Nando,
mi mejor amigo; era una hombre diferente a todos los demás.
Resultaba todo un enigma el poder descifrar el significado de su mirada, al igual que tampoco podía saber como iba a reaccionar ante las diferentes situaciones en las
que esta vida caprichosa te pone a tus pies.
No
sabría decir si era el atractivo de su mirada, si lo era el halo de misterio
que le envolvía, pero... quería conocerle más allá de lo que él me mostraba de
sí mismo; —aunque mi intuición femenina me decía que nunca llegaría a conocerle
del todo—.
Nos
conocimos en una reunión de amigos, él se dirigió a mí, sin entender el por
qué, el caso y lo que importa, es que lo hizo.
Llevaba mucho tiempo sin verle, casi
desde el verano; en aquellos días donde el calor que se respiraba en Madrid
era insoportable.
Por
fin llego ese día esperado en el que volvería a verme reflejada en su mirada.
Entre
el recuerdo de aquellos días, unido a la temperatura de mi cuerpo que aumentaba
al pensar en él, hacia que el frío que se metía por cada poro de mi piel se evaporaba...
Amistad,
respeto, atracción, quizás el compartir las mismas aficiones, hacia que aunque
de tarde en tarde, quedásemos para hablar, para vernos y tal vez para disfrutar
en silencio de nuestra compañía.
Aquél
día, más que ningún otro, tenía ganas de verle; aunque no iba a comportarme de
ninguna manera que delatase, que en verdad había anhelado durante tantos meses
el disfrutar de su compañía.
¡Qué
difícil es fingir amistad, cuando lo que sientes es atracción!, aunque... ¿Cómo
se puede saber que esa atracción es amor y no solamente deseo?
¡Sí!,
tal vez la única solución era que yo diera un paso adelante, aún a riesgo de
romper esa amistad.—¿Y
si le pidiera un beso? ¿Cómo reaccionaría?—.
Tendría
que aprovechar un momento en el que bajase la guardia o que me insinuase algo;
necesitaba aprovechar una oportunidad para poderle besar. ¡Solamente así
sabría si lo que sentía era amor o una gran amistad!
Tenía
muy claro que prefería perder arriesgando, a estar sufriendo en silencio, por
mantenerme callada... y seguir soñando con sus labios.
Quedamos
en un restaurante bastante elegante y con un nombre precioso; discreto,
acogedor y con un ambiente que hacía que todavía me sintiera más cómoda de lo
que ya me sentía a su lado normalmente. Cada lugar que escogía para vernos, era
siempre diferente, con lo que conseguía que cada cita fuera especial. Aunque todos
los sitios tenían un nexo en común: eran distinguidos y elegantes al igual que su manera
de ser y su saber estar.
Mientras
que le esperaba, escuchaba por megafonía las diferentes salidas de los trenes
de la estación de Atocha y eso hacía que el par de minutos que le esperé,
parecieran una eternidad.
Cuando
le vi subir por las escaleras mecánicas, el corazón me latía rápidamente;
hubiera querido dejar de ser esa mujer que estaba acostumbrada a dominar cada
reacción de su cuerpo y salir corriendo para abrazarle.
Pero
su forma de ser, me confundía; por una parte sabía que tendría su amistad de
por vida, no solo por como se comportaba, sino también porque me lo demostraba.
Sin embargo, había contestaciones y desplantes, que me daban miedo, que
erizaban mi piel al pensar que podría perder esos "momentos" en los
que era auténticamente feliz, —esos "instantes" en los que desearías
parar el tiempo para exprimir minuto a minuto cada sensación que tenía—.
Como
siempre había reservado mesa en el restaurante —ése gesto siempre me había gustado en un hombre y más
en él—, así te evitabas la famosa respuesta: —Disculpen, está todo lleno—.
Ya ni
recuerdo lo que comí. En ocasiones aunque le miraba mientras me hablaba, en
mi foro interior estaba pensando: ¡Vamos, ahora, lánzate! Pero... ¡no!,
¡maldita sea mi estampa! No tenía el valor de hacerlo. Solo me limitaba a
rápidamente posar mi mirada en sus labios, para que él se diera cuenta. Pero...
¡No!, o no se daba cuenta, o bien esa timidez que por desgracia compartíamos,
unido al miedo de perder la amistad, hacía que ambos ocupásemos el lugar que
nos correspondía.
Como
me hubiera gustado, poder entrelazar nuestras manos y escuchar de sus labios:
—¿Y de postre, amor?—, y yo por fin poder contestar: —Tus labios, siempre tus
labios—.
Pero
en fin, lo único que rozó mis labios aquél día, fue el chocolate de la tarta
que ambos compartimos. —Seguiré soñando con el sabor de sus labios—.
