Una revista de literatura, donde el amor por las letras sean capaces de abrir todas las fronteras. Exclusiva para mayores de edad.

viernes, 21 de diciembre de 2012

Casa de Citas.


  • Me gustaría que esta noche fuera Navidad – dijo en un susurro, como para no molestarle, ahora que se estaba quedando dormido.
  • A mí también – contestó sin apenas mover los labios.

Durante el día, el sol se colaba por las rendijas de las persianas rayando la habitación, dejando los rincones en penumbra, destiñendo los colores, fugitivos de sí mismos para pretender hacerse todos de bronce. Y hacía calor: se veía el calor hasta en las motas de polvo que navegaban despacio y cansinamente por el espacio del dormitorio; se le sentía mirándose al espejo de la cómoda; se le palpaba en los cuerpos desmayados de ella y de él, desnudos sobre las sábanas y rociados de pequeñas gotas de sudor, mínimas pero infinitas como los poros de su piel. Sufrían el asedio del calor, desde fuera y desde dentro, sudorosos y febriles, obligándoles a dormitar pero impidiéndoles dormir. Abrir la ventana hubiera sido peor; tanto como invitar a que entrara un aliento cálido, de fuego, en bocanadas salvajes y continuas, sin piedad.
 
  • ¿Duermes?
  • No.
  • Te quiero.

Llevaban tres días sin salir de allí. Al amanecer, la radio de un coche cercano que paró y huyó sin motivo aparente ni para una cosa ni para la otra aseguró en la voz metálica de un locutor metálico que la temperatura a las siete de la mañana era de veintiocho grados, y que la predicción para el día daba máximas de cuarenta y tres. Al anochecer, mirando por las rendijas de la persiana, no veían otra cosa que la luna, en un cielo tan limpio que debía hacer meses que ninguna nube se había atrevido a cruzarlo. Y entonces hacía aún más calor, tanto que las sábanas sudadas agriaban el ambiente dando a la estancia un olor fétido que se condensaba en el techo y caía lenta y continuamente en una lluvia ácida y pútrida repetida a cada instante. Cuando las sábanas estaban totalmente empapadas, las levantaban de la cama y las agitaban dos o tres veces, colgándolas después de pared a pared para que se secaran. Entre tanto se sentaban en la cama, sobre el colchón, y permanecían en silencio, mirándose. 

Se acordó de la primera noche que pasaron juntos, a la salida del concierto de Tina Turner en el campo de fútbol. Habían bebido del mismo bote de cerveza, sin conocerse, y sin conocerse se habían pasado el petardo de hachís una y otra vez. Ella le dijo que era la primera vez que iba a un recital, en aquellas vacaciones solitarias en Madrid. Él, por su lado, había dejado a su mujer con los niños y se había vestido de posmoderno. Al final del concierto los dos sabían que sobraban las palabras: se fueron juntos a un hotel y se pasaron la noche haciendo el amor sin ruido. 

Desde aquella noche sólo se habían visto una vez. Fue entonces cuando quedaron en la casa de citas de la autopista de Barajas para pasar la tarde mirándose sin hablar, acariciándose las manos y el pelo y jadeando juntos hasta el anochecer. 
 
  • No sabes nada de mí.
  • Ni me importa.
  • Estás loca.
  • Es lo más bonito que me han dicho nunca. 

Ahora, con la luz apagada, era la luna la que rayaba la habitación. Se habían sentado sobre el colchón, desnudos y en silencio, mirándose sin hacer ruido. Afuera, sólo los pasos de un hombre se escuchaban monótonos y repetidos como los latidos de la noche. Una noche con un corazón eterno como el silencio, que sólo el silencio es acompañante privilegiado de la eternidad.
 
  • ¿Por qué hace frío siempre la noche de Navidad?
  • Porque el año se va a morir.
  • Y tiene miedo.
  • También.
  • Como nosotros. 

El ruido de los pasos se clavaba en los tímpanos y hacía daño. Tres días oyendo aquel ruido incesante, sólo interrumpido unos momentos para el cambio de guardia en el que se oía hablar pero no se entendía nada. La habitación era una cárcel en la que ellos mismos se habían encerrado, en la que habían creado una madriguera por propia voluntad y que ahora era ya un escondrijo del que no podían salir.
 
  • ¿Por qué no salimos y acabamos con esto?
  • No puede ser.
  • Bueno.
 
