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martes, 23 de abril de 2019

Rebuscando en el ayer



Yo no me considero antigua, ni tan siquiera mayor, ni mucho menos vieja, aunque si preguntará algún joven sería una abuela, una tarra, una carroza.

Ellos se piensan que ser joven es un derecho y sólo es una etapa.

Pero sí, me aproximo a los sesenta y puedo hablar de cosas de ayer, esas que se llaman antiguas por ejemplo del campo y mi niñez en él, de mi entorno más cercano, mi casa, mi calle, mi barrio, mi monte, en definitiva de mi querido y adorado pueblo.
            
Vivía en un pueblo pequeño, rodeado de campo y naturaleza, la calle era mi espacio, mi sitio, donde dejaba mis risas, mis palabras, mi carácter, mis maneras, en la calle empezaba a madurar al lado de mis amigos y vecinos sin necesidad de actividades jugando.
            
En el barrio se aprendían tantas cosas, pasaban tantas gentes, tanto que ver, que oler, que sentir, que las calles se convertían en un cuadro con mil colores y formas, un pequeño mundo al que simplemente debíamos observar y absorber.
            
El campo envolvía al núcleo urbano haciendo sus afueras verdes y preciosas unas afueras muy cercanas, por cierto el pueblo no era grande y el verde dominaba sin lugar a dudas, saludaba de cerca a la plaza.
            
Por las mañanas el olor a carbón y a leña se metía por todas partes, era lo que había y era un olor auténtico, cotidiano.
            
Había una vaquería chiquita en el camino del monte y su leche se vendía en la plaza, en la lechería de ¡La Matilde!

En muchas casas tenían gallineros y veías cómo se incubaban los huevos y nacían los pollitos, mirabas asombrada casi sin creértelo, cómo de ese cascarón salía ese pajarito tan perfecto.
            
En otras casas lucían las cuadras con caballos, cerdos, mulas, pavos, conejos y perros, todo eso nos empapaba de vida, metiéndonos dentro la sensibilidad y el amor por los animales y el ¡querer!se aprendía extendiéndolo a todo y a todos, un valor que se nos regalaba: Amar la vida
            
En las huertas de lombardas los morados y azulados dejaban ver un trozo de mar, un trocito de sueño, al lado las lechugas verdes hacían contraste y daban paso a la bañera llena de ese color vivo y naranja de las zanahorias.
            
En la era, sus espigas doradas nos servían de escondite en nuestras correrías y al soplar el viento se mecían con sus olas doradas.
            
Todo eran vivencias y aprendizajes.

En verano, llegaba el colchonero con su vara y en su gran taller, la calle, descosía los colchones de lana, no eran de madeja de lana —¿eh?— Eran como trocitos del pelo de la oveja.
           
Vareaba esa lana que se apelmazaba del uso, haciendo que estuviera esponjosa y suelta, al final, metía todo de nuevo en la funda que formaba el colchón y lo volvía a coser, a veces paraba y se limpiaba la frente y resoplaba ¡Qué calor! Y allí estaba enseguida alguien con un frío vaso de agua que refrescaba su garganta.
           
También volvía en otoño el mielero con sus alforjas con miel y queso, la miel rubia y dulce que todas las madres te daban cuando te acatarrabas.
            
A mí me encantaba el paragüero, te arreglaba un paraguas hecho unos zorros, en un plis plas, era un artista.
           
Nada se tiraba, todo se arreglaba, las sillas de anea donde las mujeres salían al fresco, los sofás y sillones se tapizaban y seguían dando su juego.
            
Pero sin duda el que más nos gustaba era el afilador, llegaba con su motillo y su piedra de afilar tocando su chiflo "tiruuu ri ru riiii"

¡El AFILADOR!

            
Como un mago se oía el chuflo y al momento la calle se llenaba de chavales para verle afilar, era como el flautista de Hamelin aducía.
           
Y así vivíamos cada momento, bebiéndonos los instantes, guardando en la retina todo lo que veíamos, éramos de pueblo, de campo, sencillos, llanos y empáticos.
           
La naturaleza nos enseñaba a compartir, a soñar, valorar y a respetar.
           
Las vecinas se juntaban en las puertas y contaban de sus casas, de sus cosas, de sus problemas, otras veces reían y reían y era su terapia, su psicólogo, su desahogo.
         
En la alacena siempre había tomates de aquél, huevos del otro, higos, uvas y muchas cosas que se compartían y si alguien caía enfermo o un niño llegaba al mundo, su casa era un trasiego de vecinos con caldo, naranjas, dulces y sobre todo afecto.
           
Así que creo, que tuve mucha suerte de crecer en un pueblo de campo porque me hizo ser feliz, respetar a la naturaleza y me enseñó a valorar y tener dignidad.
           
Ahora hay menos campo y más ciudades, es hasta lógico somos más, aunque lo primordial, lo que importa no es haber perdido los campos y su forma de vida, todo cambia y evoluciona, lo doloroso es haber olvidado los valores, los principios, la sencillez, la humildad, la solidaridad, todo eso que tienen las gentes de campo.
            
Y es que yo creo firmemente que sin naturaleza nos desnaturalizamos.

¡Gracias Pozuelo!


Teresa Silvestre Puñal

6 comentarios:

  1. Me ha gustado mucho, me ha hecho recordar mi infancia, es cierto todos cuidabamos de todos, ahora cada uno va ha lo suyo y no miran por nadie.

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  2. Tienes razón, yo que he sido siempre de ciudad, valoro mucho el campo, sus gentes y tradiciones, sin prisas no como aquí que todo el mundo va corriendo, aunque yo que debo de ser más o menos de tu edad me acuerdo de las vaquerías donde iba mi madre con la lechera a comprar leche, y como no, del afilador.
    Está muy bien que estés orgullosa de tu pueblo, y es que donde esté la naturaleza que se quite lo demás.
    Un abrazo

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  3. Hola Teresa, yo también me acerco a tu edad, y también nací en un pueblo pequeñito. Viví en él hasta los ocho años y todavía mantengo en la retina sus colores, y , cómo no, los aromas a espliego y romero. Por circunstancias he vivido en varias ciudades, incluso vivo actualmente en el extranjero, pero jamás puedo pasar, al menos una vez al año, sin regresar a mis orígenes, de los cuales estoy orgullosa, aunque ahora sea tan solo una aldea despoblada por desgracia...Me identificó con tu narración.
    Hasta la próxima publicación.
    Un abrazo
    Rocío Ruiz

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  4. La vida en el campo es mucho más tranquila y deliciosa, sin embargo como criatura de ciudad siempre me siento perdido en su inmensidad. Pero siempre es bueno tener presente tiempos más sencillo. Bien Teresa!

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  5. Muchas gracias por vuetros comentarios. Muchos besos Teresa Silvestre.

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  6. Me gustó, un beso.

    Lolotónico
    Manuel Barranco Roda

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