que hago y lo que me mueve es el amor incondicional que se despertó en mí, hacia mi hijo, desde el día que supe que se estaba formando dentro de mí. Solo por y para él sacaré fuerzas de donde no las tengo.
No quiero entretenerlo más padrino. Cuando le sea posible, conteste a estas cuantas letras, de ésta, su ahijada que tanto respeto y cariño le tiene.




Con afecto, Dulcinea


viernes, 30 de agosto de 2024

No me leas, siénteme. Capítulo: El amor, no es siempre lo que uno quiere.


Las lágrimas todavía resbalaban de una manera incontrolable por mis mejillas, el dolor ya estaba hecho.


Si tenía que odiar a alguien por sentir esta horrible desazón era única y exclusivamente a mi padre; él fue quien levanto el burdo bulo sobre mi muerte. Roque no era más que el transmisor, pero jamás el culpable.


De golpe y porrazo pasé de tener la esperanza de volver a verle y ser feliz, y ahora nada de lo anteriormente sentido tenía razón de ser.


Cuando me quedé en estado había madurado a golpes y ahora ya tenía claro que mi corazón estaría de por vida viviendo en el más absoluto hastío.


Tenía dudas de si hablar con él o dejar que él viviera sin saber la verdad; pero Roque, su padre, de no hacerlo yo, lo haría él mismo.


No podía decirse que me había sido infiel, porque no era conocedor de la verdad, ahora bien... si decía algo, aquella muchacha sufriría por amor.


—¿Qué es lo más correcto en el amor?, ¿ser egoísta o sentir como tuyo propio el dolor ajeno?—.


Decidí ser egoísta, más que por mí, por mi hijo. Era justo que él tuviera un padre, que viviera conmigo o no, eso, a estas alturas era una utopía. Pero no podía perdonarme que él creciese con la ausencia de un padre.


Observé por la ventana que la muchacha se alejaba de él. Felipe se dirigía a las caballerizas.
Aproveché ese instante para bajar con la firme intención de hablar con él, pero no pude reunir el valor suficiente.


Se quito la camisa de cuadros que llevaba y pude ver su torso desnudo. A la fecha no he conocido a nadie que le sienten tan bien los tejanos como le sentaban a él. Su cuerpo musculado no había cambiado en este tiempo.


Agazapada, detrás de la puerta de entrada a las caballerizas, pude observarle. A la par que sentía como el corazón me latía cada vez más rápidamente. Nunca me perdoné haberle observado —me parecía de cotillas—. Pero el amor te hace actuar como nunca hubieses pensado.


Se desvistió delante de mí sin saber que estaba presente y sentí como me ruborizaba. Hacía tanto tiempo que no le veía, que por un instante no sabía discernir de si estaba en un sueño o lo que mis retinas apreciaban no era sino una latente realidad.


Hacía calor, cogió la manguera y se refrescó con ella todo el cuerpo. Aquella visión consiguió excitarme de tal manera que por descuido me apoyé demasiado en la puerta en la que estaba oculta y el sonido que esta hizo captó su atención.


Se giró y pude verle completamente desnudo. No sabría afirmar quien de los dos sintió más vergüenza, si él o yo.


—¡Dulcinea! ¿Tú? ¿Viva?—, espetó con voz queda en un tono no muy agradable.
—¡Sí, Felipe!, soy yo.
—Pero... ¡No puede ser! —Cogió su ropa y se vistió.


Empezó a caminar de un lado hacia el otro, totalmente desconcertado y nervioso, diciendo: —Estás sufriendo una alucinación, el desayuno no te ha sentado bien, Felipe—. Se repetía una y otra vez queriéndose convencerse de que estaba en lo cierto.


—¡Felipe, calma!—. Soy yo. Mi padre se inventó el rumor de mi muerte para separarnos. Si quieres habla con tu padre y él te lo confirmará.


Ya empezaba a notársele más relajado.


Todavía no se me notaba el embarazo, pero si había en mí un resplandor, una belleza serena que me acompañaba desde entonces.


Mantuvimos la mejor conversación que se puede mantener entre dos adultos que se aman, mirándose a los ojos y en silencio, nuestros labios se unieron en un profundo beso que fue sin duda el mejor diálogo que pudimos sostener.


Esos besos que en un principio fueron castos, dieron paso a una pasión desbordada. Parecía como si el tiempo no hubiera pasado. El amor, no entiende de distancia ni tiempo, si en verdad es amor.


Sentir el roce de su piel, sus labios recorriéndome cada centímetro de mi cuerpo desnudo fue una sensación que desde aquel día en el establo de mi casa en Laussane no había experimentado y tampoco tenía intención de hacerlo sino era con él.


De repente, se apartó de mi lado y me dijo:


—¡Voy a ser padre, Dulcinea!
—¿Cómo sabes que estoy embarazada?
—¡¿Embarazada, tú, Dulcinea?!


No sabía si llorar, si arrebatarme la vida o maldecir mis instintos primarios por haberme dejado llevar y sentirme ahora como una auténtica cretina.
Nos sentamos y comenzó a hablar:


—Has de comprender. Yo no sabía que estabas viva. El día que me llegó la noticia, al caer la noche sentí que me moría, es más me fui a la tasca del pueblo y como un vulgar cosaco comencé a beber queriéndome quitar la vida. No pensaba, no sentía, no comprendía... No entendía mi vida sin ti. En ese instante apareció Margarita y llevándome de regreso a la hacienda, ya que no estaba en condiciones para conducir puesto que ni me tenía en pie. Pasó lo que, a la fecha, hoy me arrepiento. Cerré los ojos y me dejé llevar. Pronuncié tu nombre cuando la hice mía, la acaricié y la besé como si fueses tú y fruto de ese inoportuno y maldito devaneo imperdonable por mi parte, la dejé en cinta.


Es la hija de Doroteo, el capataz de los duques de Alba. Es una gran muchacha. Trabajadora, inocente, pero...


