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martes, 21 de enero de 2014

El viejo y el vino



Las musas esquivas imaginadas tras el ventanal danzaban su pieza más macabra, mientras las figuras cotidianas que pululaban por el arroyo, con andares grotescos y extraños rictus, excitaban la mente del escritor, ya de por sí torturada.
—Un vino de la casa—vociferó Ernest.
—¡Volando!—aventuró el joven camarero.
Irrumpió la lluvia en la calle con una violencia inusitada.

—¿Qué demonios me ocurre?—pensó Ernest—. No soy capaz de escribir una sola palabra. No puedo dejar de pensar en aquel maldito porche donde mi abuelo, con una pipa humeante en la mano, se mecía en su butaca y veía pasar la vida. Si por lo menos reviviesen en mí las sensaciones de entonces, éstas podrían insuflarme una buena dosis de inspiración…

—Su vino, señor Hemingway— el camarero dejó el vaso sobre la mesa de madera de roble.

Ernest observó como rompían las gotas de la lluvia sobre el empedrado de la acera, y como se reflejaba la inquietante luz de las farolas en los charcos anunciando la culminación del ocaso.

—Excelente—exclamó, tras sorber enérgicamente el vino.

El camarero sonrió al tiempo que frotaba el mármol de la barra con un trapo seco.

Hemingway escribió algunas palabras hasta que la desesperación se apoderó de él, y despedazó la hoja de papel. La expresión de su cara aparentó la virulencia de mil diablos enfurecidos. Se levantó de la silla y se acercó a la barra con el vaso vacío en una mano. 

—Otro vino, por favor— solicitó.

El camarero se lo sirvió atentamente. Hemingway se paseó de un lado a otro de la barra como un león enjaulado. De repente, detuvo el paso y con los ojos bien abiertos, exclamo:

—Me he pasado la vida huyendo de aquello que me define como persona. Siempre he tenido miedo a que mis propios fantasmas me condujeran hacia la locura. Por eso he buscado la aventura, la acción, como un antídoto capaz de arrinconar la angustia. He superado mis temores encarando la muerte; porqué no hay nada más prosaico que el acto de morir, y la prosa, en su definición más amplia, puede ejercer de medicina para alejar el delirio…

Un relámpago estremeció a aquellas dos almas.

—Cuando el miedo ancestral —dijo el camarero— es genético, tiene difícil solución. Sin embargo, el temor que nos han inculcado a través de la educación social, familiar o religiosa es más fácil de combatir.

Ersnest se asombró del razonamiento de aquel hombre.

—¡Cuánta verdad hay en sus palabras, amigo!—dijo Hemingway.

Salió a la calle y prendió el tabaco de su pipa grande y robusta. El humo ascendió lentamente en sugestivas volutas, tal si fueran las divagaciones del escritor estimuladas por el calor agradable del caldo en sus entrañas. El olor de las calles mojadas se confundió con los atávicos aromas de los viñedos húmedos. Inspiró con fuerza y volvió a entrar en la taberna.

Apuró el vaso de vino, guiñó un ojo a su amigo y se fue hacia la mesa simulando bailar un vals. Y sin llegar a sentarse, de pie, con el cuerpo inclinado y con un codo reposando sobre el tablero, estampó las palabras sobre las hojas en un estado febril. Algunas veces reía, otras fruncía el ceño, pero en todo momento parecía estar inmerso en un éxtasis envidiable. El joven camarero no pudo evitar observar aquella sublime actividad del escritor (una cascada inigualable de creación) con una mezcla de estupor y veneración. Una hora después, Ernest, abatido, soltó la pluma y escondió la cabeza entre los brazos.

—¿Se encuentra bien, señor Hemingway?—le preguntó el joven. 

—Llámame Ernest, amigo -contestó el escritor sonriendo—. Sí, estoy bien.





Hemingway cogió todas las hojas esparcidas sobre la mesa y se dirigió a la barra. 

—Me gustaría que las aceptase— le dijo al joven, entregándole todo su escrito.

Éste se quedó atónito y sin saber qué decir. Ernest soltó una carcajada que inundó toda la estancia. 

—No digas nadale dijo el escritor—. Simplemente acepta esto como un obsequio personal. Sólo te pido algo a cambio.  
—Lo qué usted quieradijo el camarero sin salir de su asombro.
           