Me
llamo Lourdes. He vivido en París los últimos 25 años de mi vida; allí me casé
y tuve 2 hijos. Aprovechando un fin de semana, he vuelto al pueblo que me vio
nacer y donde conocí al hombre, entonces niño, del que me enamoré locamente:
Cristian.
Cuando cumplimos los 20 años, nos fuimos a
vivir juntos. Encontramos trabajo en una brigada forestal que ejercía su labor
en los hermosos Jardines Secretos. Éstos habían acogido, cuando éramos niños,
nuestros primeros escarceos amorosos.
Cristian sufría depresiones agravadas por
el consumo de drogas. El amor incondicional que le profesé no fue suficiente
para evitar la dinámica autodestructiva en la que entró. El día que me propinó
una bofetada, al cabo de una convulsa convivencia de 5 años, hice las maletas y
me marché: hasta hoy.
El reencuentro con mis padres ha sido muy
emotivo. Después, para aliviar la tensión, hemos salido a pasear por el pueblo
y conversar con algunos amigos y conocidos.
Por la tarde me dirijo a los Jardines
Secretos. El aroma melancólico de la tierra mojada me trae al recuerdo mi infancia.
Aflora en mi pensamiento aquella sombra titilante proyectada por el árbol
umbrío —refugio y hogar de nuestros juegos clandestinos—.
Busco la sombra pero no la encuentro. Era
un lugar apartado —bucólico — donde los sueños dormían. Allí, el tiempo
languidecía en el ocaso (quietud voluptuosa subyugando las almas cándidas, los
corazones rotos…); y una mirada anhelante perseguía la luz ambarina que
impregnaba los árboles, las plantas y el semblante risueño de Cristian.
He oído rumores; dicen que en la puesta de
sol que precede a cada luna llena, Cristian busca —también— la sombra titilante
en los Jardines Secretos.
El domingo por la mañana acompaño a mis
padres a misa. Cuando salimos de la iglesia, me encuentro con el padre de
Cristian. Me pregunta por mi exilio voluntario y le relato brevemente los
hechos más trascendentales. Pero me muero de impaciencia por saber algo de él.
—¿Cómo está Cristian?—le pregunto.
—Está en el Sanatorio—le cuesta expresarse
y agacha la cabeza—. No… no está bien.
Le cojo de la mano y aprieto los dientes
con todas mis fuerzas para no llorar.
Al atardecer me encamino hacia el
Sanatorio. Cuando entro en el recinto, paseo por un sendero de grava que bordea
la residencia. Observo a un hombre sentado en un banco de piedra. Lleva puesto
un pijama azul. Tiene el cabello greñudo y blanco; el sur de su cara lo cubre
una poblada barba canosa con manchas de color sepia en la perilla y en la punta
de los pelos del bigote. Está fumando y encara la vista hacia las montañas de la
Sierra. De repente, parece percibir mi presencia y se gira: es él.
El corazón me palpita con fuerza. Nerviosa,
se me cae el bolso al suelo, volcándose su interior. Cristian se levanta, se
acerca y me ayuda a recoger los objetos caídos. Cuando nos levantamos, me
acaricia una mejilla y me besa en la frente; veo en sus ojos mil tormentos
inconfesables. Entonces se aleja. Le sigo con la vista hasta que lo pierdo
cuando gira por un vértice del vetusto edificio. El crepúsculo de fuego
confiere una atmósfera irreal al entorno. Cubro mi rostro con las manos y me
echo a llorar desconsoladamente. Soy consciente de la futilidad de la vida,
pero, también, de la realidad opresora e inapelable del dolor.
Cuando despega el avión que me lleva de
vuelta a París, abro el bolso para coger un libro y encuentro un sobre oculto
entre sus hojas. En el anverso —del sobre— está escrito “El secreto del
jardín”. Lo abro, con las manos temblorosas, y empiezo a leer:
—¿Te acuerdas de nuestro escondite,
Lourdes?—.
—El misterio de su alma es la eterna
alquimia del poeta de la Naturaleza; un día creí descubrirlo —el misterio—
pero tropecé con el palíndromo ininteligible de sus sombras y volví a la más
sabia de las decisiones: libar con su belleza.
—Los Jardines Secretos me tienen preso en
el centro del enigma. ¿Me rescatas?—.
—No puedo, Cristian—digo en alto, inconscientemente,
mientras las lágrimas me caen en cascada.
"Dígale que...aquel que no osa mirar al frente de su vista se lo pierde todo y quien no sepa entender e interpretar lo que tiene ante sí hará siempre un mal negocio.
Es el momento, es la ocasión de hacer lo que uno debe hacer y de vivir intensamente aquello que se nos ha regalado. No esperes nunca nada de la vida, pero cuándo ésta se pone en forma y decide ser espléndida y derrochadora en momento tan puntual hay que saber aprovecharse de ello, pues nunca habrá segundas oportunidades.