—¡¿Qué?!, no te calles. ¡Sigue!
—¡Que no la amo, Dulcinea! ¿Eso es lo que querías escuchar? ¡Si!, soy un maldito hombre que se dejó llevar por la entrepierna sin pensar en las jodidas consecuencias.
—¡Basta Felipe! Ya está todo dicho. Tú prosigue con tu vida al lado de Margarita. Tu hijo, será con el tiempo el futuro marqués de Sagasta, quizás algún día te busque y será el quien te pregunte por qué decidiste quedarte con ella y no a mi lado.
—¡Pero… Dulcinea!— espetó con la voz temblorosa y aquellos maravillosos ojos, ahora, estaban inyectados en sangre y llenos de lágrimas.
—No hay peros que valgan. Hasta siempre, Felipe. No olvides con quién estás hablando y ocupa el lugar que te corresponde. El de un simple peón de hacienda.


La rabia y la impotencia lograron que perdiera el saber estar que me caracterizaba, nublándome las entendederas y pronunciando esas palabras que de sobra sabía que habían causado el mismo efecto que una daga atravesándole el corazón


—¿Cómo se puede encajar una noticia así? ¿Cómo culparle cuando en realidad no sabía entonces la verdad? ¿Cómo interponerme y dejar que otro niño creciese sin padre?—


A fin de cuentas, yo era una mujer con un futuro económico bastante solvente y ella tan solo una sirvienta. Yo podía salir sola adelante.

Mi honra y apellido ya estaban más que manchados, pero no podía ser egoísta. Ella debía tener el apoyo de Felipe. Yo me marcharía lo más lejos posible.

Aunque a golpes lo he tenido que saber. El amor... ¡Ay! El amor, no siempre es lo que uno quiere.

Cada día la literatura era mi mayor refugio. Solamente juntando letras era completamente feliz. Ojalá, Dios quiera que este sencillo diario de páginas ya destartaladas llegue a manos de mi hijo y comprenda que si le privé de la presencia de su padre no fue sino para no hacer daño gratuito a otra mujer y a su hermano. 

Tal vez nunca lo entenderá, tal vez me lo reproche toda la vida, pero pese a que he recibido la mejor formación académica del mundo, nadie jamás me enseñó a ser madre y a cómo tomar la mejor decisión sin tener la certeza de no errar.



jueves, 29 de agosto de 2024

No me leas, siénteme. Capítulo: Lágrimas de sangre


Ya se habían acostado todos, solamente el sonido del reloj del comedor me acompañaba.

Mi corazón latía tan fuerte que en ocasiones sentía que competía con el cuco que anunciaría la hora en la que tenía que reunirme con Roque.

Tan solo cogí el diario para poder seguir escribiendo mi vida con el fin de que algún día la gente supiera que la vida de los ricos no era siempre de color de rosa. Era doloroso abandonar el hogar, tal vez extrañaría las comodidades, pero el ambiente hostil en el que vivía y la incomprensión nunca los añoraría.

Bajé a las caballerizas para recoger el Hatillo con la ropa que había dejado el día anterior; el recuerdo del momento tan apasionante que viví al lado de Felipe se hacía todavía más fuerte. Sus besos, sus caricias, el olor de su piel, lo feliz que me sentí en aquel instante...

Me daba miedo afrontar el reencuentro con él, tal vez ya había sido borrado con los besos y las caricias de la otra.

Justo a la hora que acordamos, Roque me estaba esperando en la puerta trasera del palacete.

Su voz me hizo regresar a la realidad y me encaminé hacia el coche. Me senté en el asiento de detrás y apenas intercambiamos alguna que otra palabra hasta que llegamos al aeropuerto.

Una vez allí, embarqué dejando atrás todo recuerdo doloroso.

Quería vivir mi vida, poco me importaba ser la heredera de un marquesado, si en mi corazón lo único que albergaba en estos momentos era miedo, soledad y tal vez rencor.

Mi naturaleza era innegable, era hija, nieta y bisnieta de marqueses, al igual que todos y cada uno de los marqueses de Sagasta hasta llegar a mi persona; pero en muchas ocasiones no abogaba con sus costumbres y su manera de derrochar el dinero. Para mí era vital ayudar al prójimo. Nuestro poder adquisitivo y nuestro apellido debía de servir para algo más que para organizar fiestas de alto copete o algún que otro festival benéfico.

Yo consideraba que era importante invertir el dinero en hacer casas de acogida para que los hijos del servicio pudieran labrarse un futuro mejor y sobre todo para aquellos que se quedaban sin padres, tuvieran la oportunidad de conseguir un hogar donde nada les faltase, sobre todo el amor...; hacer una residencia de mayores para cuando aquellos que nos han servido durante años olvidándose de su familia y de ellos mismos en muchas ocasiones, tuvieran los últimos días de su vida la paz, tranquilidad y comodidades que tan merecidamente se habían ganado con el sudor de su frente.

Trabajar y velar por los intereses del marquesado solo valía la pena si se usaba para estos fines.

Seguramente mis progenitores —sobre todo mi padre—, no abogaría con estas ideas; pero tarde o temprano me encargaría de que se llevasen a cabo, a fin de cuentas, el marquesado era un título hereditario y vitalicio otorgado por los Reyes católicos a mis antepasados.

Por muy indigna que a la vista de mis padres y de muchas más personas pudieran ser estas ideas y muchas más, se llevarían a cabo al heredar yo el marquesado de Sagasta.

Salí de estos pensamientos cuando se escuchó a la azafata decir por megafonía: —Estamos sobrevolando sobre Madrid, en breves instantes aterrizaremos en el aeropuerto de Barajas, abróchense los cinturones. ¡Gracias!—.

No había nadie esperándome, tuve que esperar mi turno para coger un taxi. En anteriores ocasiones y otras circunstancias al regresar de un viaje siempre alguna persona del servicio estaba esperándonos.
Pero si decidí partir, lo decidí, asumiendo todas las consecuencias.

Me hospedé en un pequeño hostal que había en Valsaín, cerca de San Ildefonso.

El recuerdo latente de aquellas tardes de ocio y de esas meriendas de emparedados de jamón y queso que con tanto amor me preparaba Aurora me abrieron el apetito.

Salí a dar un paseo por los caminos de Valsaín, el olor a naturaleza que tanto añoraba y el saberme cerca de Felipe hicieron que un simple pincho de tortilla casi frío me supiera tan exquisito como cualquier comida que habitualmente me servían en casa de mis padres y que con tanto mimo estaban realizadas por Nicolás, el cocinero.