Cuando llegaron a la casa de citas, cerca de Torrejón, se cogieron de la mano y ocuparon la habitación número tres, por el pasillo de la derecha junto al mostrador, en el que una señora desbordada de carnes y pintura de ojos les dio las llaves sin hacer preguntas. Dos horas después escucharon voces y gritos, y hasta una detonación seca y alargada como un disparo. El había tenido la precaución de cerrar la puerta con llave y, aunque la golpearon dos veces al grito de “¡todos fuera!”, el instinto le recomendó no contestar y quedarse allí en silencio.
 
  Ella le preguntó por qué no salían, como todos, que no estaban cometiendo ningún delito y que, con la policía, cuantos menos líos mejor. Él guardó silencio, sin mirarla de frente, y pensó en que les llevarían a la comisaría, les ficharían, acaso les retendrían durante horas y, posiblemente, terminarían llamando a su casa. Pensó en su mujer, cuando descubriera qué tipo de “obligación” le había retenido en la oficina esa tarde a su marido. Pensó en ella, y en los críos, y en que con la policía por medio no es posible la discreción.
 
  • No, es mejor hacer como que no hay nadie. Dentro de una hora se habrán ido y nos podremos ir tranquilamente.
  
Frases como “yo estoy liberado”, “mi mujer no tiene por qué meterse en mis cosas”, “ella hace lo que quiere y yo no le pregunto” o “estamos a punto de separarnos”, comprendía ahora que era una mera retórica de circunstancias, florituras dialécticas para utilizar con jovencitas reticentes ante los hombres casados. Ahora no podía salir de allí, esposado por la policía, y esperar a que su mujer le fuera a recoger a la comisaría acompañada de su abogado, que utilizaría probablemente para asistir a su declaración y para tramitar después la demanda de divorcio.
 
“No conozco ningún caso en el que una mujer abandone a su marido por una simple aventura”, se repetía mientras su mente repasaba frenéticamente argumentos a favor y en contra para salir de allí o convertir la habitación en su escondite. “Mejor quedarse”, se dijo para sí sin ninguna convicción.
 
  • ¿Qué hacemos?- le preguntó ella en un susurro.
  • Nos quedamos – afirmó tajantemente. 

Ella se tumbó en la cama y encendió un cigarrillo. Él trató de quitarle importancia a la situación. 
 
  • Esto es un registo de rutina. Ya verás. Cuestión de minutos.

Y, sin embargo, llevaban tres días allí encerrados, sudorosos y débiles. Afortunadamente había, sobre la cómoda, una botella de litro y medio de agua mineral, de la que sólo quedaban dos dedos, caldosos y gruesos como aceite industrial. Cuando acabó el registro, anteayer, golpearon dos veces más la puerta y se marcharon metiendo en un coche celular, un furgón enrejado, a todos los que allí estaban, incluida la gorda desbordada que vociferaba y hacía aspavientos exagerados mientras agitaba brazos y manos como un molino frente a la tempestad. Contemplaron la escena tras las rendijas de las persianas y creyeron que todo concluiría así. Sin embargo, el cabo, o el capitán, cualquiera sabe, vociferó:
 
  • ¡Quiero una guardia permanente junto a la puerta! Tarde o temprano volverán por aquí. 

Durante los tres días habían hecho el amor muchas veces. Al principio él estaba preocupado porque cada hora que pasara le resultaría más difícil encontrar una excusa para su mujer, cuando al fin volviera a casa. A veces se quedaba con la mirada pegada al techo, imaginando un accidente, un secuestro o algo similar, pero nada de eso le parecía sostenible. Estaba acostumbrado a analizar los hechos fríamente, a encontrar soluciones posibles para casi todo, pero aquel problema le superaba. A medianoche estuvo a punto de decidirse por abandonar, salir de allí y buscar un pacto de honor con el comisario. Seguro que lo entendería y se portaría como un caballero. En silencio, sin hacer ruido, se volvió hacia ella y la besó en los labios. Después, hicieron de nuevo el amor.
 
  • ¿No te espera nadie fuera?
  • ¿A mí? No; estoy liberado.
  • Es mentira, pero te quiero. 

La miró con la extraña sensación de que también ella estaba mintiendo. Pensándolo bien no era lógico que una chica de la que ni siquiera sabía su nombre aguardara pacientemente tres días junto a un hombre que había decidido permanecer escondido en un infierno de calor, hambre y sed, con los cigarrillos consumidos hacía ya día y medio, sin otra contrapartida que su cuerpo y su fogosidad sexual que, por cierto, tampoco era un prodigio de imaginación ni una enciclopedia de saberes.
 
