Una revista de literatura, donde el amor por las letras sean capaces de abrir todas las fronteras. Exclusiva para mayores de edad.

martes, 22 de abril de 2014

La Vie en Rose

Anochece. Anochece en Barcelona: y la luz que queda es efímera, se escapa de las manos, fantasea por las calles del Barrio Chino y desdibuja el contorno de las viejas casas, tras cuyos muros se esconden multitud de historias.


En el cruce de las calles de Santa Mónica con Montserrat, veo a unos cuantos travestís y transexuales ofreciendo sus servicios. Se lanzan sarcasmos entre ellos, bromas gastadas y corroídas como el pavimento de la acera —repiqueteado interminablemente por tacones imposibles en las frías noches de invierno—.
Empieza a llover. Me resguardo bajo un portal y enciendo un cigarro. En frente está el Bar Pastis: un pequeño bistró que evoca la esencia de la bohemia artística y picaresca de los antros portuarios de Marsella.
Las manos me tiemblan.
—¡Tranquilízate!—me digo—. Un solo trago y estás jodido.
Una mujer, que debe rondar los 50 años, se detiene ante mí.
—¿Te has perdido?—me pregunta.
Viste con elegancia: como si viniera de disfrutar una agradable velada en el Liceo. La geografía de su cara está cubierta por un exceso de maquillaje para paliar, supongo, los estragos causados por el tiempo. En su mirada: mil vidas.
—No quiero mojarme—contestó.
Se pone a mi lado, saca del bolso una pitillera de plata y extrae un cigarrillo.
—¿Me das fuego?—me solicita.
Fumamos. El humo de los cigarrillos se desvanece, poco a poco, en el haz de luz proyectado por la farola. 
La calle se empieza a animar. Eternos mirones buscando saciar el hambre, nunca saturada, de su libidinosa mirada. Puteros que acarician con la mano, dentro del bolsillo, la piel de su cartera, mientras negocian o regatean el precio necesario para satisfacer su deseo, su fantasía, su aberración… Un par de turistas extraviados preguntan a un chulo de “rompe y rasga” por un buen restaurante.
—¡Sí, claro! En el dedo de Colón han puesto un restaurante giratorio; desde allí se puede ver toda la ciudad— les dice en tono sarcástico, ¡el desalmado!
Las carcajadas de los travestís aún resuenan cuando los “guiris” giran por Las Ramblas en dirección a la estatua de Colón.
Pasa un Fiat Punto rojo con cuatro jóvenes dentro; uno de ellos asoma medio cuerpo por una de las ventanillas y le asesta un sonoro manotazo en el trasero de un transexual.
—¡Vete a tomar por el culo! ¡Maricón!—grita éste furioso, mientras destroza su paraguas al golpear con saña el vehículo.
La mujer misteriosa entrelaza un brazo con el mío.
—¡La vida es una mierda!—sentencia—. ¡Invítame a un trago!
Siento el dolor ante la imposibilidad de expresar... de definir el tormento. Siento el vacío que precede al caos. Me estremezco ante la inevitable consecuencia: la cruel abstinencia cebándose en un ser que declina, que pierde defensas, que ya no ve tan claro un futuro donde expiar los errores; un mañana donde lamer las heridas, con calma, provocadas por el remordimiento. ¿Para qué engañarse?
—Vamos—digo, entregándome como Fausto.
Sin soltarnos del brazo, cruzamos la calzada y entramos en el Pastis.
El dueño del local, Marcel, habla con un cliente en la barra. Al vernos, nos saluda con un vago gesto.
—¿Te has perdido?—me pregunta.
La mujer y yo nos miramos con complicidad y reímos (es la segunda vez en diez minutos que me preguntan lo mismo). Nos sentamos en una mesa del fondo: en un rincón. Entretengo la vista observando algunos de los múltiples detalles o reliquias que forman el conjunto decorativo abigarrado, pero acogedor, del pequeño bistró.
—Me llamo Sofía.
La luz tenue de las velas la favorece. De repente, me parece bastante atractiva.
—¿Qué quieres beber, Sofía?
—Lo mismo que tú.
Pedimos cervezas, brindamos y nos las bebemos en un par de tragos sin soltar palabra.
En la mesa de al lado, un tipo barbudo con aspecto bohemio saca un cigarrillo de un paquete de Gitanes.
—¿No sé a dónde vamos a parar? ¡Nos van a prohibir, incluso, tocarnos los cojones!—exclama indignado. Se levanta y sale a la calle.
—¿Otra? —pregunto a Sofía.
Me incorporo sin esperar su respuesta, y voy a por dos cañas.
En la barra, Marcel discute con un personaje que me recuerda a Toulouse Lautrec. Beben Ricard. El tipo —Toulouse— está bastante exaltado.
—“Milord” es la mejor canción de Edith Piaf—vocifera.
Marcel me guiña un ojo mientras me sirve las cañas. El reloj de pared marca las diez. Los dejo con su discusión, y vuelvo a la mesa con las cervezas.
—¿Aún no me has dicho cómo te llamas?—indaga.
Le digo mi nombre.
—Pareces un buen tipo—dice.
—Gracias, pero dicen que las apariencias engañan.
—Las apariencias, quizás, pero tú no.
Apuramos las birras de un trago.
El tipo barbudo vuelve a su mesa, saca un bolígrafo de un bolsillo de su roída americana a cuadros, y empieza a dibujar en una servilleta de papel.
—¿Vamos a fumar?
Sofía asiente y coge su bolso. Salimos a la calle. Cuando sujeto la puerta para dejar paso a Sofía, basta un pequeño gesto leve con la mano para que Marcel vaya preparando otra ronda.