La casualidad suele dar casi siempre demasiados rodeos.
Déjate pues llevar por el deseo y el amor cuando estos acudan a ti y no esperes a ser viejo para comprender tu error, una vez que sea demasiado tarde. No habrás vivido entonces y habrás perdido además la única oportunidad en la que la vida te brinda la ocasión de usar el corazón en lugar de la cabeza”.
En la ciudad de Roma, el viento y la llovizna bailaban al mismo tiempo una danza muy parecida. El agua que caía a ráfagas, fría y rabiosa, saludó la entrada en la ciudad de aquel ensimismado viajero que transitaba con la vista absorta por las desnudas salas del solitario y desangelado aeropuerto. Era demasiado pronto para el bullicio habitual y cotidiano que siempre lo acompañaba y lo vestía.
Todavía tenía relativo tiempo por delante, aún restaban un par de horas para llegar a su destino, un destino en el que encontrarse con alguien a quien aún no conocía en persona pero a la que podía recitar de memoria cuando así se lo propusiera.
El transporte hasta el centro de la ciudad, por la escasa distancia existente, le supuso un distraimiento mínimo en aquel extraño nerviosismo que hizo mella en su interior la noche anterior. No sabía a qué atenerse, ni cómo se sentiría al llegar y hallarse frente a aquella persona que durante tanto tiempo había ocupado la totalidad de sus noches y casi todos sus pensamientos.
Después de intensos días plagados de dudas y temores decidió que el paso que iba a dar resultaba completamente necesario, sincero con sus íntimos deseos, también lo consideraba del mismo modo ella. Ninguno podía dejar pasar más tiempo con tal indecisión en el corazón y morir esperando la ocasión y sin poder salir de dudas.
Aquello parecía que podría ser serio, aquello parecía que podría ser importante para ellos. Tenían que acudir a esa cita y despejar de sus mentes las ideas que velabas sus corazones y sus almas.
Desde la ventanilla del transporte público que le llevaba hasta el centro de la ciudad, miraba ausente el urbano paisaje de los aledaños de la populosa urbe. Eran como cualquier otro suburbio de gran ciudad europea, ninguna diferencia con el resto.
Miraba pero no veía, su mente recorría centímetro a centímetro el recuerdo del rostro de la mujer con la que se encontraría, un rostro bello y sensual que lo había cautivado desde que una fotografía de empresa cayó en sus manos.
Y sin embargo, solo había escuchado un par de veces su voz, no habían tenido mucho más contacto verbal entre ellos pues todas las conversaciones empresariales quedaban grabadas por motivos de seguridad y desde sus domicilios... aquello resultaba aún más difícil.
Nunca se atrevieron a comunicarse de manera habitual dadas las circunstancias.
Desde su ciudad de residencia, París, no alcanzaba a ver todo lo que deseaba saber al respecto.
La misma empresa para la que trabajaban ambos les había unido sin quererlo, fue solo a través de los correos internos y profesionales que pronto dejaron de ser compañeros de trabajo, para pasar a ser auténticos amantes virtuales. Ella fue la primera que manifestó su interés en un momento determinado, luego, tras varios días de cruce de emotivos suspiros y propuestas inconfesables, una pasión prometida les venció por completo y él se dejó llevar completamente convencido de la bondad de la idea.
Quedaron en verse sin un motivo aparente, solo fue fruto de una especie de reto que se plantearon y que al final acabó en una cita obligada y necesaria, en una cita irrenunciable para cualquiera de los dos.
Ella tenía dos hijas mayores, él, dos hijos pequeños. Ella era morena, con unos maravillosos ojos que aportaban un intenso brillo y belleza a su rostro. Él, alto, con buen porte. Pero ambos coincidían en una cosa, los dos habitaban una larga historia que les vestía inadecuadamente con un marido inapetente y con una esposa aburrida y despreocupada, con dos compañeros de vida que pugnaban por ver quién era más despegado y desinteresado con sus respectivas parejas.
Habían quedado en verse en Termini, la impresionante estación de trenes. Les pareció una buena idea porque así estarían cerca de todo, de un lugar dónde poder desayunar juntos y sobre todo, en un espacio cercano al hotel dónde él se hospedaría durante su corta estancia en la ciudad eterna.
Se habían prometido, como en un juego excitante aunque al mismo tiempo inocente, que al encontrarse se abrazarían y se besarían como si fueran dos adolescentes enamorados, a pesar de las furtivas y rápidas miradas de los transeúntes que circularían por los pasillos de la estación con esa habitual prisa inherente a la vida actual y mucho más pendientes de los horarios de las salidas y llegadas de los trenes, que de dos amantes comiéndose a besos en la estación principal de Roma.
