Una revista de literatura, donde el amor por las letras sean capaces de abrir todas las fronteras. Exclusiva para mayores de edad.

jueves, 21 de marzo de 2013

Escalera de Corazones: Añoranza


Ese día, una cerveza no era suficiente. Hacía falta escocés doble con hielo.

Era viernes por la noche. Pese a que mediaba noviembre, el frío era soportable y los madrileños se resistían a irse a casa. Querían disfrutar de un rato agradable en compañía de los amigos, tras una dura jornada de trabajo. Los más jóvenes, como siempre los más dispuestos al esparcimiento nocturno, abarrotaban discotecas y clubes de marcha, olvidando pasadas tragedias en fiestas mal organizadas. Las parejas un poco más asentadas, habían optado por ir al cine, y a esa hora remataban la velada con una copa en algún bar elegante del centro de la capital. En alguno de aquellos establecimientos, de aspecto aséptico, pero cool, con bonitas luces de neón, música electrónica suave y cócteles tan sabrosos como caros, aquellos que huían de las melodías machaconas y de la oscuridad deliberada de las discotecas masificadas, se relajaban y desinhibían a fuerza de licor.

Otros sólo buscaban olvidarse de todos sus problemas, relajarse tras unos días infames y ahogar el estrés y la tristeza dentro de un vaso.

Ése era el caso de Sofía.



Margarita no podía conciliar el sueño.

Su vida era un infierno desde hacía algún tiempo. Quién le hubiera dicho, cuando discutió en el coche con su novio por una tontería, que aquello acabaría jodiendo esa relación y llevándola a los brazos de otro hombre que también se largaría para dejarla sumida en la peor de las amarguras. Paso a paso, despropósito a despropósito, el destino la había empujado a quedarse sola, abrazada a unos recuerdos que, aunque felices, en ese momento sólo servían para hacerle llorar aún más. Echaba de menos a Carlos, pero también a Marcos, y el sentirse culpable por ello y pensar que era merecido su castigo, era una tortura que tarde o temprano terminaría por quebrarle el corazón.



Roberto se pidió otra pinta de cerveza.

Su vida no había cambiado tanto. Seguía sin trabajo, con dificultades para llegar a fin de mes, pero sin privarse de los porros y el alcohol, lo único que le hacía más soportable la existencia. Para entretenerse con algo, seguía dedicándose a la acción directa por la revolución, aunque de un tiempo a esta parte su mente estaba distraída. Ni siquiera había querido participar en la ocupación que unos compañeros habían hecho de un edificio abandonado en el corazón de su ciudad. Prefería estar en el bar. Algo le faltaba, su mejor amigo se había ido.

Mientras brindaba a su salud, recordaba con nostalgia cómo le reprochaba cada iniciativa violenta en la que participaba. Él era un amante del pacifismo y Roberto no hacía más que increparlo por ello. Ahora ya dudaba de todo y se sentía mal por cada discusión que habían tenido. Marcos había puesto kilómetros de por medio por culpa de una par de mujeres, pero aunque no fuera el responsable, Roberto sentía esa distancia. Era su mejor amigo, casi su hermano.



Sofía pidió otro güisqui en aquel elitista club de la plaza de los Mostenses. A sus problemas sentimentales se había sumado la agotadora jornada del miércoles, donde de nuevo tuvo que sacar la porra para sofocar algunos incidentes, consecuencia de la última huelga general. Lo de siempre, un pueblo echado a la calle para pelear por sus derechos, un grupo de exaltados dispuestos a crear problemas, y unos mandos con pocas luces dispuestos a poner a sus hombres en la picota con órdenes de severidad extrema.

Había elegido ese establecimiento por ser punto de encuentro habitual de trabajadores encorbatados, con un ambiente tranquilo, no como en esas opresivas discotecas llenas de púberes babosos. Aquí podía beber tranquila. Aun así, no podía evitar que su belleza llamara la atención de los presentes. Más de uno la miraba, nada raro, pero a ella no le gustaba. Quería ser invisible. Sólo faltaba que alguno se acercara a ligar con ella, no estaba de humor ni para fingir educación.

Un tipo la miraba especialmente, de manera fija, casi invasiva. Realmente estaba empezando a molestarla y no estaba dispuesta a consentírselo. Últimamente se sentía muy irascible, no pasaba ni media, y menos con un par de copas encima, como era el caso. Con determinación, se levantó de aquel taburete junto a la barra y se encaminó hacia una de las mesas altas donde, acodado, el hombre en cuestión disfrutaba de un gin tonic. Ya lo tenía delante, iba a cantarle las cuarenta por su pesadez. Entonces, reconoció su rostro. No era del todo un extraño.



