Una revista de literatura, donde el amor por las letras sean capaces de abrir todas las fronteras. Exclusiva para mayores de edad.

miércoles, 10 de octubre de 2012

Como mares y ríos

La ilusión suele ser arma de dos filos. Por el filo interior, desde la posición de quien la maneja, se inclina al corazón, siempre dispuesto a ser espejo de los mejores propósitos y el refugio de toda esperanza. Por su filo externo el arma metafórica se las ve con todo lo que impide la realización de los sueños. Pero en realidad es la imaginación la que juega el papel más importante en el espejismo de las ilusiones, por eso al que se deja llevar por sus manejos se le llama iluso y cuando el objeto de la ilusión tiene que ver con el amor el epíteto adquiere todo su sentido. 
 
Yo era un iluso, un tipo de esos que cree que el amor es algo más que un sentimiento, es un proyecto de vida. Andaba con el corazón en la mano, cosa muy poco higiénica y no por el sentido alegórico de la frase, si no por la falta de prevención que tal práctica conlleva. Un rostro bello, una sonrisa encantadora o unos ojos grandes, hacían volar mi imaginación y me ilusionaba; observaran  que yo era de los que primero miran a los ojos, cosa poco común entre los de mi sexo, ¡me habían dicho tantas veces que la cara es el espejo del alma!  Sin embargo nada me salía bien y al poco tiempo las ilusiones del filo coronario eran derrotadas por las realidades  del filo de la vida. 
 
Un día fui a una fiesta. Esas fiestas donde nadie se conoce y todo el mundo espera encontrar compañero de cama, siquiatra o cocinera y en las que los ilusos, es decir, los gilipollas, creen que pueden hallar la mujer de su vida. Al cabo de media hora había recorrido todos los rostros femeninos en busca de la princesa prometida. Entre volutas de humo, caras desencajadas por la bebida, rimeles descorridos y carmines compartidos, la anduve buscando. Sin éxito.
 
Al fondo de la estancia alguien me observaba. Estaba sentado en una butaca con un vaso en la mano, observándome. Era alto, puesto que desde su poltrona extendía unas interminables piernas sobre el piso; complexión atlética  y  porte distinguido, mantenía la corbata en el  cuello pese a lo avanzado de la noche. Me acerqué a él y pude comprobar que se trataba de un hombre maduro, todavía atractivo; me sonrió. Iniciamos una conversación banal que pronto se convirtió en un interesante diálogo sobre todo lo bueno y lo malo, lo terreno y lo espiritual. Seguimos hablando ajenos la  juerga que se desarrollaba a pocos metros. Cuando llegamos al tema de los estados civiles él me dijo algo sorprendente: enamorado. Le pedí que lo repitiera. Enamorado, respondió. Ni casado, ni soltero, ni comprometido, ni libre; simplemente, enamorado.
   
  • Ya, pero tendrá pareja - , respondí interesado.
  • No, en este momento no -, dijo mientras  apuraba el contenido del vaso.
  • Entonces, ¿le ha dejado? -, pregunté, imaginando haber encontrado otro miembro del club.
  • No, no – dijo, sonriendo. – Me explicaré. Yo andaba como casi todo el mundo en la búsqueda del amor ideal, hasta que descubrí que el amor es un estado de ilusión tan perfecto que decidí hacerlo propio, intrínseco. 
 
Retrocedí, no cabía duda estaba ante un narcisista. No obstante, aquello me divertía y como no tenía otra cosa  mejor que hacer seguí preguntando: 
 
  • No será usted un hermafrodita -, le dije en tono de cachondeo.
  • No, amigo, no, y sin embargo sí hay algo que liga con la historia de Hermafrodito,  el hijo de Hermes y de Afrodita, seducido por la náyade Salmácide, espíritu de aquel lago donde se convirtieron en un solo ser. Esa conexión entre la  mitología y mi filosofía tiene idénticos protagonistas: las aguas.
 
Puse cara de bajar de la higuera, en realidad no entendía nada. 
 
