Una revista de literatura, donde el amor por las letras sean capaces de abrir todas las fronteras. Exclusiva para mayores de edad.

miércoles, 10 de octubre de 2012

25 de septiembre


            El cielo estaba gris y el viento soplaba gélido aquella mañana de martes en la plaza de Poniente. Los paseantes recorrían apresurados las aceras, deseando llegar cuanto antes a sus destinos y refugiarse del repentino frío que había acabado con varios días de calor. Este año, el tiempo se lo había tomado en serio y, nada más entrar el otoño, los termómetros se habían desplomado. Para colmo, la plaza estaba junto al río, un lugar húmedo por el que Eolo campaba a sus anchas, sin estorbos de ladrillo que frenaran su avance. 

A Marcos no le importaba. Habría llegado cosa de cuarto de hora antes. Tenía tiempo de sobra, pero había preferido llegar con tiempo. Estaba tan nervioso y tan ilusionado que casi no había dormido esa noche, dando vueltas sobre la cama, en un incómodo y fatigoso duermevelas con el que no había descansado nada, si bien mantenía sus energías intactas, alimentadas por una ilusión que era inseparable de su nerviosismo. Ilusión por cambiar el mundo, por sentirse alguien importante, por dejar a los que vinieran un mundo mejor.

A lo lejos vio aparecer a Roberto. Vestía botas militares; pantalón gris de camuflaje, de tela dura; sudadera negra con capucha, y braga al cuello. Lucía una cabeza afeitada que produjo un escalofrío en Marcos. Él llevaba playeros, vaqueros y sudadera caqui, también con capucha para protegerse del frío o de la lluvia, que amenazaba con caer en cualquier momento, aunque no sería fácil meter bajo ella todo su pelo, largo y con rastas.
·       ¿Tienes un pito?-. Preguntó Roberto nada más llegar.
·       Pero si lo he dejado. La de veces que te lo habré dicho.
·     ¿Todavía sigues con eso?-. Roberto mostraba una mezcla de sorna e incredulidad –Ríndete al sistema y ve al estanco a comprarme un paquete de Winston, anda.
·       Que te den por culo.
 
Los dos amigos rieron. Roberto compartía los mismos ideales de cambio, pero era mucho más pragmático. Estaba seguro de que la revolución había que provocarla, pues los regímenes tiránicos no se derribaban por sí solos. Llevaba tiempo en la lucha, esperando el momento adecuado para derribar ese Estado consumista donde el dinero condicionaba la supuesta democracia de la que gozaban. El estallido de la indignación popular le había brindado la masa necesaria para salir de la madriguera y enfrentarse al poder. En ocasiones, Marcos sentía miedo de las ideas tan radicales de su amigo, y muchas veces discutían por ello. Para él, Roberto era un exaltado que justificaba todo en la revolución y que a menudo trataba de imponer sus ideas a los demás, traicionando así los principios por los que peleaban. Por el contrario, su amigo lo consideraba un iluso bienintencionado y un combatiente débil. Pese a todo, su amistad era lo suficientemente fuerte para que unas torpes discusiones políticas los alejaran.
 
Junto a ellos se fue formando un grupo de gente con pancartas, silbatos y cacerolas. Uno de sus miembros le dio a Roberto el ansiado cigarrillo, que consumió en intensas caladas, antes de que diera la hora. 
 
Al fin apareció el autobús. Llegó desde el Paseo de Isabel La Católica y se orilló en la plaza. Su misión, trasladar a todos aquellos manifestantes a Madrid, donde esa tarde pelearían frente al Congreso por una mayor libertad. Todo debía desarrollarse de forma pacífica. Estaban cansados de los viejos partidos, de sus prebendas y de las injerencias de los mercados en el Estado. Idealistas, puede que ingenuos, subieron a bordo con la esperanza puesta en la capital.
 
En los vestuarios de la Jefatura de Unidades de Intervención Policial el ambiente era tenso. Los agentes que debían reforzar el dispositivo que ya a esa hora protegía el Congreso terminaban de prepararse. Alguno, mientras se ajustaba bien las botas, miraba con preocupación al fiero león dorado que, sobre fondo rojo, se veía rodeado por once flores de lis sobre un borde azul. Era el emblema del grupo que todos llevaban bordado en el hombro derecho de sus uniformes. A ver cómo se daban las cosas. Las órdenes eran claras, la integridad de la Cámara Baja no se podía cuestionar en ningún momento. ¿Lo aceptarían los manifestantes? Si no era así, la cosa pintaba mal. A saber cuándo podrían regresar a casa, a saber si alguno de ellos no acababa en el hospital.
 
Viseras caladas, chalecos, cascos y escudos en mano, y a los furgones, rumbo a la Carrera de San Jerónimo y alrededores. Los pensamientos a esa hora estaban con la familia de cada uno. Todo se vería por la tele, cada incidente sería un sinvivir para los que esperaban en casa. Ojalá pasara pronto. Aquello no era plato de gusto para nadie, o para casi nadie. Dando y recibiendo por un sueldo que el Gobierno al que defendían había congelado, sin paga de Navidad, luchando día a día por sacar adelante a los suyos, pagar el colegio de los niños, vestirlos, darles de comer. Era su trabajo y tenían que ganarse la vida. Encima, si había palos, ellos serían los malos. Pagarían los desmanes de algunos compañeros y de sus mandos, mientras los que andaban enfrente serían elogiados como mártires. “Perra suerte”, escupió el último de los agentes antes de subir.
 