Harta de no poder dormir, Margarita decidió salir a pasear. La medianoche quedó atrás hacía dos horas, pero no podía pasar un minuto más en aquella casa. Las calles de su barrio estaban vacías, sólo en el centro los jóvenes aportaban algo de bullicio a aquella noche de viernes. Las heladas darían una tregua durante el fin de semana en esa ciudad de la meseta y ella estaba dispuesta a aprovecharlo, caminando sin prisa por aceras solitarias. Elegía las vías más anchas y mejor iluminadas para evitarse algún susto con atracadores o violadores. No dejaba de ser peligroso que una mujer sola se aventurase tan tarde por la calle, más en aquella España en crisis que cada día se despertaba con una noticia luctuosa o violenta. Sin ir más lejos, la noche anterior, en una ciudad dormitorio del extrarradio, un grupo bien organizado había reventado con una bomba un cajero automático para llevarse su contenido, cerca de veinticinco mil euros.

En ese momento, alguien dobló la esquina que tenía justo delante y se incorporó a su calle, en dirección hacia ella. El tipo resultaba un poco inquietante, con pesadas botas marciales, pantalón de camuflaje, y una cabeza rapada que se intuía bajo la capucha que la cubría. A medida que se acercaba, Margarita sentía crecer el miedo en su interior. Pensó en darse media vuelta o en cruzar a la otra acera, pero temió que el gesto ofendiera al tipo y complicara las cosas. No sabía muy bien cómo reaccionar, el pánico le nublaba la mente.

Él debió entender su desazón, porque instantáneamente se quitó la capucha y buscó un gorro en el bolso de su cazadora. Así se le vería la cara y la chica con la que se iba a cruzar no tendría por qué temer.

Ella agradeció el gesto, desde luego, pero no estaría tranquila hasta cruzarse con él y seguir de largo, escuchando cómo sus pasos se alejaban sin que nada hubiera ocurrido. Al estar frente a frente, clavó su mirada en la cara del muchacho, con su desarreglada barba de tres días y su espesa mosca bajo el labio inferior. No podía apartar la vista de él, de cada movimiento que hiciera. Sólo podía estar pendiente de él. Al menor síntoma de peligro, lo tenía claro, gritar y echar a correr como alma que lleva el diablo, a la espera de que algún policía que anduviera de ronda se cruzara.

Sin embargo, aquel rostro le resultó familiar.



Mientras los Eagles le daban la bienvenida al Hotel California en aquel bar, Sofía hizo memoria y trató de enmendar feos comportamientos anteriores.

  • Tú me intentaste ayudar cuando me tropecé al bajar del tren, ¿verdad?


Carlos temía la reacción de la chica que se aproximaba. La había reconocido desde el principio. Era la misma a la que trató de ayudar al bajar del AVE. Sus maneras fueron de lo más rudas entonces, y nada le hacía pensar que fuera a ser diferente esa vez. De hecho, la cara de aquella rubia transmitía de todo menos amabilidad y simpatía. Llevaba tiempo mirándola sin atreverse a decir una palabra, por miedo a lo que pudiera pasar. Al parecer, esa concienzuda observación la había cabreado. Se avecinaba chaparrón.

  • Sí-. No sabía si aquella pregunta era buena o mala.


  • Gracias. Ése día no me porté muy bien. Estaba un poco nerviosa. Lo siento.


  • No te preocupes-. Carlos respiró, aliviado, y su cuerpo experimentó una relajación igual que si hubiera dado a luz –Todos tenemos un mal día.


  • Lo siento, de veras.


El asintió, aceptando las disculpas. Después vino un corto pero incómodo silencio, hasta que Sofía decidió volver a la carga y romperlo.

  • ¿Y qué haces por Madrid?




Cuando subían tanto las luces de aquel pub y ponían flamenco, es que iba llegando la hora de cerrar.

El paseo de Margarita había concluido allí, después de disipar todos sus temores sobre el hombre que había encontrado por la calle. Al principio, no estaba muy segura de quién era, pero sí de que lo conocía de algo. Con la imperiosa necesidad de averiguarlo, comenzaron a hablar. Al fin, resolvieron que habían ido juntos al mismo instituto, aunque descubrirían que tenían algo más en común.

  • Soy Roberto, el amigo de Marcos-. Confesó éste, una vez que la hubo reconocido.


El recuerdo de su ausencia entristeció el encuentro y, para evitar que la amargura calara, decidieron compartir una copa en un bar del centro. Aquel pub irlandés, oculto tras unos soportales cercanos a la Plaza Mayor, sirvió a la perfección para es fin. La conversación, pese a su plan de no deprimirse, giró en torno a la persona querida, como amigo para Roberto, como algo más para Margarita. Hasta que el reloj terminó por echarlos, derrocharon minutos en contar anécdotas del instituto, en las que siempre aparecía Marcos de un modo u otro, o bien otras historias vividas con él posteriormente. Roberto le habló de la manifestación junto al Congreso y Margarita, de cómo se reencontraron en unos jardines de la plaza de Poniente. La charla les producía morriña, pero realmente era terapéutica, y a los dos se les iluminó el corazón al recordar a ese amigo que ahora estaría purgando sus remordimientos en algún lugar de la provincia de Cádiz. Salieron del bar de mejor humor.

Como la experiencia había sido positiva, los dos jóvenes acordaron repetir la terapia para sobrellevar la distancia. Roberto se ofreció a acompañar a Margarita hasta una parada de taxi para que pudiera regresar a casa sin problemas. También su casa estaba lejos, y a esa hora ya no había servicio de búho, pero no tenía ganas de tomar un taxi. No hacía demasiado frío, iría dando un paseo. Al final, la noche no había sido tan mala como se prometía.