El expreso Leonardo le depositó en la estación después de un breve recorrido desde Fiumicino. Una vez descendió del tren accedió al vestíbulo de la estación y dirigió su mirada hacia todos los rincones del edificio. La puerta principal había sido designada como el lugar del encuentro, más en un primer momento no vio a nadie que le recordará a la persona a la que andaba buscando.
Con mayor detenimiento formalizó un segundo vistazo y ahora sí localizó a una mujer que se acercaba a él con tímidas zancadas pero con una sonrisa plena que iluminaba su bello rostro. Su sensual movimiento corporal provocó en él un intenso escalofrío en la espalda.
Al llegar a su altura se fundieron en un intenso y apasionado abrazo que unió sus estimulados cuerpos y disparó en vertical sus íntimos deseos, erizándoles la piel de inmediato. El abrazo duró un instante infinito. Ella se separó por un momento y agarró con premura la mano de él, arrastrándole a una esquina del edificio para quedar fuera del alcance de la vista del resto de los viandantes. Apoyo su espalda en la fría pared de piedra y le atrajo hacía sí hasta que se fusionaron en un sensual beso que les envolvió en la más absoluta de las pasiones. Se mordieron los labios y se comieron la boca, en un instante mágico que compensó todas las horas previas vividas en la incertidumbre del encuentro, en la duda eterna de la certeza de querer y saberse amar realmente.
Las lenguas de ambos recorrieron las bocas ajenas hasta la saciedad, presentando una candidatura cierta a una historia de amor y locura concretada allí mismo.
Salieron de la estación con el primer deseo complacido, con la íntima sensación de que aquello parecía ser lo que ambos habían imaginado y deseado tanto, días atrás.
Recorrieron parte de la ciudad a pie, deteniéndose frente a tanto monumento como se les presentaba a la vista. Una agarrada de amor aquí, un beso furtivo allá, no querían ser vistos por alguien que pudiera poner en un brete a la mujer, pues en su ciudad se hallaban.
Entraron asidos de la mano en los jardines de Villa Borghese y comenzaron a caminar entre desenfadadas risas y miradas cómplices. Las fuentes murmuraban melodías de amor a su paso y los susurros que producía el transitar de sus aguas, hacía que caminaran entre espesas nubes de amor y deseo.
Se sentaron en un banco aislado, entre arbustos repletos de rosas salvajes y juncos de río que doblaban su tallo acompañando en su movimiento el suave viento que invitaba al balanceo. A pesar de la diferencia de idioma, a pesar de su desconocimiento, sus manos y sus cuerpos hablaron por ellos en lugar de sus bocas.
Ella se sentó encima de las piernas de él y los besos que se dedicaron provocaron en ellos toda suerte de sentimientos incontenibles, hasta el punto de que él no pudo soportar por más tiempo su deseo e introdujo con decisión su mano dentro del pantalón de ella, invitando con sus dedos al amor más sensual. Allí mantuvieron su amor durante largos minutos, sin deseo alguno de proceder a detener de ningún modo las caricias.
Pasado un tiempo acordaron marchar hacia el hotel de él para amarse sin trabas y sin testigos, con total plenitud y sin interrupciones de ningún tipo.
Resultó ser un día completo de amores y pasiones cristalizadas entre las sábanas de la cama.
También lo fue cuando, cabalgando en la silla sin brazos de la habitación del hotel, pudo ésta comprobar como una auténtica y muda testigo de la inmensa pasión existente entre ellos, los cientos de gemidos de placer que se escucharon solo allí, y de los sudores y humores entremezclados de amores convertidos en historia viva.
Acontecieron innumerables encuentros físicos en tan corto espacio de tiempo, siendo los últimos los más celebrados por la íntima conexión que se había establecido. Todo se desarrolló según lo hubieron imaginado, más placentero aún. Sus cuerpos aparentaron mejor resultado de lo que supusieron y el placer que ambos se otorgaron, mayor de lo prevenido.
El día llegó a su fin tras tanta pasión desprendida y ella tuvo que volver obligatoriamente a su hogar, lamentando profundamente el hecho de tener que abandonar en esa noche, a quien había provocado en su vida un auténtico terremoto emocional.
La despedida resultó ser un terrible drama. Ambos lloraron en el pecho del otro su dolorosa separación. Difícil sería volver a encontrarse de nuevo. Las manos de ambos se deslizaron una sobre la otra cuando el momento del adiós se hizo inevitable. Sus ojos no se separaron hasta que al final del tiempo, las dos miradas se perdieron de vista.
Él volvió a París al día siguiente. Cogió el avión de regreso y miró a través de la ventanilla cómo la aeronave elevaba su vuelo por encima de la “ciudad eterna” y creyó ver entre las escasas nubes que el cielo reunía esa mañana el rostro sentido de su amada.
