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miércoles, 24 de octubre de 2012

Viejas amistades



El famoso veranillo de San Miguel había llegado con retraso, pero había llegado. Por fin, el frío con que se despidió septiembre había dado paso a unos días de sol y temperaturas agradables. Un viento suave, brisa marina de haber sido una ciudad costera, y la refrescante sombra de unos plátanos convertían aquel jardín en un refugio perfecto para soportar la fuerza que a esas alturas del año todavía tenía el sol castellano.

Esa brisa marinera que en la meseta no olía a sal, sino a pino y sarmiento, no tenía ni de lejos la fuerza que otros días hace insoportable el camino, ni venía gélida, ni húmeda, ni nada que pudiera incomodar al viandante, sino todo lo contrario. Era tibia y su caricia combatía el sopor y animaba a pasear por las anchas aceras de Isabel La Católica o de Las Moreras, o por los coquetos senderos de La Rosaleda, escoltados todos ellos por la imponente frondosidad de unos árboles de ribera que aún no habían perdido su hojarasca en estos primeros suspiros del otoño. Bajo un cielo más que azul, también era una buena ocasión para disfrutar de un refresco en las terrazas de la Plaza Mayor o visitar los escaparates de las tiendas de la calle Santiago, disfrutando del aire libre, lejos de los opresivos techos de monstruosos centros comerciales construidos en artificiales entornos que distaban muchas leguas del corazón de la ciudad.

Pero también era un buen día para, en un banco de cualquier parque de los que sazonan la ciudad, con permiso de agonizantes moscas y antihigiénicas palomas, sentarse a la sombra de un plátano y disfrutar de una tarde de lectura.

Ésa fue la elección de Margarita. Ella trabajaba en el centro y acaba de cumplir su jornada. Embriagada por la encantadora tarde que octubre le había regalado, la muchacha, libro en mano, tomó asiento y abrió su novela de piratas por la página 161, a bordo de una balandra llamada Malvasía.

Antes de zambullirse en el relato, echó una ojeada alrededor. No era la única que se había sentado a leer, pero sí la más clásica. En el banco de su izquierda, una pícara muchacha de apenas diecisiete años disfrutaba en su iPad con la historia de amor con la que un astuto escritor italiano había logrado apasionar a toda una generación, la cual no tendía a leer mucho, por cierto, prueba inequívoca de su mérito. Tal vez eso fuera el futuro, pero aquel artilugio jamás tendría la textura ni el olor que ella estaba paladeando, o quizá sí, qué más da.

El caso es que ahí estaba ella, en una pequeña embarcación en mitad del Caribe, mecida por el viento de levante mientras trataba de huir como el protagonista. En su caso, no la perseguía una malvada Inquisición allende los mares, pero su vida en las últimas semanas no había sido muy grata.

Desde su discusión con Carlos, las cosas no habían vuelto a ser como antes. Parecía absurdo, pues ambos se amaban con locura, pero el maldito orgullo masculino había impedido la reconciliación. Orgullo o cobardía, a saber, pero el caso es que ella tampoco tenía la conciencia tranquila, y eso era lo que la empujaba a escapar de casa, a estar lejos del hombre al que sabía derrotado, pero al que no exoneraba de la humillación del arrepentimiento público por una mera cuestión de superioridad. En el fondo, sabía que una relación implicaba una continua lucha por el poder, y aunque ella iba ganando, se desesperaba con la lentitud con que Carlos reconocía la derrota. No podía ceder, pero verlo cabizbajo y angustiado día tras día era demasiado doloroso. Tenía que resistir, pero no podía enfrentarse a él. Por eso se pasaba las tardes leyendo historias de piratas a la sombra de un plátano.

Pasaron los minutos, corrieron las hojas, bogaron las naves y, al fin, el capítulo llegó a su fin con un trágico naufragio. Margarita fijó el marca páginas para no perder el hilo y miró su reloj, eran las siete y media.

Era un buen momento para emprender el camino a casa, pero se sentía tan abatida sólo de pensarlo, que su cabeza comenzó a distraerse con mil musarañas que la ayudaban a evitar el encuentro con Carlos. En ese momento, reparó en un chico menudo y desaliñado que descansaba sobre el césped del parque, tirado a lo largo como si fuera un náufrago de la novela que estaba leyendo, imagen de pirata que las rastas de su cabello parecían apoyar.