Aquel Seat Toledo, blanco con su franja roja, como todos los taxis de Madrid, se detuvo en una de las calles del barrio de La Elipa. Sofía y Carlos bajaron del coche. Después de arreglar malos entendidos del pasado, pasaron una gran noche a cuenta de la tristeza. Cada uno atravesaba un terrible desamor y el güisqui los ayudó a dar rienda suelta a su dolor, prácticamente como les venía ocurriendo en las últimas semanas, pero con la diferencia de que esta vez tenían alguien enfrente dispuesto a escucharlos.

Sofía se compadeció del terrible dolor de Carlos sin imaginar que el chico por el que Margarita lo había dejado era Marcos, y Carlos lloró con ella sin sospechar siquiera que Margarita era la mujer que se había interpuesto entre Marcos y Sofía. Simplemente, se sintieron extrañamente asertivos y decidieron impedir a sus ex que siguieran amargándolos.

  • Sabes qué te digo-. La dicción de Sofía empezaba a acusar los efectos del alcohol –Que nos vamos ahora mismo de discotecas a cogernos un pedo legendario y a pasárnoslo bien. ¡Ya está bien de tanto sufrir!


  • A sus órdenes, agente-. Carlos no se encontraba mucho mejor que su acompañante, a pesar de lo cual decidieron seguir con la fiesta.


Al acabar, bastante tocados, Carlos se dio cuenta de la tensión sexual que empezaba a haber entre Sofía y él. Para evitar que la cosa fuera a más, decidió alejarse de ella y guardar las distancias, pero ante la falta de taxis libres a esas horas de la madrugada, Sofía le propuso compartir el suyo y bajarse cada uno en su calle.

Carlos no pudo negarse. Al llegar a la primera parada, la de La Elipa, decidió pagar al taxista y bajarse él también. No sabía muy bien qué estaba haciendo, pero sabía que era fruto de un acto reflejo, anulada su razón por culpa de las copas. Se apresuró a alcanzar a Sofía, que ya enfilaba la calle hacia su portal, e insistió en acompañarla.

Frente a la puerta, Sofía se moría por conocer las intenciones de Carlos. El chico la había encantado, era inteligente y divertido, y además muy elegante. No era tan guapo como Marcos, era cierto, pero parecía mucho más maduro y además ella se sentía juguetona esa noche, sin duda por efecto de los espirituosos. Consciente de ese estado alterado de conciencia, decidió no forzar las cosas y dejar que fuera él quien decidiera. Mientras se despedían, lo miraba, sin prestar atención a la conversación que tenían, sólo pendiente de lo que pudiera pasar al final.

Carlos se preguntaba si el jugueteo que Sofía se traía con las llaves significaba algo, pero no se atrevía a dar el siguiente paso. Llevaba años con Margarita, de modo que había perdido práctica en eso de ligar y dar el primer beso. Tratando de ganar tiempo, habló con ella de todos los temas imaginables, hasta que se quedó sin repertorio. Sin más recursos posibles, su mente se bloqueó y dijo lo primero que le cruzó por su abotargada mente.

  • ¡Qué tarde es, estarás cansadísima! Todo por culpa mía, te tengo aquí hasta las tantas contándote chorradas. Ha sido un placer pasar esta noche contigo, Sofía.


Una chispa de decepción se reflejó en los ojos de la policía.

  • Gracias. También yo lo he pasado muy bien.


Le dio un beso en la mejilla, abrió con la llave y se introdujo en el portal, mientras Carlos se lamentaba por haberla dejado escapar. En su interior, volvió a retumbar aquella recurrente frase que de un tiempo a esta parte lo perseguía.

¡Qué pena ser un cobarde!


Juan Martín Salamanca

Continuará…

6 comentarios:

  1. encuentros y desencuentros, de los cobardes nunca se ha hablado hasta este momento, en este relato.

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    1. Ese paso en falso, esa oportunidad perdida por falta de valor a veces sacude la conciencia de forma terrible. Era lo que quería reflejar, muchas gracias Nuria.

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  2. Relato costumbrista del mundo contemporáneo. Las dudas y las cobardías "mataron al gato". Ya veremos por dónde derrota el barco. Muy interesante, y me gusta.

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    1. Muchas gracias, Tino. No siempre el bueno es un triunfador, sino alguien inseguro que paga caro esa forma de ser. Me alegro de que te haya gustado. Un abrazo.

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  3. Tu escalera de corazones es como un caracol que da vueltas sin control. Muy buen manejo de los dos tiempos, Juan; sólo un poco más de cuidado en el Punto de Vista del narrador porque a veces no se sabe si esta uno con Margarita y Marcos, o Sofía y Carlos. (y)

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  4. Me dejar con la intriga de que pasará!! ... aunque en la parte donde se describe la sensación de temor de Margarita lleva una tono pausado, después se entra con Sofía y al regresar con Margarita de un momento a otro ya está en el pub irlandés me pareció un cambio demasiado rápido.

    Saludos!

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