Ahora, uno piensa en el otro a cada momento, soñando en una nueva oportunidad en la que poder amarse de nuevo. Siguen enviándose faxes y correos electrónicos dónde se apuran acuerdos comerciales y consolidaciones contables, a la vez que una multitud de besos y suspiros apasionados disfrazados entre asientos económicos y frías cifras numéricas.
Las llamadas no son habituales entre ellos y la empresa felicita sus logros y les premia ahora con ascensos merecidos. Pero ellos admiten los honores con el interés justo y limitado, pues sus verdaderos anhelos transitan asidos de la mano por las calles de Roma, y sus sueños coinciden en el punto de recrear de nuevo ese encuentro que un día tuvieron y que tanto disfrutaron, una cita que les marcó de por vida y les enseñó por unas cuántas horas, cómo tiene que ser el amor verdadero y la pasión infinita, algo que ni tienen ni tuvieron jamás en sus vidas cotidianas, aunque el amor en sus hogares siga siendo algo que en el fondo aparenta ser lo que ni mucho menos pueda ser mínimamente parecido.
Toda persona en el medio del
espectáculo tiene un gran sueño, ser descubierta y conseguir la fama de
inmediato. Aunque existen referencias de estos milagros a largo de la historia
del cine, en especial en Hollywood; esta es la excepción, no la regla. La gran
mayoría de las jóvenes ilusionada por las candilejas que lo abandonan todo en
busca de un sueño como actriz no logra ni el papel o ni la oportunidad; deben
pasar la mayor parte de su juventud haciendo filas interminables en los
estudios que levantan audiciones, frecuentar los clubes nocturnos que prefieren
los productores o estrellas que podrían descubrirlos o pasar por los estudios
fotográficos que han hecho famosas a muchas otras estrellas. Filas interminables
de modelos, reinas de belleza de colegio, campiranas del medio oeste y niñas
ilusionadas que han mentido sobre su edad hacen fila cada vez que escuchan de
una audición, con la esperanza de conseguir un puesto, algo, lo que sea, en el
mundo competitivo del espectáculo.
La fila a las afueras del Sunset
Gower Studio en Hollywood California esa mañana fría de mediados de febrero
demostraba esta teoría. A todas las jóvenes que se habían hecho presentes les
había llegado el rumor de que los productores de una serie documental o de televisión
real buscaban con desesperación elenco femenino debido a la terminación del
contrato de su anterior financista. En específico; buscaban tres modelos que
supieran bailar, de buena presencia física y que fueran fotogénicas. Ninguna de
las que hacía la fila sabía el por qué de esta solicitud, todas temblaban ante
el clima frío de esa mañana mientras sujetaban firmemente sus fotos de
presentación y sus credenciales. Sólo una de ellas sabía la verdad sobre esa
solicitud.
Ella se destacaba aunque se
encontraba a 100 metros de la entrada. Su piel morena y su estatura era lo que
más llamaban la atención. Con una gabardina blanca y una camisa azul de cuello
duro que la defendían del frío, era lo único que poseía para enfrentarlo.
Llevaba el archivo con su foto y currículo debajo del brazo izquierdo, tenía
ambas manos metidas en los bolsillos, tiritaba de frío. Era obvio que no usaba
guantes, tampoco usaba medias. La gabardina se deslizaba por debajo de la
rodilla, exponía sus piernas y los zapatos deportivos no le ayudaban a
defenderse del clima.
La
joven no puso atención a los comentarios de las demás. No habían muchas
como ella en esa fila, es más casi no se veía ninguna. Sin embargo, ella había
vivido a la sombra de esos comentarios toda su vida, por lo que los ignoró.
Había luchado mucho para que la travesura de su madre no hiciera mella en su
vida, así que ya estaba acostumbrada.
Pero de improviso, se armo un gran
tumulto entre las muchachas. Al igual que la mayoría, ella sacó la cabeza y
observó al fondo de la fila. Dos hombres, bastante dispares en estatura,
pasaban por la fila revisando a las muchachas. Esto no la extrañó, porque ella
sabía por lo que le había dicho su amigo que los productores estaban buscando
desesperadamente modelos como ella. Por esto volvió a su posición en la fila y
esperó a que llegaran.
Ella sintió una breve vibración en
el bolsillo derecho de la gabardina, sacó el teléfono y observó el mensaje en
pantalla.
[Aldus: Buena suerte.]