Sigue lloviendo. Los pitillos, que fumamos, son insuficientes para llenar el vacío inquieto que nos ha dejado la privación forzosa. Prendemos otros y los saboreamos en silencio, mientras contemplamos como las gotas de la lluvia rompen en los charcos, distorsionando reflejos de luces nocturnas; esta visión me induce a una placentera y sutil hipnosis.
De repente, una fugaz sombra pasa velozmente por delante.
—¡Al ladrón!—grita una mujer.
La sombra es un chorizo que corre despavorido hacia Las Ramblas con un bolso en la mano.
El hechizo se ha desvanecido. Taciturnos, lanzamos las colillas en un charco y entramos en el local.
Las cervezas esperan solitarias sobre la barra.
—¡Attendez!—sugiere, Marcel— ¡Así no se bebe una cerveza!
Sofía se sienta en un taburete, mientras Marcel resucita las cañas con un “toque” de grifo. Suena una canción de Piaf.
—Es la noche que Edith Piaf se desplomó, ante su público, en el Olympia de París—dice Toulouse, con un dedo en alto señalando un lugar imaginario del cual —parece ser— proviene la música. Emocionado, cierra los ojos y canta.
—¿Quieres ir a la mesa?—le pregunto a Sofía.
—Estoy bien aquí—contesta.
Vemos reflejada nuestra imagen en un gran espejo situado junto al botellero; nos echamos a reír.
—Parecemos personajes de una película de Fellini —dice Sofía—. Además, te pareces a Marcello Mastroianni.
Estallo en una carcajada.
Una joven que surge, repentinamente, de una mesa apartada y poco iluminada, se acerca a la barra tambaleándose.
—¿Tienes un cigarro, guapo?—me pregunta.
Le doy un cigarrillo; lo coloca voluptuosamente entre sus labios, y mira de reojo a mi acompañante. Sofía la ignora. El bohemio barbudo se levanta, pide otro pastis, y abre la puerta disponiéndose a salir.
—¿Quieres fuego?—pregunta, bajo el dintel, a la joven.
Salen juntos a la calle.
—¡Vamos a una mesa!—ordena Sofía.
Vacío mi vaso.
—¿Qué quieres beber?—digo.
—Ya te lo he dicho. Lo mismo que tú.
Observo cómo camina hacia la mesa, chasqueo la lengua, satisfecho, y pido dos Ricard a Marcel.
—La vida te supera, ¿eh?—me advierte Marcel.
Asiento con la cabeza mientras echo un vistazo al maldito reloj de pared: son las once menos diez.
—No lo soporto…—dice Sofía, cuando vuelvo a la mesa.
—¿A qué te refieres?—pregunto.
—¡Una chica tan joven…!
—¿La conoces?
—¡Qué importa? Conozco a montones de chicas como ésa, y casi todas acaban mal.
Marcel aparece con el Ricard. Llena dos vasos y deja una jarra de agua con hielo sobre la mesa.
—Puedes dejar la botella—le sugiero.
—¡Santé!—dice Marcel, antes de esfumarse con la bandeja vacía.
La puerta del bar se abre y entra en escena el bohemio: solo. Se acerca a Toulouse, que sigue cantando, le pasa un brazo sobre el hombro, y acaban a dúo “La Vie en Rose”. Los ojos de Sofía se nublan. Marcel sonríe, melancólicamente, con el codo en la barra y la cabeza descansando sobre la palma de la mano.
—…Mon coeur qui bat…
Suenan las últimas notas del piano; el público del Olympia, emocionado, ovaciona a Edith Piaf.
Marcel revisa su colección de vinilos mientras el disco sigue girando, rasgado, sin piedad, por la aguja del cabezal; a pesar de ello el silencio es denso.
Entonces, la puerta del bar se entreabre y asoma la cabezota de un “pinta”.
—¿Qué pasa? ¿Se ha muerto alguien?
Mira hacia cada uno de los presentes, esperando que alguno se ría de la gracia. Una ráfaga de viento se cuela dentro del local, y hace volar la servilleta de papel donde el bohemio había esbozado un dibujo. La mirada que el bohemio lanza al cabezota es, en sí misma, "todo un poema".
—¡Vaya nochecita!—insiste el pinta, echando un fugaz vistazo a la calle.
—¿Vas a entrar o te quedas ahí mirando la lluvia?—pregunta Marcel, impaciente.
—¡Venga, ponme un chupito! ¡A ver si se me pasa la tontería!—dice el pinta, disipando las dudas.
Marcel le sirve un chupito en la barra y el cabezota se lo traga atropelladamente.
—¡Joder! ¿Esto qué es? Parece de garrafón.
Dirige la mirada hacia la botella de Pernod que preside nuestra mesa, y sonríe.
—¡Ya veo que por aquí solo se bebe anisete! ¡Venga, ponme a mí, también, uno de esos!
Marcel elige un disco de Jaques Brel; el ambiente se relaja con la música. Después se acerca al “pinta”, que sigue de pie, le sirve un pastis, y deja una jarra de agua junto al vaso.
—¿El agua es para la resaca, o qué? -el cabezota suelta la chanza, risueño, y luego mira a su alrededor para averiguar si hemos calado su ironía.
Marcel, derrotado, atiende otro menester.
—Voy al servicio—le indico a Sofía.
—¡Ni se te ocurra! Si me dejas sola, ese tío nos amarga la noche—dice, señalando con la cabeza al chistoso—. ¡Vámonos!
—¿A dónde?—le pregunto, mirando de refilón la botella.
—A mi casa. Vivo cerca de aquí.
Me acerco a la barra, y le pido la cuenta a Marcel con un gesto de la mano. Cuando pago, Marcel me lanza una mirada, en la cual descubro la expresión astuta del que ha librado mil batallas portuarias; las arrugas en la piel de su cara son surcos labrados por un sinfín de experiencias que ha padecido, asimilado, encajado y, por necesidad, transformado en un temperamento versátil y adecuado con el fin de afrontar las numerosas trampas que surgen, día tras día, en un bar del Barrio Chino.