Me preguntaba si a estas alturas ya habrían leído la carta y cómo habrían reaccionado. No tenía mucho tiempo para acercarme a mi casa, debía tener cuidado para que ningún miembro de la seguridad me viese.

Sabía por Roque que su hijo Felipe le había dicho que el caudillo había dado órdenes de vigilar los alrededores de mi casa por si en algún momento dado mi padre regresaba.

Muchos palacetes de Madrid habían sido asaltados por los republicanos; cuadros, tapices y esculturas de grandes artistas de renombre se empezaban a vender de estraperlo en el mercado negro. Por suerte nuestro palacete no había sido expoliado, conservábamos intactas todas nuestras obras de artes. Las espléndidas obras de Goya, Velázquez y Miguel Ángel revestían las gélidas paredes de la casa.

Conseguí entrar a mi casa, ningún miembro de la seguridad ni del servicio me vieron, subí rápidamente a mi gabinete y allí asomada a la ventana pude ver a Felipe montado a caballo dando órdenes a los obreros para que desbrozasen las hierbas.

—¡Dios!, qué guapo estaba. Estaba sin afeitar y eso le hacía más atractivo de lo que ya era.

Quise salir corriendo, lanzarme a sus brazos y mostrarle todo mi amor. Pero tenía que ser cauta, antes tenía que asegurarme de que mi rival —su prometida—, no estuviese cerca de él.

Vi acercarse a una muchacha que no conocía, no tenía conocimiento de que trabajase para nosotros y dudo mucho de que mi padre en su ausencia la hubiera mandado contratar.
Con el personal que se quedó el día que partimos era más que suficiente para hacerse cargo de la hacienda.

Cuando vi que Felipe bajó del caballo y se dirigió hacia ella el corazón empezó a latirme rápidamente, lo que mis ojos tuvieron que ver instantes después fue una de las imágenes más dolorosas que mis retinas hasta ese día habían visto.

Mi Felipe, besándose con esa mujer. Sentí como el corazón se desgarraba y hasta casi podía escuchar el sonido que mi corazón hacía al cuartearse.

Yo, que le iba a dar un hijo, que había abandonado todo por estar a su lado, tenía que ver con mis propios ojos como había rehecho su vida.

No podía culparle, le habían dicho que había muerto.

Aunque si a mí me hubieran dicho que el faltaba, pasaría el resto de mis días en un convento, pero jamás amaría a otro hombre.

Cuando de pequeña escuchaba la expresión a mi madre de ojalá nunca tengas que derramar lágrimas de sangre, nunca la comprendí, hasta que en ese mismo instante sin contención alguna éstas resbalaban por mis mejillas.



miércoles, 28 de agosto de 2024

No me leas, siénteme. Capítulo: Escribir en ocasiones duele.

 

Desprenderme de la tiara, el collar de perlas naturales y los pendientes de zafiro que me había dejado en herencia mi abuela me costó muchísimo. Pero estoy segura de que si estuviera viva y al saberme enamorada sería la primera en entenderlo.

Una casa de empeño en el centro de Suiza me dio el dinero suficiente como para pagarme el pasaje, hospedarme en un hotel y vivir holgadamente un tiempo.

No quería estar en la finca, de inmediato se lo pondrían en conocimiento a mi familia y eso era lo último que deseaba.

El día se me hizo eterno; comer, tener que estar de tertulia con las amigas de mi madre, leer, todo... se me hacía un mundo. Estaba como pérdida, mi único pensamiento era regresar a España para reencontrarme con Felipe.

En total complicidad con Roque, dejé un hatillo en las caballerizas y al punto de la madrugada él estaría esperando en la salida trasera del palacete para llevarme al aeropuerto.

No era fácil tomar esta decisión, pero si la mentalidad de mi familia fuera otra, nada de esto hubiera sucedido. Si hubieran aceptado mi amor hacia Felipe, ahora él estaría conmigo, cerca de su padre y no a punto de cometer la locura de casarse sin amor al creerme muerta.

Sé que mi partida a mí la madre le iba a doler más que el haber apoyado la decisión de enviarme al internado, y, sin embargo, para mí era un auténtico placer.

Me daba miedo el reencuentro con Felipe y el cómo reaccionaría. Pero como escribí anteriormente en este diario, no aceptaría vivir con la duda de que hubiera pasado si...

No tenía el valor de mirar a los ojos a mi madre, ella mejor que nadie me conocía y ahora lo más prioritario en mi vida era intentar frenar la boda de Felipe y huir de la mía propia. Fernando era un hombre convencional, único, especial tal vez; pero mi Felipe era sin lugar a duda el hombre de mi vida. Era esa persona que aparece en tu vida, que te llena, que te complementa y sientes que es una prolongación de tu propio yo. Felipe era mi alma gemela.

Antes de partir decidí escribir una carta a mi madre. Ahora que yo estaba esperando un hijo, entendía más que nunca el dolor que le causaría mi partida. Pero en lo más profundo de su corazón ella como madre tenía que entender que lo que me empujaba a tomar esa decisión era el amor. El amor incondicional hacia mi hijo y hacia su padre.

Sé que lloraría, sé que dejaría de conciliar el sueño, pero también sé que no hubiese sido capaz de marcharme sin ponérselo en conocimiento mediante palabras, que sabe Dios que me hubiera gustado pronunciar en lugar de tenerlas que silenciar escribiéndolas en un papel.

Abrí el secreter que tenía en mi habitación, cogí unas cuantas cuartillas, la pluma y el tintero para comenzar a escribir la misiva… 


    Querida madre; 

Tenerla que escribir esta misiva es cuanto menos doloroso.

Pero sabe mejor que nadie que cuando el amor se mete en tus entrañas, cuando vives por y para esa persona, cuando sientes que el aire te falta, cuando te sientes inundada de amor... la razón nunca aboga con los sentimientos.

Amo a Felipe como jamás he amado a nadie. Aunque tal vez por desgracia no conozca el significado del amor. Salvo el amor incondicional que sé que siente hacia mí. Me consta las lágrimas que ése al que tengo que llamar padre y respetar como tal le ha causado.

Pero Felipe gracias al altísimo es diferente a padre.

Es desde su humildad, desde su desconocimiento del protocolo y carencia de títulos, el hombre con el que quiero pasar el resto de mis días.