  • Verá, joven -  prosiguió mi interlocutor. Cada día, en cada momento, me siento enamorado, con esa predisposición de compartir con alguien el amanecer, una puesta de sol, la risa de un niño, la última tontería de los políticos, la baguette y el café con leche. Y en cada momento, para mi fortuna, hay alguien con quien hacerlo. En algunas ocasiones se trata de la pareja; en otras, de mujeres importantes en mi vida y en muchos casos, de la compañera ocasional en el autobús, de una vecina o la interlocutora de un servicio de información. No se trata de que me enamore de cada una de ellas, es mi estado natural
  • Prosiga se lo ruego, es un tema que me preocupa hace tiempo... digamos que desde los tres años – le dije, sin tratar de hacer un chiste.
  • Probablemente desde antes -, respondió él. - Las mujeres, y no es un pensamiento exclusivamente mío, son la sal de la vida. Pero para mí son las aguas. Cada una de ellas es arroyo, torrente, lago, río, mar u océano, incluso lluvia; todas son agua y por tanto imprescindibles en la vida de un hombre. Son, como el líquido elemento, necesarias, vitales.
  • Bonita parábola, ¿pero eso qué aporta?
  • Todo, joven, todo. Su búsqueda del amor perfecto, que adivino en su desasosiego, está absolutamente equivocada. Como casi todos los hombres su percepción de la relación con el otro sexo esta muy desencaminada y no me venga Ud. con eso de que no hay quien las entienda o de que no saben lo que quieren. El error de los de nuestro género estriba en nuestro ancestral instinto cazador; no percibimos almas, vemos trofeos, piezas a las que abatir, batallas que ganar, cimas que conquistar. Por eso anteponemos el deseo a todo lo demás, por eso existe tanto bruto.
  • ¡Claro! Es de sobras sabido, incluso creo que está científicamente demostrado, que el concepto y la necesidad sexual de las hembras de cualquier especie es distinto al de sus congéneres machos, su prioridad es la de la reproducción no la del goce.
  • ¡Qué barbaridad más grande! – dijo mi interlocutor, depositando el vaso en el suelo. – Esto es una estúpida teoría elaborada por ignorantes. No soy zoólogo  y no puedo hablarle de los instintos animales con  conocimiento de causa, tampoco soy antropólogo y no pretendo disertar sobre el holismo; sin embargo, soy humano y militante de la Humanidad y sí puedo contarle mucho sobre sentimientos. Los ancestrales conceptos científicos han cambiado con la evolución del ser humano y de una forma más evidente en la mujer. Para conocerla es imprescindible saber cual es su origen y como piensa. Y le aseguro joven, que toda fémina tiene su alter ego en las distintas manifestaciones acuosas de la naturaleza. Ellas son y gozan como las aguas.
  • Sigo sin entender – respondí, mientras me acomodaba en un sillón frente al de mi interlocutor.
  • Todos somos agua, nuestro cuerpo en su mayor parte es agua, de las aguas surgimos y sin las aguas pereceremos. No obstante hay que distinguir, el hombre es continente y la mujer contenido. El primero trata de cercar para su uso, disfrute, contemplación o reserva a la segunda; la mujer por su parte es agua viva que fluye, se desparrama, moja, inunda, riega, baña y empapa.
  • O sea, nosotros somos pantano y ellas nivel.
  • Algo así; nosotros somos cerco y ellas libertad. Su ejemplo es muy ilustrativo, él es retención, cree que inmoviliza y domina al agua y sin embargo es ella la que acepta su confinamiento para poder saciar un sinfín de necesidades: familia, hogar, trabajo y cama; pero cuando la lluvia arrecia y el pantano se llena, todo se desborda y sólo hay dos soluciones o abrir las compuertas o esperar que el pantano se resquebraje.
  • ¡Caramba, cómo me lo pone! ¿Y eso que tiene que ver con su estado civil?
  • Mucho, yo ya he llegado a la conclusión que le he contado y por eso ni quiero ser cazador ni dique, pero tampoco presa en su doble acepción. Me dejo llevar por el remolino de las aguas, me predispongo con mi estado natural y me dejo llevar. Le aconsejo que haga Ud. lo mismo. Mírelas como una manifestación líquida y se sorprenderá de descubrir, en cada un de ellas, la fuente de la vida. . . y la de la juventud. 
 
Al día siguiente creí haber soñado. Recordé la conversación con el extraño personaje y deduje que  ambos nos habíamos pasado con la bebida y nos había dado filosófica. Comparar a la mujer con un mar o con un río ¡que tontería! Me miré al espejo, no tenía cara de muelle o de pantano. Me detuve a rememorar mis últimas relaciones sentimentales y traté de establecer cierto paralelismo entre mis amores y el fluir del líquido elemento, ciertamente existían ciertas concomitancias, me reí. Empecé a jugar mentalmente y tuve que reconocer indiscutibles coincidencias que avalaban la teoría del extraño personaje del sillón. Sin embargo esto no demostraba nada, salvo un cúmulo de causalidades y combinaciones validas en cualquier otra teoría, bien fuera numérica, zodiacal o antropológica. Y no obstante, sí era sugerente, muy sugerente, el estado  argumentado por mi interlocutor de sentirse permanentemente enamorado. 
 
Así que salí  con la predisposición de enamorarme de la primera náyade, xana  o sirena que se me pusiera a tiro. Tenía que reconocer que algo en mi interior había cambiado, lo veía todo de una forma especial con colores más vivos, las gentes parecían comparsas de una representación donde sólo yo y ella –quien fuese – éramos protagonistas. Ya no llevaba como antaño el corazón en la mano, era él el que me llevaba a mí. Estaba relajado, propenso a la felicidad, deseoso de compartir. 
 