  • ¿Y tú por qué no te has ido?
  • Porque fuera de aquí no tengo amigos.
 
Quizá fuese cierto, pero estaba mintiendo otra vez. A él le fascinaba la aventura que estaba viviendo, una experiencia única e irrepetible que le devolvía todas las fantasías acumuladas desde su infancia. Pero a ella, ¿qué le retenía allí? Llegó a pensar que eran una perfecta pareja de inmaduros. Él no se había atrevido a salir “porque estaba liberado”. A ella, aunque fuera verdad que no la esperaba nadie, le debía dar igual pasar las vacaciones de esa manera que de cualquier otra. Y, a pesar de todo, algo había de extraño en aquello.
 
  • Y tú..., - le preguntó despacio, evitando dar la impresión de ser indiscreto - ¿a qué te dedicas en la vida? 

Ella le miró forzando una sonrisa, una mueca que denunciaba el pacto tácito de silencio que se habían hecho. 
 
  • Bueno, si no quieres no tienes que contestar.
  • Cuido a mis dos gatos. El mayor se llama Leonidas Breznief; la pequeña Bibi Andersen.
  • Pues no sé si se llevaran muy bien – comentó divertido.
  • Nunca hacen el amor – replicó ella, dando por zanjado el interrogatorio. 

Él se volvió a quedar callado mirando el techo que, cada vez, se acercaba más a la cabeza. El calor era agobiante y la respiración difícil. Se incorporó cuando se oyó nítido el ruido del motor de un coche que se acercaba. 

Paró junto a la ventana. Pudieron oír con claridad que alguien se bajaba, que el guardia se acercaba hasta él y que la puerta se cerraba de golpe.
 
  • Ya los hemos encontrado. Estaban en otra casa de citas, la de Guadalajara.
  • ¿Y la pesca?
  • Muy buena: más de dos kilos de marihuana.
  • ¿Entonces acabamos el servicio?
  • Mañana por la mañana. Hay que esperar a que lo decida el comisario. 

Se miraron en la penumbra de la habitación y esbozaron una sonrisa. Ella le pasó la mano por el pecho desnudo y se acurrucó en su hombro.
 
  • Al amanecer nos marchamos – musitó él.
  • ¡Qué pena! – susurró ella. 

Se durmió. El agotamiento, la fiebre, la oscuridad, aliados contra su voluntad, le vencieron hasta dejarle indefenso como un niño. Tuvo muchos sueños, muchas pesadillas que le sobresaltaron, le obligaron a darse la vuelta sobre sí mismo y quedarse dormido profundamente de nuevo. Tuvo muchos sueños pero no se acordaba de ninguno. 

Fue el sol de mediodía el que le despertó. Se sentía débil, sediento y con un fuerte dolor de cabeza. Miró alrededor y se encontró solo. 

Tardó algunos segundos en poner orden en su cabeza. Al principio le resultaba extraño estar solo, pero aún no sabía por qué. Cuando se situó y recordó todo no podía comprender nada. La puerta estaba abierta.  La chica no estaba allí y sobre la cómoda, en el espejo, unas letras pintadas con lápiz de labios rojo decían: “La noche de Navidad siempre la paso sola. Ojalá una de estas noches hubiese sido Navidad”.
 
No pudo evitar la sensación de sentirse perdido. Sucio y sin afeitar, en un estado lastimoso, como un personaje de Hemingway o Greene, disfrazado de alcohólico consciente apasionado por su autodestrucción deliberada, lenta y calculada, como un suicidio sin plazo, se dejó caer en la cama sin poder soportar su propia imagen reflejada en aquel espejo convertido en carta de despedida. 

Pasaron los minutos con demasiada lentitud, como abriéndose paso entre el calor del ambiente caldoso de la habitación, hasta que oyó la voz chillona de la gorda desbordada y se levantó. Miró por la ventana y buscó entre las rendijas al guardia que había sido, sin saberlo, su carcelero. Tampoco estaba. 

Se vistió con calma, se atusó el pelo con las manos y salió de allí.
 
  • Su amiga se ha ido, joven. Menuda se la han jugado a la policía. ¡Tres días! ¡Tres días! 