Cuando lea esta carta estaré muy lejos. Estaré bien, no me faltará de nada, salvo vuestra comprensión…

No trato de exonerar mis faltas, pero unos padres no pueden pretender criar a sus hijos a su imagen y semejanza. A un hijo se le puede aconsejar, intentar reconducir si a éste se le ve en peligro, pero es él quien debe con el tiempo coger el rumbo de su propia vida y volar en esa dirección.

Tal vez se estrelle, tal vez se equivoque, pero solamente errando se aprende a vivir.

Trataré de ponerme en contacto con usted lo más pronto que pueda.

 

          Con afectuoso amor de su hija, que le adora.

          Dulcinea

 


Dejé la carta debajo de la almohada, sabía que Aurora al hacer mis aposentos la vería y se la entregaría a mi madre de inmediato.

Aunque llena de dolor e impotencia me iba, pero con la conciencia tranquila al poner en conocimiento a mi madre del porqué de mi huida.

Llevo años escribiendo, la literatura es mi vida y sin embargo escribir en ocasiones duele. 

 

 

martes, 27 de agosto de 2024

No me leas, siénteme. Capítulo: Todo pasa por algo.

  

          Los días iban pasando, al igual que iban transcurriendo los días de gestación. Soy feliz, cierto; pero la maternidad me asusta, tanto o más como tener que contraer matrimonio con Fernando.

Su comportamiento para conmigo es de lo más correcto, se esmera en agradarme, en que vea la vida como algo maravilloso y sin embargo no puedo evitar pensar en Felipe.

Yo estoy preparada para vivir en un completo hastío, pero no soporto hacerme a la idea de que Felipe pueda amar a otra mujer, me cuesta creer que me haya olvidado. Aunque sólo yacimos una vez, habíamos crecido juntos, nuestra relación estaba forjada por muchos años de amistad, de complicidad y me negaba por completo a creer que todo se había quedado en cenizas.

Nada perdía si intentaba ponerme en contacto con su padre. Él todavía seguía trabajando para nosotros. Tal vez él podría hacerme el favor de entregarle una misiva.

No podía vivir con la duda de que hubiera pasado si…

Nuestros corazones y nuestras almas estaban destinadas a estar el resto de nuestros días juntos. De alguna forma tendría que saber que estaba viva. Y si después de saberlo todavía quería casarse ya solo me quedaría luchar por mi hijo y porque éste en su día conociese la verdad.

Aprovechando que mi padre y Fernando habían viajado a Roma por orden de Alfonso XIII, bajé a las caballerizas con la firme intención de encontrarme con Roque, el padre de Felipe.

Le vi de lejos, le llamé y al verme se paró en seco. Por su cara pude darme cuenta de que me miraba como si fuese una aparición, como si no creyera que era yo, su pequeña Dulcinea, esa niña a la que enseñó a montar a caballo.

Me miró impávido y terminó confesándome que durante mi ausencia le habían dicho que había fallecido, y que fue él quien le dio la noticia a su hijo.

—¡No me lo podía creer!—, no entendía como había creído algo así, ahora ya me daba cuenta de lo lejos que era capaz de llegar mi padre con tal de separarme de Felipe y de todo su entorno!

Lo extraño era que no hubiera mandado a Roque a trabajar con su hijo a España. Pero era complicado ya que Roque, era el mejor capataz que podía tener. La tercera generación a cargo de las tierras. Había nacido entre ellas una noche aciaga de primavera y nadie mejor que él conocía y defendería las tierras como si fueran suyas propias.

Al final terminó pidiéndome perdón por su error. Error que estaba a punto no solo de separarle de mí, sino de empujar a su hijo a la desgracia.

Quería ir a España, no podía permitir que diera un paso así, no me bastaba con una misiva que seguramente mi padre interceptaría.

 

Tenía que buscar alguna manera para ir a su encuentro. El embarazo lo llevaba muy bien, el mayor problema era el monetario. Para poder conseguir dinero para el pasaje tenía que vender algunas joyas que mi abuela me dejó en herencia y hacer esto me partía el alma; sería como vender el recuerdo de quien tan bien me quiso.

Pero ya lo tenía más que decidido, en esta vida todo pasaba por algo. Y ese algo, pese al dolor, era la impotencia de que nunca encajaría vivir sin decirle que estaba viva.


lunes, 26 de agosto de 2024

No me leas, siénteme. Capítulo: La hipocresía, mi disfraz.


Gracias al fingido cambio de mi actitud, conseguí que mi padre se apiadase de mí y aceptó de buen grado la propuesta que la marquesa le hizo.

En lugar de quedarme en casa de la marquesa para dar a luz en clandestinidad, les pareció bien que el hijo de la marquesa —militar e incapacitado para tener hijos debido a que en unos ejercicios militares tuvo un accidente—y conocido por mi padre, se viniera conmigo a Laussane, para así poder estar cerca de mi madre y arropada por el servicio y recibiendo las mil atenciones de mi tan querida y extrañada Aurora.

Fernando, mi futuro prometido, era un hombre afable, correcto, pero insulso. Aunque no deseaba, ni me imaginaba tenerle que hacer feliz en el lecho, éste, con su actitud me demostraba que no me iba a exigir tal sacrificio. Gesto que le honraba, puesto que no estaba dispuesta a que ningún hombre me tocase. 

A mi regreso a Laussane y después de la mirada escrutadora y hostil que mi padre me dedicó, pude recibir, aunque a escondidas el cálido abrazo de mi madre. —¡Cuánto la extrañaba!—. Pese a su falta de carácter por temor a las represalias de mi padre, no dejaba de ser mi madre. La madre que me trajo a este mundo entre algodones y que con el tiempo me daría cuenta de que el comportamiento abnegado de mi madre era para que pudiera estar a su lado. Ahora que yo iba a pasar por el trance de la maternidad y que iba a contraer nupcias sin sentir amor hacia Fernando; comprendía que todo silencio, sacrificio y sumisión, era el mismo que yo iba a poner en práctica. Todo porque no me separasen de mi hijo.

Estando ya de tres meses, el malestar que tenía cada mañana comenzaba a remitir. La tranquilidad, el sosiego y la belleza se hacían presentes en mi vida y en mí. Estaba propuesto que contrajera nupcias el mismo día que Felipe se iba a casar.


