El famoso
veranillo de San Miguel había llegado con retraso, pero había llegado. Por fin,
el frío con que se despidió septiembre había dado paso a unos días de sol y
temperaturas agradables. Un viento suave, brisa marina de haber sido una ciudad
costera, y la refrescante sombra de unos plátanos convertían aquel jardín en un
refugio perfecto para soportar la fuerza que a esas alturas del año todavía
tenía el sol castellano.
Esa brisa
marinera que en la meseta no olía a sal, sino a pino y sarmiento, no tenía ni
de lejos la fuerza que otros días hace insoportable el camino, ni venía gélida,
ni húmeda, ni nada que pudiera incomodar al viandante, sino todo lo contrario.
Era tibia y su caricia combatía el sopor y animaba a pasear por las anchas aceras
de Isabel La Católica o de Las Moreras, o por los coquetos senderos de La
Rosaleda, escoltados todos ellos por la imponente frondosidad de unos árboles
de ribera que aún no habían perdido su hojarasca en estos primeros suspiros del
otoño. Bajo un cielo más que azul, también era una buena ocasión para disfrutar
de un refresco en las terrazas de la Plaza Mayor o visitar los escaparates de
las tiendas de la calle Santiago, disfrutando del aire libre, lejos de los
opresivos techos de monstruosos centros comerciales construidos en artificiales
entornos que distaban muchas leguas del corazón de la ciudad.
Pero también
era un buen día para, en un banco de cualquier parque de los que sazonan la
ciudad, con permiso de agonizantes moscas y antihigiénicas palomas, sentarse a
la sombra de un plátano y disfrutar de una tarde de lectura.
Ésa fue la
elección de Margarita. Ella trabajaba en el centro y acaba de cumplir su
jornada. Embriagada por la encantadora tarde que octubre le había regalado, la
muchacha, libro en mano, tomó asiento y abrió su novela de piratas por la
página 161, a
bordo de una balandra llamada Malvasía.
Antes de
zambullirse en el relato, echó una ojeada alrededor. No era la única que se
había sentado a leer, pero sí la más clásica. En el banco de su izquierda, una
pícara muchacha de apenas diecisiete años disfrutaba en su iPad con la historia de amor con la que un astuto escritor italiano
había logrado apasionar a toda una generación, la cual no tendía a leer mucho,
por cierto, prueba inequívoca de su mérito. Tal vez eso fuera el futuro, pero
aquel artilugio jamás tendría la textura ni el olor que ella estaba paladeando,
o quizá sí, qué más da.
El caso es que
ahí estaba ella, en una pequeña embarcación en mitad del Caribe, mecida por el
viento de levante mientras trataba de huir como el protagonista. En su caso, no
la perseguía una malvada Inquisición allende los mares, pero su vida en las
últimas semanas no había sido muy grata.
Desde su
discusión con Carlos, las cosas no habían vuelto a ser como antes. Parecía
absurdo, pues ambos se amaban con locura, pero el maldito orgullo masculino
había impedido la reconciliación. Orgullo o cobardía, a saber, pero el caso es
que ella tampoco tenía la conciencia tranquila, y eso era lo que la empujaba a
escapar de casa, a estar lejos del hombre al que sabía derrotado, pero al que
no exoneraba de la humillación del arrepentimiento público por una mera
cuestión de superioridad. En el fondo, sabía que una relación implicaba una
continua lucha por el poder, y aunque ella iba ganando, se desesperaba con la
lentitud con que Carlos reconocía la derrota. No podía ceder, pero verlo
cabizbajo y angustiado día tras día era demasiado doloroso. Tenía que resistir,
pero no podía enfrentarse a él. Por eso se pasaba las tardes leyendo historias
de piratas a la sombra de un plátano.
Pasaron los
minutos, corrieron las hojas, bogaron las naves y, al fin, el capítulo llegó a
su fin con un trágico naufragio. Margarita fijó el marca páginas para no perder
el hilo y miró su reloj, eran las siete y media.
Era un buen
momento para emprender el camino a casa, pero se sentía tan abatida sólo de
pensarlo, que su cabeza comenzó a distraerse con mil musarañas que la ayudaban
a evitar el encuentro con Carlos. En ese momento, reparó en un chico menudo y desaliñado
que descansaba sobre el césped del parque, tirado a lo largo como si fuera un
náufrago de la novela que estaba leyendo, imagen de pirata que las rastas de su
cabello parecían apoyar.