Otro de sus mensajes. Debía admitir
que tenía todo que agradecer a Aldus por haberle comentado de esta oportunidad,
pero la verdad es que a ella le gustaría que él fuera más atento. Después de
todo, estaban en febrero. Ese poste de músculos sin cerebro debió haberse
acordado de la fecha. Al menos pudo haberle dicho alguna palabra de ánimo. Pero
no, como siempre a él se le olvidan esas pequeñas cosas. Estúpidos hombres y su
memoria de chorlito, porque no son más detallistas.
—¿Cuál es tu nombre, linda?
—Bealtrizery Paboojian— contestó la joven mientras guardaba el teléfono—Pero llámeme Berly.
—¿Vienes de parte de la RoC, verdad?
—Si, señor.
El más bajo de los dos revisó una
lista mientras su contraparte extendió la mano. Ella le entregó su hoja de vida
y sus fotografías artísticas, para luego recibir del asistente un gafete.
—Preséntalo en la entrada y espera
en el Set de Filmación 5. Entendido.
—Claro.
La joven tomó el gafete y salió de
la fila muy animada. Sabía que las demás que esperaban y la veían pasar la agredían
con sus miradas, pero ella no hacía caso. Aldus le había advertido que el
“casting” o la selección de ese día buscaban algo en especial. La producción
buscaba dos modelos bajitas y una modelo alta, muy alta. Entre más alta fuera,
mejor. Por esta razón ella agradeció en silencio al padre que nunca conoció,
porque a él le debía su enorme estatura.
Ella presentó el gafete al guarda,
que la dejo pasar al edificio de seis plantas. En la entrada, al lado del tiro
del elevador, estaba el mapa del edificio, el cual indicaba su posición
relativa así como el lugar donde se encontraba el Set 5. Esto le llevó una
caminata de diez minutos entre el laberinto del primer piso. Pero en cuanto
llegó se decepcionó. No era la única que había sido admitida debido a su
ventaja física, habían al menos unas cinco muchachas más esperando más o menos
de su estatura. Luego llegó una más y tomó asiento a su lado. En total serían
siete las que harían la audición.
Ahora lo único que les quedaba por
hacer era esperar. Pero al parecer el sentido del humor de los encargados de la
audición no tenía límite. Porque las muchachas esperaron hasta después del
medio día. Lo que parecía un día de triunfo por haber sido seleccionadas se
amargó debido al tiempo que ya tenían esperando.
El estomago de Berly fue el primero
que se quejó. Sus gruñidos provocaron que sus compañeras de espera se rieran,
lo cual la apenó. La verdad se había saltado el desayuno, temerosa de llegar
muy tarde y quedar demasiado atrás en la fila como para ser tomada en cuenta. Ni
siquiera había alistado algo de comer. Esto se tornó aún más desesperado porque
al menos dos de las jóvenes que esperaban sacaron un refrigerio ligero. Las
demás observaron con hambre, mientras las previsoras devoraban lo que traían
con un cierto placer malsano.
—Muy bien señoritas. Las que estén
listas pasen a los vestidores, y a las dos cerditas terminen su comida ya.
Muévanse, muévanse, muévanse. Tienen quince minutos.
Retribución divina. El llamado de
jefe de vestuario hizo que todas las que se morían de hambre estallaran de
risa, mientras las que comían se atragantaban para apurarse. Todas pasaron al
vestidor del set, en el cual encontraron trajes de coristas para escoger en un
perchero. Berly y las otras compitieron por buscar lo que iban a ponerse, ella
terminó con un entero transparente con lentejuelas que cubrían sus partes
privadas. Luego, ocupó uno de los espejos del vestuario y se quitó la gabardina
(un vestido gabardina) e intentó ponerse el traje. Fue en ese momento que ella
se percató de que tenía más peso del que recordaba. El traje era de su talla y
para su estatura, pero le hacía falta un poco para poder cerrarlo. Por eso se
maquilló primero y se cambió el calzado. Cuando todas fueron saliendo, se quitó
la ropa interior, la guardó en el bolsillo de la gabaridna y se metió dentro
del traje, el que pudo cerrar con un poco de esfuerzo. Luego de acomodar el
tocado de su cabeza salió al área de espera, donde se tuvo que sentar de última
debido al problema de funcionamiento de su traje.
—Señoritas, escúchenme Entrarán en
orden como están sentadas. Entran cuando la luz se ponga en verde, esperarán
afuera con la luz en rojo. La que salga puede ir al vestidor y cambiarse.
Daremos los resultados al terminar todas las presentaciones.
Fue en ese momento cuando ella se dio
cuenta de algo. Al observar a las muchachas usar el celular, ella se dio cuenta
de que había dejado el suyo en la gabardina dentro del vestidor. Por esto
reclamó.
—Disculpe. ¿Puedo ir por mi celular?
—Si quieres perder tu oportunidad
claro que si cariño, es tu decisión. Ahora, espera aquí. ¡Entendido!