—¡Le dijeron que había muerto!—.

—¡Me sentí morir!—, quería ir a verle, decirle que en mi vientre albergaba el fruto de aquella noche. Y, sin embargo, si quería que mi embarazo fuese a buen puerto, tenía que intentar olvidar el amor que por vida sentiría hacía él.


El único consuelo que me quedaba era saber que parte de él me iba acompañar el resto de mis días.


Tal vez tendría los hoyuelos de Felipe y esa mirada que me enamoró, tal vez algún día y de algún modo pueda decirle: —¡Felipe, éste es nuestro hijo!—.


Pese a que nunca me han gustado los carnavales, me veía obligada de por vida a estar disfrazada, a ser falsa, hipócrita... Pero por mi hijo, por el bien de mi hijo, no me importa incluso actuar en contra de mis principios y si fuera preciso hasta perder la dignidad. A fin de cuentas, la mentira no es sino un disfraz de la verdad.

 

domingo, 25 de agosto de 2024

No me leas, siénte. Capítulo: La fierecilla domada

Los vómitos por las mañanas y los mareos se habían convertido en mis acompañantes habituales.

Una mañana en la que los mareos fueron más fuertes de lo normal, puesto que para no engordar evitaba ingerir cualquier tipo de alimento, me desplomé en el suelo del comedor del internado a la hora del desayuno.

Mi tutora se presentó en el despacho del director y éste enseguida avisó a mi tía Matilde.

Afortunadamente mi tío estaba trabajando, aunque la noticia le llegó rápidamente por medio de la sumisa de mi tía.

Entre todos me obligaron a confesar que estaba en estado.

—¡¿Embarazada?!, ¿cómo tienes la desfachatez de quedarte en estado a tu edad y sobre todo sin estar casada?— dijo mi tío con un tono de ira y fuera de sí.

—Estás en edad de estudiar, de forjarte un porvenir y prepararte para ser digna y merecedora de heredar el marquesado. —¡Qué dirán ahora tus padres! ¡No tienes ni idea de la deshonra que nos has causado a todos!—. Tus padres te trajeron aquí para tratar de enderezarte y resulta que ya está completamente perdida tu honra como mujer y por ende la reputación de toda la familia.

—¡Me avergüenzo de ti, Dulcinea!—. Me dijo mi tío.


Estaba aterrada, —¡qué bochorno me hicieron pasar!—.


No sé qué me molestó más, si las palabras de mi tío o el saber que mis compañeras de clase estaban con la oreja pegada tras la puerta escuchándolo todo.

Desde ese día, y hoy, tengo claro que ciertos temas hay que tratarlos con mucha discreción y tacto. —Aunque deseé parar el tiempo, fue inevitable—.

El director aleccionado por mi tío llamó a mis padres para darles la noticia. Se presentaron en el internado a la semana siguiente. Acordaron con la marquesa de Yuste que se haría cargo de mí, hasta que diese a luz y una vez alumbrado a mi hijo, tenían el propósito de arrebatármelo para darlo en acogida a una familia que le criase, evitando de esta manera el escándalo, apartándome de la sociedad y si algunas de mis amistades preguntasen por mí, dirían que mi ausencia se debía a estar estudiando.

Nadie contó con mi opinión, toda mi familia decidió por mí; pero tenía claro que algo tenía que hacer por mi hijo. Para mí no era una desgracia y mucho menos un motivo del que avergonzarse, sino que era el fruto del amor, el único recuerdo latente en mi foro interno del día que por primera vez me hicieron el amor.

La marquesa de Yuste tenía que dar parte a mis padres diariamente de mi comportamiento y quedaron asombrados al verme convencida de mi decisión de entregar a mi hijo. Aunque ésta al verme con un corazón tan noble me hizo ver que lo mejor sería contraer matrimonio con su hijo, que se había quedado viudo y sin descendencia, y éste reconocería a mi hijo, como hijo propio, si yo a cambio admitía el grave error que había cometido y prometiéndola que intentaría arrancar de mi corazón el recuerdo de Felipe.

Aunque era joven, quizás demasiado; pero el haber estado durante años devorando libros y libros en las horas de soledad, para paliar el recuerdo de Felipe.

Uno de ellos, una obra maestra de Shakespeare hizo que me diera cuenta de que lo mejor que podría haber hecho era que al igual que la protagonista hizo creer que su actitud había cambiado sin ser verdad.


—¡Yo, Dulcinea!—, no iba a ser menos. He iba hacer una pantomima para que los demás creyesen que había dejado de ser lo que en el fondo y hasta el fin de mis días sería...la fierecilla domada.

 

sábado, 24 de agosto de 2024

No me leas, siénteme. Capítulo: La vida es un sueño, y los sueños, sueños son...


De repente un ruido ensordecedor nos hizo abandonar el sueño en el que por un instante habíamos creado. Aurora, impulsada por el temor de no encontrarme en mis aposentos y dejándose llevar por su intuición, bajó a las caballerizas y allí nos vio: desnudos y habiendo dado paso a la locura de destruir mi honor como mujer.

—¡Dulcinea!, haz el favor de vestirte, te espero en tus aposentos y corre, tu padre está a punto de levantarse—. Me lo dijo en un tono donde se podía apreciar la decepción y vergüenza que sentía hacía mí y sobre todo por lo que sus ojos habían visto.

Nos vestimos los más rápido que pudimos, tan solo un beso rápido y fugaz nos pudimos dar.

Tenía miedo de que mi padre, al enterarse, le mandase lejos, muy lejos.

Las palabras que Aurora me dedicó y sobre todo el tono en que lo hizo, fue de lo más suave que pude escuchar.

Pese a mis ruegos de que no contase nada a mis padres, la lealtad, que tenía hacía mi madre hizo que ésta le contase lo sucedido.

Nunca llegué a entender porque tanta furia hacia algo tan natural como que dos personas se amasen; yo no estaba aquí porque una despistada cigüeña dejase caer un arrullo con un bebé dentro de la chimenea, sino porque en un momento determinado mis padres se entregarían a la pasión y fruto de esa unión nací yo.

Pero no lo comprendieron. Ilusamente pensé que teniendo una conversación con mi madre de mujer a mujer al menos ella estaría a mi lado y me apoyaría.