Marcos tenía
los ojos cerrados, pero no estaba durmiendo. Abstraído de cuanto ocurría
alrededor, repasaba los hechos que habían sacudido su vida últimamente.
De nuevo se
encontraba en su ciudad, lejos de Madrid. La Audiencia Nacional había archivado
definitivamente la causa contra él por los disturbios del 25 de septiembre y
disfrutaba de su libertad sobre el frescor de la hierba. Estaba feliz por
haberse librado de la denominada Justicia, pero sabía que aún faltaban más
batallas para cambiar las cosas, y seguía convencido de que, al menos por su parte,
esas batallas siempre serían pacíficas.
Pero no era
eso lo único que turbaba su meditación. También estaba ella, Sofía, a la que no
había vuelto a ver desde que tomaron ese café el día después de la protesta.
Seguían en contacto a través de Facebook, pero no era lo mismo. Sus
conversaciones cada vez eran más cortas y distantes, y cada intento suyo por
emanciparse y buscar fortuna en la capital para estar juntos era tumbado por la
falta de entusiasmo de la joven policía. Aquello no iba a ningún lado, se lamentaba
Marcos, quien abrió los ojos y se incorporó para volver al hogar, antes de que
cayera la noche.
-¿Marcos?-. Le
preguntó una mujer desde un banco cercano. Él la miró extrañado. No lograba
ubicarla en sus recuerdos -¿No te acuerdas de mí?-. Insistió –Soy Margarita, la
hermana de Carmen.
Marcos
retrocedió en el tiempo, de repente. Se vio ocho años atrás, en una vetusta
escuela de secundaria. Al otro lado de sus anchos muros rojizos de ladrillo --que
recordaban los ambientes de revolución industrial en los que fue levantado,
cuando bien podría haber sido un internado para cualquier Oliver Twist español--,
Marcos pasaba las horas recostado en la pared a la que estaba pegado su
pupitre, mirando los altos techos de aquella cavernosa aula, prestando más
atención a sus deseos de levantarse y cambiar el mundo que a la lección sobre
derivadas e integrales que le daba un profesor tan viejo como aquel edificio.
En los
bulliciosos recreos en aquel inmenso patio donde uno podía gastar el tiempo
para el bocata solamente en recorrerlo del jardín a las abandonadas piscinas, a
través de un sinfín de pistas de fútbol sala y baloncesto, Marcos no optaba por
el deporte. Prefería sentarse en el césped cuando hacía calor, o en las gradas
que daban al edificio nuevo del instituto, cuando hacía más frío. Allí,
mientras apuraba el zumo de piña que día tras día le metía su madre en la
mochila, seguía con sus distraídos pensamientos.
Un día, una
chica se acercó a hablar con él. Era preciosa, de piel morena y cabellos de ébano,
de silueta definida que ya hacía entrever la exhuberancia que mostraría en el
futuro, cuando fuera una mujer completamente formada. Además de ser guapísima,
Marcos encontró su personalidad deliciosa. Casi siempre estaba alegre, con una
inocente sonrisa en los labios que dejaba entrever sus dientes de marfil. Y
cuando la tristeza la invadía, era incapaz de disimular, mostrando su dolor
cual delicado pétalo que exige cariño para que no se marchite. Era un ser
realmente digno de amar.
Así era
Carmen, y Marcos quedó prendado de ella desde que la conoció. Ella era toda
bondad y se preguntó qué hacía un chico como él sentado allí, solo, en vez de
disfrutar del recreo como el resto. En el fondo él disfrutaba, pero no era
fácil de comprender. No era un tipo solitario, tenía cantidad de amigos, aunque
no le gustaba el deporte, a pesar de lo cual era un palillo, nada de grasa por
ningún sitio, un metabolismo privilegiado. Mientras sus afines --entre ellos
Roberto, el más cercano—jugaban al fútbol, él lo observaba todo, y en aquel
momento observaba a Carmen sin parpadear.
