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miércoles, 7 de noviembre de 2012

Emiria

Emiria suspiró y levantó la mirada hacia el cielo: ya no había nubes. El sol le entibió la cara, las sienes, el pecho. Cerró los ojos y lloró en silencio. Miró otra vez la lápida junto a la tumba vacía. La inscripción le había parecido, al fin, perfecta: “Emiria Brisa Noriega. 1979–2008”. Siempre le había gustado ver su nombre bien escrito. ‘Emilia no, Emiria’, ‘¿Emiria?’, ‘Sí, Emiria, con r’, había corregido infinidad de veces. Ahora al fin estaba bien escrito y lucía hermoso, brillante y dorado sobre el mármol inmaculado. Todo era perfecto. Casi perfecto.
Se detuvo un poco antes de la salida para mirar hacia el terraplén y las vías, cerca del sendero que atraviesa el cementerio. Un tren de carga cruzó en lo alto ocultando el sol, y las sombras de la tarde se alargaron hacia ella y hacia unas pocas personas que se marchaban. Pero la oscuridad duró sólo un instante. Cuando regresó la luz, ella volvió a su casa.

Cenó liviano y se acostó temprano. Casi no soñó y se despertó ligera, contenta. Despachó algunas cartas que tenía preparadas desde hacía mucho tiempo, selló las cajas que aún estaban abiertas, barrió todo el departamento, lavó la taza y el plato del desayuno, soltó a los canarios y salió a la calle.
Caminó apurada, casi conteniendo la respiración, con la mirada fija, sin pestañear. Al poco tiempo comenzó a faltarle el aire y se quedó sin fuerzas. Se detuvo en una esquina y se sentó en un umbral a descansar un poco. De una ventana cercana le llegó la melodía de un tango entrañable, agonizante: ‘Nada, nada queda en tu casa natal, sólo telarañas que teje el yuyal…’. Cierto aroma a café molido, el aire tibio del verano incipiente, las paredes de ladrillo oscuro, los árboles que ensombrecían la calle de adoquines… todo parecía ser como antes; todo era casi como antes.
Se recompuso y comenzó a caminar otra vez, un poco más lento, más pausado, respirando profundo. Pensó en que, después de todo, todavía tenía mucho tiempo: ni siquiera era mediodía. Así que caminó hacia la plaza, se acercó a los juegos, acarició a un perro perdido y se fue después de rodear la calesita y el quiosco. Llegó hasta la puerta de la iglesia pero no entró: apenas alcanzó a ver la silueta del párroco dio media vuelta. Caminó hacia la estación y se sentó en su banco favorito a ver a la gente pasar, subir y bajar de los trenes. Por un momento sintió la tentación de subirse a uno para viajar lejos, hasta donde otros trenes pudieran llevarla. Pero no se animó, siempre le había faltado coraje para las aventuras.

Cuando el penúltimo tren, el de las seis, partió con andar cansino, ella también dejó la estación. Anduvo despacio, y al pasar junto a una casa con jardín arrancó unos jazmines del país y los olió fascinada. Al fin se dirigió al cementerio y llegó hasta la lápida que lleva su nombre.
Él la había visto entrar, como tantas veces, durante años, y la había seguido, como siempre. Ya no había nada en aquel lugar que le resultara atrayente, salvo ella. Sólo por verla de vez en cuando había decidido seguir trabajando allí. Él vio cuando ella se arrodilló frente a la tumba y dejó las flores, la cartera y los zapatos. Él vio cómo ella se puso de pie descalza, con el vestido adherido a su cuerpo delgado, brillante como el sol de la tarde que la alumbraba y parecía rebotar sobre sus mejillas. En ese instante, a él se le ocurrió pensar que ella era como un pétalo claro sobre el suelo amargo y silencioso de la tierra removida y las flores mustias. Quiso acercarse y su corazón pareció gemir mientras lo impulsaba a dar esos pasos anhelados por tanto tiempo, para intentar cruzar unas palabras, o unos silencios, para estar cerca de ella al menos por un glorioso lapso de eternidad. Entonces avanzó decidido, feliz de haber vencido a las cadenas que lo clavaban al suelo, que lo habían esclavizado tantas veces al ostracismo, a la soledad, a la nada. Caminó feliz, porque sabía que tendría la oportunidad tan deseada, y tan temida. Esta vez no habría vuelta atrás, no habría regreso con pesar, regreso con dientes apretados de rabia.



Él se acercó a pocos metros y ella dejó caer su vestido. A él se le desparramó el corazón y le temblaron las piernas cuando ella giró hacia el sol, desnuda. Ella era mucho más que un pétalo, no había forma de darle nombre ni adjetivo. Era, simplemente, lo más hermoso que jamás había visto, ni vería. Él abrió la boca, pero ya no pudo hablar. No tuvo tiempo. Ella corrió veloz hacia el sol, hacia las vías, hacia el tren de las seis y cuarto.


(c) Jorge Camacho


6 comentarios:

  1. ¿Y si él hubiera llegado antes? ¿Habría cambiado algo la conversación que hubieran tenido? ¿Hubiera tenido alguna oportunidad ese amor que el tren de las seis y cuarto trunco? Triste pero bonito relato.

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  2. Un tanto surrealista. Bueno, tengo que leerlo varias veces, pero el relato en ambos sentidos le da una intensidad única. Gracias Jorge.

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  3. La verdad, digo como carlos, algo surrealista y hay que leerlo más de una vez para darle algún sentido...si es verdad que la lectura te mantiene atrapada hasta el final.

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  4. Este relato me ha mantenido enganchada hasta el final, pero me ha parecido algo surrealista y muy triste.

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  5. Muchas gracias a todos por haberlo leído, y por sus comentarios.

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  6. Jorge me gusta. Acercarse a ella para compartir silencios. El amor surje sin saber salir y las flores crecen en piedras donde no las podemos cojer, solo sentir su belleza. Lo único necesaria para seguir con la vida en nuestro desierto de soledad. Me gusta Jorge...
    un abrazo fuerte...
    Manuel Barranco Roda

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