Marcos estaba destrozado por dentro. Su sueño había estallado en una nube de violencia y caos que sacudía el centro de Madrid. Lo que esperaba que fuera una concentración pacífica, fruto del civismo de un pueblo que desafía a los poderosos por una causa justa, se había transformado en cargas policiales, lanzamiento de objetos y enfrentamientos de todo tipo. No dudaba de que alguien hubiera dado la orden de disolverlos como fuera. También tenían mucha culpa descontrolados como su amigo Roberto, que a esa hora se cubría con la capucha y la braga mientras recogía cuanto podía del suelo para arrojarlo sobre un grupo de antidisturbios que se protegía con sus escudos de plástico transparente. 
 
  • ¡Así no se hacen las cosas!. Le reprochó.
  • Pero tú de qué lado estás-. Contestó Roberto, enfadado. Bastante tenía en ese momento como para aguantar regañinas de viejas cobardicas.
  • Del de los que protestan sin violencia. ¿Y tú?
  • ¡Tienen secuestrada la democracia! ¿Cómo pretendes acabar con ellos? ¿Cantando? 
  • Yo no he venido aquí a pegarme con la Policía. Me largo.

Uno de los grupos de antidisturbios se lanzó contra Roberto y los suyos. Un agente, perro viejo en estas lides, se empleaba a fondo con la porra. Muchos años haciendo lo mismo, quizá demasiados. Cada vez tenía menos escrúpulos a la hora de cargar, quién sabe si hasta disfrutaba con ello.
 
Tanto fue su ímpetu que se adelantó más de la cuenta y se separó de sus compañeros, momento que aprovechó Roberto para darle por detrás y tirarlo al suelo, donde comenzó a patearlo.
 
Al alejarse, Marcos vio como llegó otro agente en auxilio y dejó fuera de combate a su amigo, al que siguió dando porrazos una vez derribado. No estaba de acuerdo con Roberto, pero era su amigo y no podía dejarlo así. Decidió ir en su ayuda.  
 
Tenía claro que no usaría la violencia, sólo trataría de evitar más golpes y sacarlo de ahí como fuera. No fue posible, al primer acercamiento, otro miembro de las UIP lo tiró al suelo de un costalazo. 
 
Marcos esperaba bajo la lluvia en la calle Orellana, en unos jardines que separaban la Audiencia Nacional del Tribunal Supremo. Sospechaba que tendría que volver por allí más veces, hasta que se resolviera su participación en los disturbios del día anterior. Estaba nervioso. Recordando las palabras de Roberto, al que había visto por última vez esa noche en comisaría, abrió un paquete de Winston que acaba de comprar en un bar y se llevó un pitillo a la boca. Era una excepción, para calmar la ansiedad del momento, se decía.  
 
Mientras aspiraba el aroma del tabaco, repasaba en su cabeza todo lo ocurrido en la manifestación y daba gracias no se sabía muy bien a quién. Sus gestos denotaban claramente que su intención no era violenta, pero en el fragor de la batalla, el agente lo golpeó de forma refleja. Al comprender su error, sacó a un dolorido Marcos para llevarlo a un lugar seguro. Allí, apartados de manifestantes y antidisturbios, el agente se quitó el casco y se interesó por el estado de su custodiado. 
 
Marcos no podía olvidar aquellos ojos azules, ni aquella melena rubia, ni aquel rostro tan dulce. Jamás habría pensado que el policía que lo pegó era una mujer, y qué mujer. De repente, habían dejado de dolerle las costillas. Se llamaba Sofía, y era miembro de uno de los doce grupos que formaban la I Unidad de Intervención Policial, con sede en Madrid. Se acercaron más agentes, y Marcos fue conducido a dependencias oficiales, con cargos por alteración del orden público. Esa noche, Sofía no dejó de preocuparse por su situación y por que su estancia en los calabozos fuera lo más llevadera posible.   
 
Fueron momentos de enorme felicidad. Qué tristeza cuando lo pusieron en libertad. Por suerte, ella había accedido a verlo al día siguiente y a compartir un café. Llegaba tarde, lo que puso a Marcos aún más nervioso. Ya iba a echar mano al último cigarro de la cajetilla cuando por fin apareció, más guapa incluso de lo que la recordaba, sin ese pesado y amenazador uniforme. 
 
Sentados en la mesa de un pub, con música de fondo de Los Secretos, Marcos miraba los preciosos ojos azules de Sofía, pero creía verle el alma. También ella se sentía dichosa. Aquel chico, un tanto perroflauta, no le pegaba para nada, pero su intuición le decía que el destino lo había puesto en su camino, o en el camino de su porra, por alguna razón, y hubiera dado cuanto tenía porque el reloj se hubiera parado y la cita no hubiese terminado. Pero todo tiene su final. 
 
Se despidieron con la promesa de volver a verse. Los dos hubieran preferido seguir allí, pero tenían cosas que hacer. Los disturbios de la noche anterior habían generado la convocatoria de una nueva concentración en el mismo sitio. Marcos debía ir a protestar contra los abusos policiales. Sofía, ponerse su recio uniforme y velar porque todo se desarrollara en paz. 
 
Los dos se marcharon con miedo. Si las cosas se complicaban, no sabían qué podía pasar. Pero algo sí tenían claro. Esa noche, mientras uno y otro ocupaban su respectivo lugar en la calle, tendrían siempre presente que el amor los estaba esperando al acabar la batalla, en el bando contrario.

Juan Martín Salamanca

3 comentarios:

  1. Qué historia...! Estuve tan sorprendida como Marcos, al encontrar a Sofía detrás del uniforme policial... Tiene de todo un poco, humor, complejidad socio-económica, idealismo y romance... Me ha gustado!

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  2. Contrastes y contradicciones que solo en el amor suceden,¡Que historia! Aparte situaciones muy actuales en todas partes del mundo! Excelente relato Juan Martín.

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  3. Gracias a los dos por vuestras palabras. Espero que hayáis disfrutado con las siguientes entregas. Un abrazo.

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