Pero su mirada, también, previene de los fantasmas que me acechan.
—¡Sí! Lo sé—le digo.

Cuando Sofía y yo cruzamos el bistró para salir, el bohemio asiente un par de veces con la cabeza a modo de despedida. Toulouse, afectuoso, nos estrecha las manos. El “pinta” se agacha por detrás de Sofía, provocando el asombro de todos, y recoge una servilleta de papel que se había quedado pegada en el tacón de uno de los zapatos de la mujer.
—¡Vaya! Parece ser que tenemos un Picasso entre nosotros—dice el cabezota, tras echar un vistazo al dibujo.
El bohemio rechina, casi imperceptiblemente, los dientes.
El endemoniado reloj marca las once y veinte.
—¡Adieu!...
Cae una tormenta sobre las calles, que ya no son calles: son arroyos que arrastran los residuos de la lujuria. Tengo los sentidos aletargados hasta que el aroma indescifrable de las aceras mojadas me devuelve a la cruda realidad. Sobre la calzada discurre un río, metáfora de la vida, indiferente a los anhelos y la desesperación de algunas almas en pena: y en vilo. Lo demás son cuerpos yacentes y rendidos a un sueño liberador que mitiga la angustia causada por soportar una existencia absurda y vana.
Un rayo inunda de luz la noche, como si fuera un foco de proyector iluminando un escenario vacío; un flash que retrata la expresión triste y sombría de Sofía tras sentir la vulnerabilidad que rezuma de cada uno de mis poros.
Se quita los zapatos y, sin perder la compostura, camina sobre los charcos. Dubitativo, enciendo un cigarrillo y observo cómo se aleja. Cuando está a punto de girar por una esquina, se da media vuelta.
—Puede salir bien -dice esperanzada. Está totalmente empapada y el cabello le cae, apelmazado, sobre los hombros.
Espera mi respuesta con la cabeza echada hacia atrás, pero sólo recibe como respuesta el estruendo ensordecedor de un trueno. Alzo la vista, hacia el cielo teñido de malva, en espera de alguna señal, y cuando dirijo la mirada, de nuevo, hacia Sofía, me golpea su ausencia.
Me pierdo entre sórdidas callejuelas, sintiendo un dolor punzante en el velado rincón donde se alojan las emociones.
La noche se cierne, amenazante, sobre mí.






11 comentarios:

  1. Un relato intenso en la sordidez de un mundo que pocos conocemos de antemano. El juego del filtreo y el abandono danzan de forma interminable hasta el final sorpresivo (pero lógico) del relato. Muy bueno, Cristian.

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  2. Un excelente mosaico de personajes, con su angustias y miedos que pueblan esas calles nocturnas de los barrios bajos, donde el personaje principal se rinde ante los contratiempos que imperan en su vida, se siente solo y su última compañía no puede aguantar su rendición.
    Me ha gustado mucho
    Un saludo

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  3. Gracias Carmen. Un saludo.

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  4. Solo en la vida tienen cabida estos pasajes. Enhorabuena. Un saludo

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  5. La noche de Barcelona, poblada por seres perdidos en su propia oscuridad que se cruzan con los otros, también perdidos, con los que se encuentran y se salvan por un rato de la soledad y del vacío. Bonito y nostálgico. ¡Bien!

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  6. Colorido y descriptivo relato de una noche en un sordido barrio de Barcelona.¡Felicidades Cristian!

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