La joven suspiró al saber que no
habría forma de entretenerse o de hablar con alguien. El traje le quedaba un
poco ajustado de cintura, pero por lo demás le sentaba de maravilla. Además,
las lentejuelas y la tela escondían discretamente sus excesos. A diferencia de
los trajes de dos piezas de la mayoría, ella sabía por experiencia que le
costaría llenarlo o que se vería el exceso de peso. Después de todo ya había
pasado por un primer embarazo. Era mejor ser un poco discreta en lugar de
exponerlo todo de una vez. Además fue previsora al no tomar líquidos.
Ella esperó con paciencia. Cada
audición duraba aproximadamente treinta minutos, tres horas aproximadamente
para que ella hiciese su presentación. Cada vez que se apagaba la luz salía una
de sus rivales, pero por la expresión de todas, no parecían estar muy contentas
de lo que había sucedido en el interior. Esto la hizo sentir nerviosa, algo que
manifestó con sus manos. Así pasó el tiempo hasta que transcurrieron las tres
horas.
—Es tu turno, cariño. Ve y rómpete
una pierna.
Berly sonrió por reflejo. No era la
clase de ánimo que quisiera para una presentación. Con decisión ella se levantó
y esperó junto a la puerta. Cuando la luz se puso verde, ella pasó al interior,
donde la esperó un corredor estrecho con un piso de madera.
Ella vio una luz al fondo del
corredor, pero cuando iba a salir una voz la detuvo.
—Alto. ¿Cuál es tu nombre?
—Ya te dije su nombre antes, así
como el de las otras.
—No importa. Quiero que se presente.
Ella tragó grueso. La luz daba
directamente sobre el escenario, la encandilaba y le robaba la visión. Pero ya
no había marcha atrás. Ella se paró firme y contestó.
—Bealtrizery Paboojian.
—¿Vienes de parte de la RoC, verdad?
—Si señor.
—Bien. ¿Traes la pieza que vas a
usar en tu presentación, o vas a dejar que escojamos por ti?
—Escojan ustedes.
—Muy bien. Bailarás “Army of Me” de
Björk.
—Si señor.
El representante de la RoC había
tenido razón. Esa canción en particular no se supone que sea para bailar. Pero este
conocía al productor y al director de audiciones de esta producción. Le había
dicho que el director, en especial, odiaba a las bailarinas y modelos que
venían con todo preparado. Las encontraba muy plásticas, no aptas para la
improvisación. Otra cosa que conocía era sus gustos particulares, en especial
su amor por la música electrónica. Por lo tanto, en lugar de practicar con una
canción, le dio una lista con las cinco posibles canciones que él escogería
para las audiciones, para que ella desarrollara un número para cada una. Para
su dicha, “Army of Me” era una de esas cinco.
Ella bailó tal como lo había
practicado. Aunque la versión era la remasterizada, ella pudo distribuir su
rutina de acuerdo a los tiempos de la canción. Al final, ella bajó del
escenario con un paso firme y colocó sus manos frente a la primera fila de asientos.
Aunque la seguía la luz del escenario, ella pudo ver a los tres hombres que
evaluaron su desempeño, los que aplaudieron su interpretación.
Berly agradeció con una reverencia y
se volteó para subir al escenario, pero la misma voz la detuvo.
—¡Quédate, Bea...
—Puede llamarme Berly.
—Berly. Bien, no tengo ninguna duda.
Eres una gran bailarina, mis colegas están de acuerdo conmigo. Pero debemos
hacerte unas cuantas preguntas para ayudar a formarnos un criterio.
—Claro.
—¿Conoces a AldusErengisile Sunden?
—Por supuesto— respondió ella con la
verdad —Somos amigos desde hace años.
—Según tu currículo, eras corista
hasta hace dos años. ¿Por qué dejaste de ser corista? ¿Por qué has pasado
desocupada tanto tiempo?
Berly se tomó su tiempo para pensar.
Si decía la verdad, posiblemente la despreciarían. Pero si no la decía y lo
averiguaban, también lo harían. Era un riesgo cualquier respuesta que diera.
Por eso, se decidió por la verdad.
—¡Quedé embarazada!
—¿Y tu hijo? No dices que tengas hijos.
—Murió en el vientre.
La respuesta afectó a quien había
hecho la pregunta más que a ella misma. Ya había llorado mucho por su hijo
perdido y había aprendido a llevar esa pena. Por eso pudo conservar la
compostura a pesar de lo triste que la hacía sentir la respuesta.
—¿Sabes o tienes idea del porqué de
esta esta audición?
—No señor— mintió la bailarina.
