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jueves, 29 de agosto de 2013

Año 2112. El mundo de Godal. Capítulo III El Mecenas.



Siempre acompañado por la eterna soledad que sus distantes ojos transmitían, Guido Telari pasó la mayor parte de su vida rodeado por seres meditabundos y extremadamente creativos. Su casa, o más bien la de su progenitor, el señor Telari, se había convertido en un refugio de artistas y pensadores de toda índole. Su padre, hombre culto y enamorado de todas las virtudes creativas que el ser humano pudiera tener, daba cobijo a aquel elenco de «extrañas criaturas» que parecían vivir, en ocasiones, apartadas de toda realidad. La profundización en el pensamiento y la creatividad era la razón de ser de aquellos hombres y mujeres que parecían haber abandonado su naturaleza de simples mortales en busca de los enigmas y sensaciones que su alma les pudiera ofrecer. Guido los observaba absorto, pues muchos de ellos eran capaces de estar horas y horas entre lienzos y pinceles, o inmersos entre sus escritos, sin apenas prestar atención al rugir de sus estómagos o a las muestras de somnolencia que sus cansados ojos expresaban. Parecía como si sus almas les transmitiesen la energía necesaria para sobrevivir, como si sus cuerpos no necesitasen el descanso y los alimentos que cualquier ser terrenal necesitaba para subsistir. Aparentemente, pensaba Guido, tenían un aspecto como los demás, pero el brillo que sus ojos transmitían los diferenciaba del resto de la humanidad. Cuando estos seres estaban poseídos por la creatividad, sus pupilas transmitían ilusión, mientras que sus miradas perdidas en el horizonte le daban a entender que su mundo estaba lejos de aquí, lejos de todo lo mundano y terrenal. Guido los miraba y los miraba sin entender a qué era debida aquella luminosidad que su ojos expresaban, y más aún cuando sabía que muchos de ellos no eran capaces de transmitir la paz interior que su expresiva mirada parecía dar a entender. Tenían algo diferente a los demás, pero ese algo no formaba parte de eso a lo que denominaban felicidad, ya que sin ir más lejos, se mostraban mucho más sonrientes y risueños sus criados, aun teniendo unas tareas más monótonas, que aquellos huéspedes especiales que provocaban con sus manos y sus mentes unas sensaciones que a nadie pasaban inadvertidas. Pero si no era la felicidad total lo que aquellos seres conseguían, ¿por qué se obstinaban día tras día en crear algo que no los convertía definitivamente en seres gozosos? De niño y adolescente, Guido nunca los comprendió y ni tan siquiera los envidió, pero al llegar a la madurez, y tras comprobar por su propia experiencia que en la vida la ausencia de sensaciones es el caldo de cultivo propicio que impulsa a la monotonía a apropiarse de nuestra alma, comprendió que aquellos seres disfrutaban cada día de sus vidas de algo mágico. Quizá sólo durara unos minutos, o incluso simplemente segundos, pero aquellos hombres y mujeres eran capaces de sentir por unos instantes lo que significaba abandonar su terrenal cuerpo para instalarse por una corta y limitada fracción de tiempo en un mundo sublime, un mundo en donde la ilusión no tenía barreras y la esperanza alimentaba sus ansias de supervivencia para reencontrarse de nuevo al día siguiente, o quizá al cabo de unas horas, con la ilusión perdida de lo sublime y eterno. Fue entonces cuando Guido comprendió por qué su padre protegía a aquella gente, pues éstos le transmitían a través de sus creaciones una paz y una ilusión que ningún otro ser le podía ofrecer. Sí, podía obtener los placeres mundanos de la gula, el sexo o la competitividad, pero aquella sensación placentera que el arte le trasmitía se asemejaba más a la paz interior que experimentaba cuando en su vida se cruzaba el amor, que a todas las sensaciones mundanas que el materialismo le pudiera ofrecer. Era como estar enamorado y no estarlo a la vez, pues éste sólo se sentía durante unos instantes, los suficientes como para no acostumbrarnos a él y convertirlo en monótono, y los necesarios para anhelar encontrarlo en la próxima ocasión.
 
Al comprender esto, Guido continuó entonces la tarea que su padre y su abuelo habían iniciado años atrás, destinando parte de su fortuna para que aquellas sensaciones siguieran siendo transmitidas tanto a él, como a todos aquellos que como él mismo, no gozaban de ese don sobrenatural de crear belleza de la nada. Él no podría nunca experimentar la maravillosa sensación que aquellos elegidos seres debían sentir al acabar sus creaciones, pues eso era algo que no estaba en su mano, pero sin embargo sí había empezado a disfrutar de los instantes de placer que lo bello y sublime provocaban en su inquieta alma.
 
 
Víctor J. Maicas.
 

5 comentarios:

  1. Una historia de un relevo entre generaciones, con un giro interesante sobre el servicio a los demás. Sería interesante leerlo completo, Víctor. Algún día.

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  2. Me alegra poder leerte por aquí después de haber tenido la suerte de conocerte en tu tierra. Espero poder vernos pronto y, hasta entonces, seguir estando en contacto a través de la literatura. Un abrazo, Víctor.

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  3. Interesante creo que es lo más parecido que he experimentado en los talleres de creación literaria en los que he asistido, donde se exponen las ideas y uno puede contribuir a esas historias! muy buen relato! Saludos!

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  4. Muy interesante, Victor, y la redacción genialmente escrita. Ya me ha entrado el gusanillo de leerlo entero... un abrazo!!

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