Marcos tenía los ojos cerrados, pero no estaba durmiendo. Abstraído de cuanto ocurría alrededor, repasaba los hechos que habían sacudido su vida últimamente.

De nuevo se encontraba en su ciudad, lejos de Madrid. La Audiencia Nacional había archivado definitivamente la causa contra él por los disturbios del 25 de septiembre y disfrutaba de su libertad sobre el frescor de la hierba. Estaba feliz por haberse librado de la denominada Justicia, pero sabía que aún faltaban más batallas para cambiar las cosas, y seguía convencido de que, al menos por su parte, esas batallas siempre serían pacíficas.

Pero no era eso lo único que turbaba su meditación. También estaba ella, Sofía, a la que no había vuelto a ver desde que tomaron ese café el día después de la protesta. Seguían en contacto a través de Facebook, pero no era lo mismo. Sus conversaciones cada vez eran más cortas y distantes, y cada intento suyo por emanciparse y buscar fortuna en la capital para estar juntos era tumbado por la falta de entusiasmo de la joven policía. Aquello no iba a ningún lado, se lamentaba Marcos, quien abrió los ojos y se incorporó para volver al hogar, antes de que cayera la noche.

-¿Marcos?-. Le preguntó una mujer desde un banco cercano. Él la miró extrañado. No lograba ubicarla en sus recuerdos -¿No te acuerdas de mí?-. Insistió –Soy Margarita, la hermana de Carmen.



Marcos retrocedió en el tiempo, de repente. Se vio ocho años atrás, en una vetusta escuela de secundaria. Al otro lado de sus anchos muros rojizos de ladrillo --que recordaban los ambientes de revolución industrial en los que fue levantado, cuando bien podría haber sido un internado para cualquier Oliver Twist español--, Marcos pasaba las horas recostado en la pared a la que estaba pegado su pupitre, mirando los altos techos de aquella cavernosa aula, prestando más atención a sus deseos de levantarse y cambiar el mundo que a la lección sobre derivadas e integrales que le daba un profesor tan viejo como aquel edificio.

En los bulliciosos recreos en aquel inmenso patio donde uno podía gastar el tiempo para el bocata solamente en recorrerlo del jardín a las abandonadas piscinas, a través de un sinfín de pistas de fútbol sala y baloncesto, Marcos no optaba por el deporte. Prefería sentarse en el césped cuando hacía calor, o en las gradas que daban al edificio nuevo del instituto, cuando hacía más frío. Allí, mientras apuraba el zumo de piña que día tras día le metía su madre en la mochila, seguía con sus distraídos pensamientos.

Un día, una chica se acercó a hablar con él. Era preciosa, de piel morena y cabellos de ébano, de silueta definida que ya hacía entrever la exhuberancia que mostraría en el futuro, cuando fuera una mujer completamente formada. Además de ser guapísima, Marcos encontró su personalidad deliciosa. Casi siempre estaba alegre, con una inocente sonrisa en los labios que dejaba entrever sus dientes de marfil. Y cuando la tristeza la invadía, era incapaz de disimular, mostrando su dolor cual delicado pétalo que exige cariño para que no se marchite. Era un ser realmente digno de amar.

Así era Carmen, y Marcos quedó prendado de ella desde que la conoció. Ella era toda bondad y se preguntó qué hacía un chico como él sentado allí, solo, en vez de disfrutar del recreo como el resto. En el fondo él disfrutaba, pero no era fácil de comprender. No era un tipo solitario, tenía cantidad de amigos, aunque no le gustaba el deporte, a pesar de lo cual era un palillo, nada de grasa por ningún sitio, un metabolismo privilegiado. Mientras sus afines --entre ellos Roberto, el más cercano—jugaban al fútbol, él lo observaba todo, y en aquel momento observaba a Carmen sin parpadear.