Los dos
adolescentes se hicieron amigos. Carmen le paró los pies a Marcos cuando éste
quiso ir más lejos, pero ello no impidió que la amistad continuara. Con el
tiempo, la observación y constante reflexión de Marcos, combinada con su
vitalidad, terminaron por darle ventaja sobre el resto de pretendientes, y al
final consiguió que su relación fuera más allá. Al final, Carmen y Marcos se
hicieron novios.
Margarita era
la viva imagen de su hermana, algo mayor que ella, eso sí. Marcos sintió la
misma sensación que cuando conoció a Carmen en aquellas gradas de instituto.
Ambos perdieron el contacto cuando dejaron el bachillerato y se marcharon a la
universidad, él en esa misma ciudad y ella en la académica Salamanca.
- ¿Cómo está tu hermana?
- Muy bien, ahora trabaja en un laboratorio petroquímico, en Tarragona.
- ¡Genial! Me alegro mucho por ella, de verdad. ¿Y a ti qué tal te va? ¿Qué es de tu vida?
- En fin, mejor tomamos un café y te lo cuento.
Margarita se
arrepintió enseguida de haberse sincerado con Marcos. Es cierto que había visto
al chico muchas veces en su casa, cuando andaba con su hermana, pero en el
fondo, apenas lo conocía, y le acababa de desvelar todos sus problemas de
pareja con Carlos. ¿Podía confiar en él? Si no era así, estaba vendida. Por
debajo de la mesa de aquel bar en el que se habían tomado su café, juntó las
manos y comenzó a rezar, con los ojos cerrados, por que no se hubiera
equivocado con él. ¿Por qué lo había hecho? Quizá porque siempre le gustó, a
pesar de ser varios años más joven. Estaba segura de que, de no haber sido el
novio de Carmen, hubiera acabado con él. Pero la vida sigue caminos
imprevistos, y ahora era Carlos quien ocupaba su corazón, aunque la hiciera
sufrir tanto.
Sus miradas se
encontraron. Ella se moría por aquel chico rebelde al que casi había olvidado.
Sabía que no debía, pero, caray cómo la atraía. A él le pasaba lo mismo, aunque
no estaba seguro de si estaba viendo a Margarita o a Carmen. En cualquier caso,
la deseaba de forma incontrolable. Pensó un instante en Sofía. Sintió algo de
pena por ella, pero sabía que aquella relación no tenía futuro. En sus manos
estaba el presente, en su cabeza, el futuro, un devenir bastante incierto, todo
sea dicho. Por una vez, dejó de ser un idealista Quijote y se puso en la cómoda
piel de Sancho Panza.
Frente a él,
Margarita temblaba como un flan. Claro que deseaba entregarse a Marcos, pero
sabía que aquella aventura sólo sería algo puntual y que su futuro estaba con
Carlos, la persona a la que realmente quería entregar su corazón. Dejarse
llevar sólo podía traerle complicaciones y, por muy excitante que fuera el
momento, en el fondo debía levantarse y marcharse de allí inmediatamente. Ya
era tarde y debía volver a casa.
Pero no lo
hizo, no podía. En su interior no había un debate, había una cruenta batalla
entre su deseo y su razón, entre su mente y su piel. No sabía qué hacer, no
terminaba de decidirse, no terminaba de rendirse a él, pero tampoco acababa de
rechazarlo. En definitiva, no remataba, ahogada por un dilema que la
atormentaba. De repente, todas sus dudas se disiparon, toda su discordia quedó
aparcada, todos sus pensamientos fueron silenciados cuando Marcos, levantándose
de la silla; se inclinó sobre la mesa, por encima del servilletero y las dos
tazas con sus correspondientes platillos y cucharillas; se plantó frente a ella,
ya febril, y le acarició suavemente los labios con un tierno beso.
Continuará…
Estoy de acuerdo con la editora. Eres muy bueno, bastante. Gracias por compartir estas "viejas amistades", espero la siguiente entrega.
ResponderEliminarGracias, amigo. Siempre motiva leer cosas como ésta. Sólo espero no defraudaros en próximas entregas. Me esforzaré para evitarlo. Saludos.
ResponderEliminarooooh me enamore del paisaje que dibujas en tus letras, rico en naturaleza... interesante situacion de margarita, veremos que pasa.... me gusta!!
ResponderEliminarGracias, Dama. Espero mantener vuestro placer y haceros disfrutar en próximas entregas. Un abrazo.
ResponderEliminar