Cuando Ernest le susurró algo cerca del oído, un trueno blasfemó la comunión espiritual originada entre aquellos dos hombres, y la lúbrica a aquel vínculo se manifestó con un apagón que los dejó sumidos en la oscuridad...

Un anciano, sentado en un banco del parque, lanza unas migas de pan a las palomas. Ha transcurrido más de medio siglo desde aquella inolvidable tarde. Se sacude las manos y extrae unos papeles ajados de color sepia de un amplio bolsillo de su abrigo de paño, y con expresión triste en el rostro los relee una vez más. Cuando levanta la vista tiene los ojos nublados por la emoción. Como por arte de magia, aparece un mechero de una de sus manos, lo enciende y acerca las hojas al fuego. Mientras arde el manuscrito, el anciano pierde la mirada en el horizonte donde se recortan unas nubes rojizas ante un cielo malva. Tras sentir el quemazón en los dedos, suelta el pequeño pedazo de papel chamuscado, y éste cae al suelo con un vaivén descendente que al anciano le hace recordar aquellos pasos de vals improvisados por Ernest. Sonríe, se levanta y se aleja.

Cuando sale del parque se sumerge entre la vorágine despiadada de la ciudad. Le vienen a la memoria pedazos de su pasado. Siente una tristeza insondable que lo deja cruelmente indefenso. La noche se cierne sobre las tumultuosas calles. Unas luces de neón parpadean ante sus ojos. Levanta la vista y lee: “El viejo y el mar”. Entra en un pequeño bar situado frente al “cine de arte y ensayo” y pide un vino de la casa. Un camarero joven, despreocupado, se lo sirve. El anciano alza el vaso, encarándolo al cartel iluminado, y brinda:

—¡Salud, viejo amigo!—.



12 comentarios:

  1. Por su vida y su obra, Ernest Hemingway fue una figura que estuvo en casi todos los países de lengua romance. De esta forma, este destello de inspiración, que pudo suceder después de la Primera Guerra o durante la Guerra Civil, resulta interesante. Aunque no soy quien para saber el ambiente. Gracias Cristian por compartir.

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  2. Bonito relato que uno dos mundos. Un genio como Ernest, merece todos los recuerdos que se le puedan brindar. Muy buen trabajo Cristian. Te felicito. Un saludo

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  3. Cuantos manuscritos han quedado en algún baúl añejándose, excelente relato en el cual nos lleva a ese momento en el que un manuscrito es entregado a alguien que jamás lo publica, ¿qué hubo en él?, claro otro aspecto es la amistad.Saludos.

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  4. Una historia inspirada en un gran escritor la cual nos hace pensar en cuantas historias perdidas existen o existieron y que nunca serán publicadas. Muchos escritos olvidados por muchos autores.

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  5. Me gustó. Te hace pensar en la de historias geniales nos estamos perdiendo . Un abrazo

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  6. La impotencia de escribir suele darse en quien practica el oficio. La remembranza de Hemingway y ese papel que alberga una inédita historia…como tantas que uno deja, de pronto, en una servilleta, en una hoja dada a los enamorados… muy buena historia la tuya amigo. PD: y el cierre... magistral.

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  7. Con lágrimas en los ojos voy a escribir las siguientes palabras: es como si el Destino interpusiera esta serie de elementos o historias en mi camino a propósito. Amigo Cristian, nada más comenzar a leer tu texto, he pensado "Ernest... Vino... Seguro que tiene algo que ver con Hemingway" y se me ha venido a la cabeza su obra "Fiesta", al estar camarero y señor en la barra de un bar. Y en efecto, él era. Cuando he descubierto de quién se trataba, he pensado en su obra "El viejo y el mar". Y era la creación que el escritor se proponía escribir... Me has dejado sin palabras. Sobretodo el cambio de escenario repentino, que tanto me ha gustado. Es un pequeño relato de una calidad excelente, tanto en la expresión, como en la narración, diálogo... Le doy un 10 rotundo.

    Bravo,


    María José Cabuchola Macario

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  8. Me has conquistado con este bonito homenaje a Hemingway. Te felicito por ello. Un abrazo.

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