No me dio opción a explicarme, desaprobó cualquier palabra que pronunciaba haciendo oídos sordos a mis súplicas.

Cuando mi padre regresó a casa se lo contó de inmediato. Mi padre enfureció y su rabia la descargó en mí. Todavía hoy, cuando me ducho y ya ha pasado mucho tiempo, todavía, noto las cicatrices fruto de la paliza que me propinó con el cinturón.

Entre lamentos, recuerdo que le imploré que no se vengase en Felipe, que lo hiciera contra mi persona, pero no con él.

Él era la única persona que me entendía y con la que realmente podía ser yo y ser feliz.

Mis ruegos cayeron en saco roto, días más tarde cuando me dejaron salir de la boardilla, donde me habían encerrado para no tener ningún tipo de contacto con él, me enteré por Aurora que le habían mandado de regreso a España a cargo de la hacienda. A sabiendas de que mi padre era el encargado de llevar la contabilidad personal del rey Alfonso XIII y conocía que éste tenía una cuenta donde cada mes mandaba dinero a su querida, con toda seguridad los republicanos no le tratarían bien, más todo lo contrario no pararían hasta que éste diera algún tipo de información; algo que Felipe desconocía por completo.

Nunca pude sentir más empatía hacia la reina Juana de Castilla —hija de los Reyes católicos—, al sufrir en mis propias carnes como poco a poco se puede perder la cordura, como en su día ella lo hizo por Felipe el Hermoso. Aunque mi Felipe, no tenía la ambición desmesurada que éste anterior tenía; mi amor, mi Felipe, solo ambicionaba ser el rey de mi corazón. No me internaron en un convento en Tordesillas, pero sí me enviaron a Holanda —a un colegio interno—donde estaba el hermano de mi padre.

Mi tío, no tenía mucho carácter, más bien era una marioneta que dejándose llevar por el maldito dinero que mi padre le daba de la parte de la herencia de le correspondía de su padre y que mi abuelo, a sabiendas de lo derrochador que mi tío era, le nombró a mi padre el albacea de su testamento. Por lo que no podía encontrar ningún aliado en él, sino todo lo contrario. Aunque apenas me visitó el tiempo que estuve, me constaba que había un miembro de seguridad a la salida del colegio pendiente por si en algún momento dado se me pasaba por la cabeza el huir hacia España para reencontrarme con Felipe.

Conforme pasaron las semanas, mi estado de salud se iba debilitando. A penas probaba bocado y cuando lo hacía, terminaba devolviéndolo. Los desmayos a primera hora de la mañana eran cada día más habituales. Tarde poco en darme cuenta de que estaba en cinta.

Estaba feliz, aunque intuía que al enterarse mis padres harían cualquier cosa para separarme de mi hijo.

—¡Menuda deshonra para el Marquesado de Sagasta!, un bastardo el futuro heredero y lo peor de todo, hijo de un vulgar obrero, sin clase ni abolengo—.


Quien sí venía muchas veces a visitarme era tía Matilde. Era una mujer muy bondadosa, aunque sin carácter. Por lo que sería absurdo pedirla ayuda. Su marido y sobre todo mi padre lo impedirían.

Es difícil afrontar la maternidad y sobre todo cuando hace poco tiempo entre mis brazos sostenía un muñeco que con ternura acunaba y depositaba en su cuna, instantes antes de que Aurora entrase en la habitación para arroparme y apagar la luz del candil. En unos meses no sería un muñeco lo que sostendría entre mis brazos, sino un ser humano con vida propia.

Dicen que la adolescencia marca y no lo dudo, pero cuando además se afronta la maternidad, no sólo te marca, sino que de golpe y porrazo te das cuenta de que como bien citó Calderón de la Barca en su grandiosa obra: La vida es un sueño, y los sueños, sueños son…


viernes, 9 de agosto de 2024

No me leas, siénteme. Capítulo: La literatura y yo.

 

Pese a que mi infancia la pasé entre algodones, mi adolescencia fue más rebelde que la de cualquier chica de mi clase por aquél entonces.

Y aunque todavía me quedaba poco para cumplir la mayoría de edad, tenía muy claro que mi sueño distaba mucho de tener que llevar las riendas del marquesado, no porque no me viera capacitada, sino porque lo único que realmente me hacía feliz: era escribir.

La literatura y yo éramos cómplices desde hace muchos años. Mi pasión por la literatura nació justo cuando Aurora para mi cumpleaños me regaló un diario para aplacar esa rebeldía que de manera irracional se apoderó de mí. Y que espero que algún día llegue a caer en buenas manos y tal vez, verse editado.

No quería saber nada de la alta sociedad, ni de absurdas fiestas de alto copete en las que tenías que comportarte ridículamente con la sonrisa permanente y en ocasiones —soportar— un largo besamanos en los que para mayor inri nunca conocías a la mayoría de las personas.


Mi mundo era la literatura y todo lo demás un papel que la vida y mis padres me obligaron a interpretar y que de mala gana cumplía.


Cada día odiaba más a mi padre, una noche en la que discutió con mi madre, por un instante me entraron ganas de coger un cuchillo y aprovechar la hora de su sueño, para cortarle el cuello, arrebatarle la vida y de esta manera ver a mi madre feliz sin ser esclava de un monstruo.


No soportaba su manera de ser y odiaba tener que comportarme como una dama de puertas para fuera. Jamás imaginé que un sentimiento tan oscuro pudiera apoderarse de mí, pero lo hizo.


En los estudios cada día iba peor; mi desgana junto con la inestabilidad emocional que había en mi hogar fueron el detonante para que tomase la decisión de escaparme de casa.


Sabía de sobra que esta decisión arañaría las entrañas a mi madre, pero estaba cansada, muy cansada...


Sólo escribir en mi diario conseguía calmar esta desazón.


—¡Ay, Aurora! ¡Tú si que me conocías!, mucho más que mis propios progenitores.


Justo el día de mi cumpleaños, el diecisiete de mayo, vi que Felipe estaba en las caballerizas. Ambos, después de muchos días de charla, llegamos a la conclusión de que la única manera de liberarme del destino que mi familia me tenía preparado era huyendo: poniendo tierra de por medio.

De camino a la ciudad para dar un paseo, pasamos por Villa Fontain, el palacete donde residía Victoria Eugenia de Battenberg. Ena, para sus allegados.

