Gracias al fingido cambio de mi actitud, conseguí que mi padre se apiadase de mí y aceptó de buen grado la propuesta que la marquesa le hizo.
En lugar de quedarme en casa de la marquesa para dar a luz en clandestinidad, les pareció bien que el hijo de la marquesa —militar e incapacitado para tener hijos debido a que en unos ejercicios militares tuvo un accidente—y conocido por mi padre, se viniera conmigo a Laussane, para así poder estar cerca de mi madre y arropada por el servicio y recibiendo las mil atenciones de mi tan querida y extrañada Aurora.
Fernando, mi futuro prometido, era un hombre afable, correcto, pero insulso. Aunque no deseaba, ni me imaginaba tenerle que hacer feliz en el lecho, éste, con su actitud me demostraba que no me iba a exigir tal sacrificio. Gesto que le honraba, puesto que no estaba dispuesta a que ningún hombre me tocase.
A mi regreso a Laussane y después de la mirada escrutadora y hostil que mi padre me dedicó, pude recibir, aunque a escondidas el cálido abrazo de mi madre. —¡Cuánto la extrañaba!—. Pese a su falta de carácter por temor a las represalias de mi padre, no dejaba de ser mi madre. La madre que me trajo a este mundo entre algodones y que con el tiempo me daría cuenta de que el comportamiento abnegado de mi madre era para que pudiera estar a su lado. Ahora que yo iba a pasar por el trance de la maternidad y que iba a contraer nupcias sin sentir amor hacia Fernando; comprendía que todo silencio, sacrificio y sumisión, era el mismo que yo iba a poner en práctica. Todo porque no me separasen de mi hijo.
Estando ya de tres meses, el malestar que tenía cada mañana comenzaba a remitir. La tranquilidad, el sosiego y la belleza se hacían presentes en mi vida y en mí. Estaba propuesto que contrajera nupcias el mismo día que Felipe se iba a casar.
—¡Le dijeron que había muerto!—.
—¡Me sentí morir!—, quería ir a verle, decirle que en mi vientre albergaba el fruto de aquella noche. Y, sin embargo, si quería que mi embarazo fuese a buen puerto, tenía que intentar olvidar el amor que por vida sentiría hacía él.
El único consuelo que me quedaba era saber que parte de él me iba acompañar el resto de mis días.
Tal vez tendría los hoyuelos de Felipe y esa mirada que me enamoró, tal vez algún día y de algún modo pueda decirle: —¡Felipe, éste es nuestro hijo!—.
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