No pudo hablar, a pesar de las mil preguntas que bailaban por la cabeza como diablillos juguetones, los mismos diablillos que en Galicia juegan en la punta de la lengua de las beatas para borrarles los rezos. 
 
  • Lo que me extraña es que pagara ella los tres días. ¿Le dio usted el dinero? 

Por rutina, por mera costumbre, se llevó la mano al bolsillo y rebuscó. No le importó comprobar que no tenía nada, que los seiscientos euros habían desaparecido.
 
  • ¿No le ha dejado ningún recado para mí? – dijo, a pesar de lo inocente que a él mismo le pareció la pregunta.
  • ¿Esa? Esa no deja recados para nadie. Buena es la Conchi.
  • Pero... ¿la conoce?
  • ¿Y usted no? Pues sí que sí. ¡Hombres!... Pero joven, si es habitual de esta casa. 

Le miró con un gesto que traducía lo que de su ignorancia y bobería pensaba, y añadió:
 
  • Pero ahora que lo dice sí me ha encargado una cosa: que le dejara dormir, ¡que estaba muy cansado! 

Inició una pequeña sonrisa que se fue ampliando hasta estallar en una carcajada interminable.
 
  • ¡Y tanto! ¡Tres días enteros! 

Reía abierta, groseramente, acompañándose de gestos obscenos con las manos. No podía parar, se ahogaba en sus propias risas, se congestionaba y las lágrimas se le salpicaban por la cara mientras se sujetaba la barriga con las manos para que no se desmadejaran sus tripas.
 
  • ¡Cansado! ¡Tres días enteros! 

Él se sentó frente a ella, se apoyó la cabeza en las manos y esperó a que la gorda cesara en su congestión. Cuando recuperó la normalidad y sólo le quedaban pequeños restos de carcajada que intercalaba entre suspiros, mientras con un pañolito se secaba las lágrimas, volvió a preguntarle:
 
  • ¿De verdad no le ha dejado dicho nada para mí? 

 La gorda se volvió maternal y entrañable, le miró con cariño y se acercó hasta él poniéndole una mano en el hombro.
 
  • Hijo, no me ha dicho nada. De todas maneras acéptame un consejo gratis: olvídate de ella. En quien debes pensar ahora es en tu mujer. Tres días son muchos días y a estas alturas ha debido avisar ya hasta a la Interpol. ¿No quieres llamarla desde aquí?
  • No, gracias – dijo, levantándose. 

Caminando por la carretera miró hacia atrás y vio a la gorda que le seguía con la mirada desde el umbral de la puerta. Ella levantó la mano y le sonrió. Encogiéndose de hombros se detuvo, se dio media vuelta y le gritó:
 
  • ¿Y qué le digo? 

Ella volvió a sonreír, miró al cielo, después al suelo y, respirando hondo, gritó a su vez:

  • ¡La verdad! ¡Siempre la verdad! –y añadió para sí: “De todos modos no se lo va a creer”.

 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
Antonio Gómez Rufo

6 comentarios:

  1. Muy bueno el relato. Te mantiene en la incertidumbre del no saber sin que se pierda la atención. Y el final es un gran broche.

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  2. Bien, el relato no deja de ser un tanto interesante, aunque bastante imaginativo, que te lleva y te trae a lo largo de de su extensa y retorcida trama,por ese escenario inaudito...

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  3. Es un relato genial, de entredichos, interrogantes y la ansiedad del descubrimiento. Te mantiene atado al asiento y como dijo Juan, el final está de lujo. Gracias Antonio.

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  4. Gracias por compartir esta creatividad tan elaborada, de manera libre, para el disfrute de quien tenga el acierto de leer lo que aquí se relata, con el ansia por el desvelo final.
    He vuelto a recordar el intrigante estilo de 'La Abadía de los crímenes'(creo que es así el título)
    Y también sigo lamentando que no tuviese lugar el proyecto del mes de octubre, en el que, posiblemente, iba a participar. Fue algo organizado por 'Un cuarto propio', que no fue posible.

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  5. Muy entretenido y enriquecedor. Ya sabemos qué hacer y qué pensar si algún día nos quedamos encerrados en un motel. Una narración con mucho ritmo. Viniendo de quien viene, no podíamos esperar menos calidad de la que tiene. Felicidades.

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  6. Nadie puede negar que el escrito tiene sus vueltas y bien dadas. Historias como estas y finales como estos son los que motivan a seguir buscando este tipo de historias, que te mantienen al pendiente. Gracias por compartirla.

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