Apenas intercambiamos un correcto saludo —como todo gesto que ella tenía—, sus orígenes británicos eran innegables. Nada se la podía reprochar, salvo su retraído carácter. Aunque siempre estuve convencida de que, en el fondo de su corazón, ella misma se sentía culpable por tener la sangre contaminada por la enfermedad de la hemofilia, —como decía su marido el rey Alfonso XIII—.


Después de dar un paseo por la ciudad, nos encaminamos de regreso a casa. Habíamos quedamos en irnos al amanecer, antes incluso de que el personal del servicio se levantase.

Al caer la noche, después de que mi institutriz se encargase de ponerme el camisón y apagar la luz del candil, cogería lo imprescindible, para al amanecer irme con Felipe, para poder ser libres y amarnos sin ataduras ni cortapisas.


Tenía pensado una vez llegásemos a destino, mandarle una misiva a mi madre sin remite —para que no supiera de mi paradero—, poniéndola en su conocimiento el porqué de mi decisión y que comprendiese que al lado de Felipe era feliz.


Ya bien entrada la noche, escuché un sonido lo suficientemente fuerte como para sacarme del sueño. El sonido provenía de la ventana, cuando me incorporé para ver de qué se trataba, vi a Felipe, me dijo que teníamos que hablar, que era urgente.


Me puse la bata y tratando de hacer el menor ruido posible, me dispuse a bajar las escaleras, para atravesar el vestíbulo e ir a su encuentro. 

—¿Estás loco?, le reproché—.

—Has de disculparme, pero me urgía hablar contigo. Necesito saber si lo que te empuja a escaparte conmigo, son tus sentimientos o la necesidad de huir para ser libre.

—No admito que pienses así. Lo que verdaderamente me empuja a irme contigo no es sino mis ganas de vivir contigo. Te amo. Y de no hacerlo de esta manera, cuando cumpla la mayoría de edad, mis padres ya tienen pensado desposarme. Sé que corres un gran riesgo, si nos cogen la pena de muerte sería tu condena al ser yo menor de edad. Pero tenemos que intentarlo, prefiero morir a tu lado y por amor, que estar muerta en vida.


Fue en este instante cuando nuestros labios se unieron por primera vez. No sabía que se sentía al besar, mi estricta educación me impedía besar a ningún varón sin antes estar desposada. —¡Ridículos y obsoletos principios!—.


Por temor a ser vistos por los miembros de seguridad que mi padre nos había puesto, por miedo a que algún republicano diera con su paradero, nos fuimos a las caballerizas para no ser vistos por ellos. Allí solo hacían ronda a primera hora de la noche.


Siempre había escuchado a hurtadillas en las reuniones que mi madre hacía con sus amigas, que, en la noche de bodas, el hombre debía guiarte y era entonces cuando te convertías en mujer.


—¡Nunca estuve de acuerdo!—. Yo, nací siendo mujer, lo otro es una experiencia maravillosa por la que toda mujer termina pasando tarde o temprano.


Unos besos castos dieron paso a la pasión, al desenfreno.

Me educaron para ser una dama y en ese instante: solo era una joven más enamorada.

Descubrí entre sus brazos el deseo y la pasión.

Cuando extasiados de placer, se tumbó a mi lado, pude observar ya sin pudor su cuerpo desnudo. Me llamó la atención ver su miembro manchado con mi sangre. Lloré, me sentí avergonzada. Todavía recuerdo la ternura de sus caricias, lo delicado que fue al entrar en mí. Y sobre todo recuerdo el amor que en ese instante se forjó con más fuerza y para siempre.

Quizás quise vivir demasiado rápido, tal vez era demasiado joven, cuando tendría que estar formándome para llevar el marquesado. Pero mi mundo era la literatura y mi máxima aspiración escribir algún día, mi vida, mi historia.


Escribir ya era entonces mi forma de hablar y Felipe era el hombre que hacía que me sintiera como una diosa en un mundo terrenal.


miércoles, 7 de agosto de 2024

No me leas, siénteme. Capítulo "Final de la monarquía, principio de mi libertad"

       Aunque han transcurrido muchos años desde mi infancia, los primeros recuerdos que se me quedaron grabados a fuego, fue la primera vez que vi a mi madre arrodillada delante de un crucifijo implorando a Dios que todo terminase.

          En las elecciones municipales del doce de abril de mil novecientos treinta y uno, se aprobó la dictadura española en la mayoría de las ciudades, de manera que la familia real tenía que irse al exilio. Los monárquicos sabían que sus fortunas peligraban si se quedaban en España, por lo que la gran mayoría decidieron irse fuera del país que los vio crecer.

          Mi padre pese a lo tirano que era, en cuanto a los negocios se refiere, era un lince y tenía todo su patrimonio económico en Laussana (Suiza).

          Allí teníamos un pequeño palacete y nos trasladamos con las pertenencias justas, dejando al cuidado de la casa y de las tierras a parte de nuestro servicio.

          Ya tenía la edad suficiente para darme cuenta de que mi padre al no estar tan en contacto con el Rey y sus camaradas se sentía solo, por lo que intentó reconquistar a mi madre, pero mi madre no podía olvidar… Solo se limitaba a ejercer de marquesa de puertas para fuera, su educación no le permitía lo contrario.

          Mi infancia, aunque la recuerdo muy lejana, ni puedo, ni pienso, ni quiero olvidar aquellos maravillosos veranos en la Granja de San Idelfonso:

 —¡Eran inigualables!—

          Recuerdo como si fuera hoy mismo, los días en los que Aurora, mi institutriz, me llevaba a pasar el día a la boca del Asno: un área de recreo muy cerca de nuestra casa.

          El sonido del río, el olor de la naturaleza, aquellos emparedados de jamón y queso que con tanto esmero me preparaba y que en más de una ocasión al escuchar el mugir de una vaca —me asustaba—, estos terminaban en el suelo.

          —¡Dulcinea!, has de aprender que la comida no se tira al suelo, algún día, tal vez te falte y valorarás la que ahora has dejado caer—, me decía Aurora cabreada.

 

          Era una mujer afable y muy trabajadora, aunque llevaba tan firme el protocolo y sabía tan bien cuál era su sitio que en ocasiones me exasperaba.