Los dos adolescentes se hicieron amigos. Carmen le paró los pies a Marcos cuando éste quiso ir más lejos, pero ello no impidió que la amistad continuara. Con el tiempo, la observación y constante reflexión de Marcos, combinada con su vitalidad, terminaron por darle ventaja sobre el resto de pretendientes, y al final consiguió que su relación fuera más allá. Al final, Carmen y Marcos se hicieron novios.



Margarita era la viva imagen de su hermana, algo mayor que ella, eso sí. Marcos sintió la misma sensación que cuando conoció a Carmen en aquellas gradas de instituto. Ambos perdieron el contacto cuando dejaron el bachillerato y se marcharon a la universidad, él en esa misma ciudad y ella en la académica Salamanca.

  • ¿Cómo está tu hermana?
  • Muy bien, ahora trabaja en un laboratorio petroquímico, en Tarragona.
  • ¡Genial! Me alegro mucho por ella, de verdad. ¿Y a ti qué tal te va? ¿Qué es de tu vida?
  • En fin, mejor tomamos un café y te lo cuento.




Margarita se arrepintió enseguida de haberse sincerado con Marcos. Es cierto que había visto al chico muchas veces en su casa, cuando andaba con su hermana, pero en el fondo, apenas lo conocía, y le acababa de desvelar todos sus problemas de pareja con Carlos. ¿Podía confiar en él? Si no era así, estaba vendida. Por debajo de la mesa de aquel bar en el que se habían tomado su café, juntó las manos y comenzó a rezar, con los ojos cerrados, por que no se hubiera equivocado con él. ¿Por qué lo había hecho? Quizá porque siempre le gustó, a pesar de ser varios años más joven. Estaba segura de que, de no haber sido el novio de Carmen, hubiera acabado con él. Pero la vida sigue caminos imprevistos, y ahora era Carlos quien ocupaba su corazón, aunque la hiciera sufrir tanto.

Sus miradas se encontraron. Ella se moría por aquel chico rebelde al que casi había olvidado. Sabía que no debía, pero, caray cómo la atraía. A él le pasaba lo mismo, aunque no estaba seguro de si estaba viendo a Margarita o a Carmen. En cualquier caso, la deseaba de forma incontrolable. Pensó un instante en Sofía. Sintió algo de pena por ella, pero sabía que aquella relación no tenía futuro. En sus manos estaba el presente, en su cabeza, el futuro, un devenir bastante incierto, todo sea dicho. Por una vez, dejó de ser un idealista Quijote y se puso en la cómoda piel de Sancho Panza.

Frente a él, Margarita temblaba como un flan. Claro que deseaba entregarse a Marcos, pero sabía que aquella aventura sólo sería algo puntual y que su futuro estaba con Carlos, la persona a la que realmente quería entregar su corazón. Dejarse llevar sólo podía traerle complicaciones y, por muy excitante que fuera el momento, en el fondo debía levantarse y marcharse de allí inmediatamente. Ya era tarde y debía volver a casa.


Pero no lo hizo, no podía. En su interior no había un debate, había una cruenta batalla entre su deseo y su razón, entre su mente y su piel. No sabía qué hacer, no terminaba de decidirse, no terminaba de rendirse a él, pero tampoco acababa de rechazarlo. En definitiva, no remataba, ahogada por un dilema que la atormentaba. De repente, todas sus dudas se disiparon, toda su discordia quedó aparcada, todos sus pensamientos fueron silenciados cuando Marcos, levantándose de la silla; se inclinó sobre la mesa, por encima del servilletero y las dos tazas con sus correspondientes platillos y cucharillas; se plantó frente a ella, ya febril, y le acarició suavemente los labios con un tierno beso.

Continuará…

4 comentarios:

  1. Estoy de acuerdo con la editora. Eres muy bueno, bastante. Gracias por compartir estas "viejas amistades", espero la siguiente entrega.

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  2. Gracias, amigo. Siempre motiva leer cosas como ésta. Sólo espero no defraudaros en próximas entregas. Me esforzaré para evitarlo. Saludos.

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  3. ooooh me enamore del paisaje que dibujas en tus letras, rico en naturaleza... interesante situacion de margarita, veremos que pasa.... me gusta!!

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  4. Gracias, Dama. Espero mantener vuestro placer y haceros disfrutar en próximas entregas. Un abrazo.

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