—Estamos buscando modelos para el
programa Quebrando el Código:
Descubriendo los Secretos de la Magia. Tú te ajustas muy bien al perfil que
buscamos, una atrapamiradas. Una bailarina alta y espigada que tenga suficiente
presencia en el escenario para robar las miradas del público tanto en el
estudio como en cámara. Por tu presentación y por la seguridad de tus
respuestas posees todo lo necesario para llenar ese rol. Pero tengo una
pregunta más. ¿Por qué escogiste ese atuendo?
El rostro de Berly se puso rojo,
ella bajó la cabeza y cruzó los brazos antes de contestar.
—Tengo cinco kilos de más.
Los tres hombres estallaron en
carcajadas ante la consternación de la muchacha. Luego, el director del elenco
se levantó y puso su mano en su hombro.
—Si prometes perderlos antes de la
primera semana de abril, el papel es tuyo.
—¡En serio!
—Si jovencita. Llamaré a Johnny
mañana a primera hora para finiquitar los detalles de tu contrato para que lo
firmes. Por lo demás, felicidades.
—Claro señor. Muchas gracias señor.
Ella no se contuvo y abrazó a
sus tres jueces. Luego les dio la espalda e iba a salir por donde había
ingresado cuando escuchó una última frase.
—Feliz día de la amistad, Berly.
—Igualmente.
La joven salió muy animada del set
de grabación. Sin darse cuenta ella entró en el vestidor y se cambió a su ropa
normal sin fijarse. Pero cuando salió del vestidor, ella volvió a sentir la
vibración en el bolsillo. Tenía que ser Aldus. Ella sacó el teléfono y revisó
los mensajes de texto. Había media docena de ellos, los que fue revisando en
orden de ingreso. Pero mientras salía del vestidor, ella se extrañó por el
último que recibió.
[Aldus: Estuviste genial, Berly.
Felicidades por conseguir el papel]
Ella se detuvo. Se suponía que era
el día libre de Aldus. Por eso había podido ir a la audición, porque él
cuidaría a su hija. ¿Cómo es que se había dado cuenta de que había conseguido
el papel? Con estas preguntas en la mente, ella trató de pensar que era lo que
había sucedido. Pero un leve tintineo sobre su hombro derecho le confirmó sus
sospechas. Cuando se volvió, su amigo la esperaba con una sonrisa.
—Aldus, ¿qué haces aquí? Deberías
estar cuidando a tu hija.
—Buenooo... Tuve visitas indeseadas.
Llegaron Topacio y Amatiste a la casa. No sé cómo me encontraron, pero Amatiste
quería ver a la niña. Así que les pedí que la cuidaran mientras venía a verte.
Ella se mostró molesta con la
afirmación.
—Deberíamos volver. No confío en
ninguna de esas dos viboras.
—Tranquila. Ellas no harán nada que
ponga en peligro el buen nombre de su familia. Recuerda que ellas fueron las
que me cedieron la custodia. No la van a secuestrar, sería un deshonor para su familia. Por cierto, esto
es para ti. ¡Feliz día de San Valentín!
Aldus le entregó un ramillete a la
joven. Compuesto de tres rosas, una blanca, una roja y una oscura; ella lo
recibió con una gran pena. Después de todo lo mal que había pensado de él,
sobre su forma descuidada de ser y su indiferencia; recibir el ramillete la
hizo sentir una gran vergüenza. Él ignoró este gesto, levantó la cabeza y
exclamó.
—Son las cuatro, Berly. Podemos ir
al cine, o si quieres podemos hacer lo que tú...
—¡Llévame a comer! Me muero de
hambre.
Aldus comenzó a reírse a carcajadas
de Berly, que no pudo hacer otra cosa que abrazar las flores. Luego de un rato
que pareció eterno, él aceptó.
—Esta bien. Te llevo a comer donde
tú quieras. Aunque dudo mucho que encontremos algún lugar desocupado hoy.
Tendremos que apurarnos.
La joven aceptó y ambos caminaron
juntos hasta la salida. Pero una vez que estuvieron fuera del edificio, el frío
de la estación se coló de nuevo por la piel expuesta. Fue en ese instante que
ella se detuvo en seco, se le subieron los colores al rostro, se llevó las
manos a la cintura y comenzó a temblar.
—¿Qué te sucede, Berly?
—Olvide ponerme mi ropa interior.
Aldus no pudo evitar estallar en
hilarantes carcajadas ante la confesión sincera de su amiga. Por el resto de la
velada, ella tuvo que usar discretamente su mano para evitar que la falda de la
gabardina se levantara, ante las burlonas carcajadas de su amigo. Por esta
razón, él tuvo que llevarla a un restaurante de calidad, en parte para pedir
perdón. Pero sobre todo, para que ella pudiera acomodarse la ropa a sus anchas
y ambos pudieran disfrutar del resto de la noche de una velada tranquila y
romántica, tal como se supone que debe ser en este día.