          Ya había sido la institutriz de mi madre, llevaba muchos años al servicio de su familia y una de las cualidades que más se valoraba de ella, era la discreción. Valía más por lo que callaba, que por lo que contaba. Demasiados secretos podían revelar y ninguno de ellos nos beneficiaría que se aireasen.

            Mis padres en Laussana, se relajaron con respecto a mi estricta educación. Ya no me obligaban a recibir clases de piano, aunque si que seguían y por fortuna permitiéndome ir a clases de equitación.  

 

            Ése era el momento en el que más feliz era. En las cuadras estaba trabajando, Felipe, el hijo del capataz. Era cinco años mayor que yo, de carácter amable, aunque serio cuando tenía que serlo; con él y a escondidas podía olvidarme de mi apellido, de mi clase social y mientras que estábamos tumbados en el pajar, mirando las nubes, soñábamos despiertos con tener un futuro en común. Pero todo se quedaba en eso, en un sueño. Mis padres y como era de costumbre por aquel entonces, ya tenían más que decidido quién sería mi futuro marido. Decisión que me gustase o no tenía que acatar. Lo que se esperaba de mí, de una mujer de bien, era que ésta fuese abnegada, buena esposa, mujer de su casa y sobre todo sana para poder asegurar que en su vientre albergaría el heredero que uniría el patrimonio de ambas familias.

 

            —¡Ojalá todo fuera diferente y pudiese ser libre!—

          Con el fin de la monarquía, daba comienzo una nueva etapa en mi vida, la de una adolescente rebelde en busca de sus sueños y de su libertad.



No me leas, siénteme. Capítulo "Entre algodones..."

  

            Entre algodones...


            Nací un día de primavera, la fecha poco importa y hace cuánto tiempo todavía menos.

          Siempre he pensado que la edad depende de la mochila que llevamos a nuestras espaldas forjada de nuestras experiencias, buenas, malas y sobre todo de aquellas que nos desgarra el alma, pero que son éstas las que en verdad nos aportan más experiencia.

          Me llamo Dulcinea, pero no soy aquella sobre la que Cervantes tantas líneas en la que fue su obra maestra dedicó; aunque mi apellido tiene el suficiente abolengo como para que durante toda la vida haya sido el causante de aportarme todas las riquezas materiales —que jamás nadie imaginó tener— y que a la par me llenó de soledad, de incomprensión...

          Mi madre me trajo al mundo entre algodones. Estaba rodeada del servicio que la asistían y de la comadrona del pueblo que le ayudaron a traerme al mundo en la cama de su alcoba, como antes se hacía.

          Crecí en un mundo carente de sentimientos verdaderos y en un ambiente en el que todos iban con el disfraz de la hipocresía. Disfraz, que muy a mi pesar he llevado durante años, pero que al fin pude quitarme, quizás demasiado tarde, pero lo importante es que me despojé de él.

          Cuando nací mi padre estaba de caza con el Rey Alfonso XIII en Riofrío —había invitado a todas sus camaradas—, como su alteza real solía decir.

          Para cuando una persona del servicio le dio el recado, ya había salido de las entrañas de mi madre.

          Había nacido sana, regordeta y ya era lo suficiente inquieta como para que mis progenitores intuyeran los quebraderos de cabeza que más adelante les daría.

          A mi padre, mi nacimiento no le agradó y más cuando supo que era una mujer. Sabía que el tiempo pasaba y mi madre no tenía más tiempo fértil para engendrar el varón que él deseaba para que éste se hiciera cargo del marquesado y por ende llevar todos los negocios y el título que él mismo heredó con la muerte de mi abuelo, el marqués de Sagasta.

          Mi madre cada vez se sentía más repudiada por mi padre, un sin par de sentimientos anidaban en lo más profundo de su ser. Se debatía entre la felicidad por haber sido madre y por primera vez haber conseguido llevar a buen puerto su tan deseado embarazo —después de los tres abortos que tuvo antes de que yo llegase a este mundo—, y desdichada por no haber sido capaz de dar a su marido el varón que él tanto ansiaba.

          Sólo encontraba un ápice de consuelo al mirarme mientras me daba el pecho, únicamente en esos momentos se olvidaba de los desprecios que mi padre le hacía.

           —¡Ni para darme un hijo varón sirves!—, frase que repetía con inquina una y otra vez mi padre —en un tono no muy agradable—. Me confesaría años más tarde mi madre.

 

          Gracias a su fortaleza y a su entereza, crecí entre algodones al margen de las tormentas que mi madre aguantaba en soledad debido a la ira de mi padre.

          Ya sobra decir que el matrimonio de mis padres había sido como todos por aquél entonces de conveniencia e impuesto por su abolengo.

          El tener más tierras nunca restaba; sino que aportaba más riqueza a las que mi padre heredó de mi abuelo.

          Mi padre nunca amó a mi madre, pero si bien es cierto que jamás nos faltó nada. —¡Faltaría más!— que dirían de él en la corte: Un grande de España se desentiende de su familia. —¡Jamás!—, el que dirán le importaba tanto o más como el que aumentase la riqueza de su patrimonio.

          Mi madre fue educada para ser una mujer de actitud intachable, sumisa y obediente; aunque años más tarde me rebelaría su gran verdad; verdad, que no distaba con mi forma de ver la vida. Se recuperó con facilidad del parto, se dedicó con más vehemencia a cumplir su papel de marquesa de cara a la sociedad, mientras que mi padre, sin vergüenza alguna y sin un ápice de tacto se iba de "correrías" con los camarillas del Rey Alfonso XIII, que por aquel entonces ya se sabía a gritos el affaire que éste mantenía con la actriz Carmen Ruiz Moragas.

          Pese a que mi madre de sobra sabía los desdenes de mi padre, jamás descuidó su atención hacía él. Ya entonces y pese a la opinión de alguna mujer feminista, se juzgaba la manera de vestir de un hombre con la manera de ser de la mujer que detrás de éste había.

          Aquél diecisiete de mayo, el día de mi nacimiento, fue para Manuel y María, mis padres, un antes y un después en su vida íntima de alcoba. Si antes ya era escasa, lo justo, para que mi padre la visitara para preñarla, ahora... ya ni una mirada cómplice se intercambiaban.