Entré en aquella cafetería y la vi. Ni me miró. Estaba charlando con una amiga, yo inicié lo que en el reino zoológico se llama la parada nupcial. Subí el tono de mis mejillas, me arreglé el pelo, escondí barriga y tomé una postura en la barra digna del mismísimo Bogart. La observé desde el punto de vista de amante, de novio y de marido, nos imaginé paseando cogidos de la mano y de pronto me di cuenta de que actuaba como un poseedor, que  la “dejaba” entrar en mi vida sin preguntarme siquiera que era lo que ella deseaba. Detuve mi mente y empecé a mirarla de nuevo, observé sus gestos, su físico, su forma de hablar, de expresarse; lo hacía con cadencia, con idas y venidas en el timbre de voz: del susurro a la firmeza. Sus manos se bamboleaban como ondas cuando trataba de reforzar sus argumentos. Adiviné que era una mujer profunda, inmensa en su grandeza y abierta en su esplendor. Y entonces me di cuenta: era un mar. 
 
Seis meses estuve sumergido en aquella mar. Seis hermosos meses visitando sus simas más profundas, bañándome en sus costas, recreando sus paisajes, disfrutando sus mareas. Seis inolvidables meses en que mi estado civil fue el de perfecto enamorado. Un día se alejó, no se marchó, se alejó, como una ola que regresa al vientre materno. 
 
Me quedé sin ella pero seguí amando. Y en mi vida aparecieron torrentes, bravíos, rápidos y frescos; lagos de infinita transparencia que me trasmitieron tranquilidad y paz, sin dejar de mojarme; lluvias torrenciales que duran sólo unos días, pero que calan hasta los huesos; ríos de extraordinaria belleza todavía por descubrir en su conjunto, como el Amazonas o como el Nilo, que según  el punto de su cauce tiene un color u otro, azul en los montes y blanco en los valles donde recoge el agua de primavera; océanos de sabiduría y conocimiento que llenan nuestro espíritu e invaden nuestro cuerpo. Evidentemente todo no han sido baños de mar, he tenido que pelear en aguas turbulentas, en mares exóticos y en lagos salados, en heladas aguas árticas y en cálidas aguas ecuatorianas. Aguas, aguas y más aguas que sacian, refrescan y estimulan. Cómo el agua, mis compañeras y amigas nunca son mías, son suyas y desde su libertad me inundan con sus bondades y me impregnan de sus besos y yo les correspondo sintiéndome amado y bendecido. Esa ha sido mi vocación y así he vivido estos últimos años. Nunca volví a ver al tipo de la fiesta. 
 
El otro día me invitaron a un guateque. Yo trataba de encontrar un bello cauce para recorrer sinuosamente los meandros del alma, pero todas estaban estancadas en huerto y en chorrito de fuente, incluso alguna andaba regando geranios. Me senté en un rincón de la sala, estiré las piernas y pensé en una hermosa amiga que es como la lluvia de mayo. Apareció un joven de unos treinta años y se acercó a mí. 
 
  • ¿Aburrido? – me preguntó.
  • No, en absoluto – contesté.
  • Como le veo aquí solo y bebiendo agua mineral.
  • No estoy solo, estoy conmigo mismo, que no es lo mismo.
  • Ya, es una forma de definir la soledad.
  • Te equivocas – dije tuteándole -, la soledad es nuestra postrer compañía.
  • Sí, sí, pero ¿no tiene a nadie. . . mujer, amiga, compañera? No me tome por un entrometido: ¿Cuál es su estado civil?  
 
Sonreí, había estado esperando aquella situación y aquella pregunta durante muchos años. Allí frente a mí estaba el alumno a quien transmitir mis enseñanzas. 
 
  • Enamorado  - dije con énfasis.
  • ¿Enamorado? – repreguntó.
  • Sí joven, me voy a explicar, las mujeres son como el agua; son mares, ríos, lagos y océanos. . .
  • Perdone, perdone, que le interrumpa – dijo en un susurro. - A mí lo que de verdad    me interesa es saber como son los hombres. . . 
 

FIN
 
 
http://jordisiracusa.es/
 

8 comentarios:

  1. Tiene de todo un poco... En serio.. Magistral!

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    1. Gracias, amiga. Me encanta que te guste. Tal vez, todavía no lo sepas, pero eres mar.

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    2. Gracias Jordi, los mensajes tuyos están en el grupo de la Revista anotados al lado de tu entrada, no tienes acceso porque no estás en la Revista como escritor, gracias por tu colaboración. Un saludo

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  2. Buen remate al final. Felicidades.

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  3. Gracias Carlos, lo mejor se los cuentos es un final inesperado. Un abrazo.

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    1. Lo mismo te digo con este mensaje, todo lo que comentes aquí lo traslado al grupo, para que se tenga constancia. Gracias y si puedes espero que comentes todos. Un saludo

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  4. Interesante metáfora dinámica y precisa. Historia con sentido de ceder lo aprendido y un final inoportuno!

    Se nota el camino la tinta y el papel Jordi. Un abrazo!

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